Ayer seguí
la sesión de la Asamblea de Madrid, una fascinante institución determinada por
una apoteosis de la ausencia. En ella viven los fantasmas de los fugados a la
política nacional, la nobleza de estado o el olimpo mediático. Los diputados
vivos presentes, bajo la aparente normalidad del funcionamiento, evocan a los
espíritus de los desertores, que se encuentran presentes en todas las
intervenciones. Así se configura como un espacio en el que se registran los
impactos de la política nacional, minimizando las realidades estrictamente
madrileñas. Todas las jugadas tienen esa significación, recortando la autonomía
propia de Madrid, que subordina su sociedad local a su función de sede de los
poderes del estado y del mercado.
La
instauración de la videopolítica ha significado una transformación radical de
los partidos y las instituciones representativas. El efecto más relevante de
esta mutación es la reducción de la acción a los escenarios creados por los medios
y de las redes sociales. La consecuencia manifiesta de esta contracción de la
acción es la reducción de los actores políticos. Las televisiones imponen un
formato en el que la competición se dilucida entre un pequeño grupo selecto de
personas en cada partido. Estos son privilegiados por las cámaras, y la
narrativa de los acontecimientos los convierte en personajes dotados de una
historia personal que encarna el devenir del partido. Esta extrema
personalización mediática consolida el proceso convencional de oligarquización
de los partidos. Estos devienen en máquinas de representación de eventos
políticos inscritos en un juego de ganar-perder,en el que el premio es el
gobierno. En esta competición las personas sustituyen de facto a las
organizaciones.
La crisis de
los dos partidos estructurantes del régimen del 78 ha devenido en una
inestabilidad de gobierno que es narrada morbosamente por las televisiones, que
han privilegiado a las nuevas formaciones. El nuevo juego a cuatro recombinado
con los partidos de las nacionalidades y periferias significa un plus para el
mercado audiovisual, en tanto que las coaliciones son inevitables. Los
guionistas se prodigan en relatos densos que narran los ascensos y descensos de
los actores, propiciando un mercado próspero por la conversión de la política
en un nuevo género audiovisual, que se ubica en la frontera de los reality
shows. Esta es la base que fundamenta la progresiva emancipación de los
guiñoles de los actores, que se distancian de las realidades políticas,
rigurosamente bloqueadas, para servir al espectáculo que concluye con el escrutinio
de los espectadores. Los analistas acreditados y representantes de los saberes
de estado ceden el protagonismo a los comentaristas livianos que tejen la trama
de las rivalidades y los premios.
Las
elecciones municipales de 2015 mostraron inequívocamente el ascenso delas dos
formaciones políticas nuevas referenciadas en el cambio. En las legislativas de
2017 sancionaron el nuevo escenario. Pero, a partir de ahí comenzó la
descomposición de Podemos, sumida en feroces luchas intestinas que terminan por
seleccionar un núcleo estable en torno a Pablo Iglesias, una persona
superdotada para las narrativas mediáticas. El proceso de desguace de Podemos,
pone de manifiesto la importancia que el núcleo de Iglesias atribuye al
gobierno y la cúpula del estado. Cuando Errejón es derrotado, es enviado a la
Asamblea de Madrid, al tiempo que retirado del parlamento. Esta acción denota a
las claras la subordinación de la autonomía con respecto a la dimensión
estatal.
El equipo
municipal que protagonizó el relato del cambio, se vino abajo estrepitosamente,
rompiéndose en varios pedazos. Manuela Carmena monopolizó las decisiones y la
imagen mediática, desplazando a aquellos que no mostraron manifiestamente su
fidelidad y acatamiento. En estas condiciones parece inevitable que el
canibalismo de la izquierda se instalase también en el grupo municipal. La
ruptura entre Iglesias y Errejón supuso la de la misma Carmena con el
comandante. La consecuencia fue la desintegración radical del grupo de la
Asamblea de Madrid. Sus dirigentes más notorios fueron devorados por la
apoteosis autodestructiva de la izquierda.
Los efectos
de este proceso se manifiestan en las candidaturas y los resultados de Mas
Madrid, la flamante heredera del poder municipal ejercido durante cuatro años. Al
perder el Ayuntamiento, Carmena escenifica la maldición de Madrid, abandonando
el plano municipal para reintegrarse en la aristocracia de izquierdas ubicada
en los medios de comunicación. Esta deserción supone un duro golpe para los
atribulados concejales y diputados regionales, en tanto que el liderazgo
ejercido por la exjueza es total. Con ella emigra el capital mediático que se
lleva en su propia persona, deslocalizando dicho capital de la castigada
formación.
Pero la
maldición de Madrid sigue su ciclo expansivo, afectando al líder huérfano
Errejón. Este también abandona Madrid para buscar cobijo en el Congreso. En sus
alforjas se lleva su cuota mediática, dejando el grupo de la Asamblea de Madrid
en situación de pobreza programática y mediática. La evasión de ambos líderes
tiene un impacto psicológico letal, en tanto que puede ser inequívocamente
interpretada como la manifestación de la impotencia de la izquierda política en
Madrid, gobernada durante largos años por una derecha extremadamente conservadora
y asociada al tráfico de suelo.
Los traumas
monumentales que ha legado este acontecimiento de deserción concertada de los
líderes, ha tenido un impacto letal. Se transfiere a sus actuaciones que están
presididas por un ritualismo manifiesto, tras el que se puede reconocer un
fatalismo paralizador. No se puede ocultar que no creen en la posibilidad de
conseguir más apoyos y ganar el gobierno. La tragedia de esta izquierda
menguante se cierra con la obligada coexistencia con la otra izquierda, la
representada por Podemos e Izquierda Unida, o por sus fragmentos
sobrevivientes. En este caso, las portavoces actúan de un modo mecánico y
ritual, lo que denota un inmovilismo perpetuo. En este caso tampoco se plantean
el problema de ganar apoyos sociales, lo que los convierte en estatuas perennes
que dicen lo mismo en cualquier ocasión. El juego ahí es luchar con los
aspirantes a ocupar el cargo que ostentan.
En el PSOE,
la maldición de Madrid tiene una larga tradición. El partido representa un
colectivo que muestra repetidamente su incapacidad proverbial de analizar su
escaso apoyo popular. Este partido se encuentra rigurosamente mediatizado y
adaptado a la videopolítica. Así que el cabeza de lista del ayuntamiento es un
afamado entrenador de baloncesto, que aterriza allí con su capital mediático
menguante, en tanto que sus éxitos deportivos quedaron en un pasado muy lejano,
dada la velocidad de la infosfera política. El caso de Gabilondo también es
paradigmático. Este es un filósofo que representa el papel de persona
consciente en la función de la competición política hiperpersonalizada. La
verdad es que resulta patético comprobar el efecto letal de jugar a otro juego.
En tanto que él trata de dignificar su papel apelando a la racionalidad y los
valores, la presidenta se instala en otra esfera, la de las pasiones asociadas
al propio simulacro del juego.
Así se forja
un escenario en el que la tragedia radica preside todas las actuaciones. La
Asamblea de Madrid es un espacio en el que los guiñoles se liberan de sus personajes.
Ayuso muestra impúdicamente su falta de recursos básicos y de fundamento
técnico, que en una presidenta de gobierno adquiere la proporción de
catástrofe. Pero, sus actuaciones, se adaptan admirablemente al sentido del
juego instituido por las televisiones y las redes. Ella no está en la realidad,
sino en la competición de alcanzar o conservar el gobierno. Su lenguaje es un
tesoro para los analistas. Ella personaliza radicalmente la historia y denuncia
que vienen a por ella, a desplazarla del noble sillón en el que asienta sus
nalgas. Así habla de “ataques”. Las propuestas de los demás son consideradas
como jugadas para desplazarla. Su actuación es la de una heroína de patio de
vecindad que se defiende ante sus envidiosos vecinos.
En tanto que
Ayuso representa el juego de la videopolítica, en el que lo decisivo es ganar,
y por ende, la figura del perdedor es detestable, Gabilondo se esfuerza en
dirigirse a una ciudadanía espectral, que apenas existe en tanto que ha sido
reconfigurada por la hipermediatización y sus relatos, que los ha convertido en
espectadores-votantes de los torneos que se representan allí. El encuentro
entre ambos suscita una inapelable alusión al circo, así como una sensación de
irrealidad. El resto de los actores, los que ejecutan prácticas referidas a los
muertos-ausentes, cierran el círculo.
En estas
condiciones me pregunto acerca de la capacidad que puede tener esta instancia
circense-mortuoria, para representar intereses o deliberar en torno a políticas
públicas. La maldición madrileña deviene en una tragedia, en tanto que la
ciudadanía ha devenido en una forma perversa de espectador, que puede
participar en las votaciones del espectáculo. En estas condiciones, parece
imposible que nadie pueda ganar nuevos apoyos para otro juego.
Entretanto,
una amiga me cuenta que su hija lleva una semana acudiendo al Instituto, y que
la mandan a casa con alguna tarea trivial. Los médicos de familia cuentan los
enfermos que ven cada día, y nadie dice nada. La realidad se ha fugado de las
instituciones madrileñas, al modo de Errejón y Carmena. Solo queda el circo,
que en esta tierra alcanza la excelencia suprema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario