La crisis
determinada por la irrupción de la Covid, pone de manifiesto la relación entre
la asistencia sanitaria y la sociedad en la que se inscribe, cuestionando la
validez de las miradas profesionales focalizadas al interior de los sistemas
sanitarios. Los efectos de la pandemia tienen un impacto virulento en la
economía, la sociedad y la vida, generando una tensión inusitada entre las
propuestas sanitaristas y las poblaciones. Su misma viabilidad se encuentra
condicionada por factores exteriores. La exterioridad sanitaria, que ahora se
reafirma, se manifestó explícitamente en los años setenta del pasado siglo,
tiempo en el que se manifestaron distintos cuestionamientos sobre la atención
médica, tanto en el exterior como en el interior del sistema. La conmoción de
Alma Ata y otros episodios similares, expresan las tensiones presentes en esta
época.
Esta es la
razón por la que he rescatado un texto de 1980, que expresa las
problematizaciones con respecto a la atención médica. Este fue publicado en la
revista El Viejo Topo en el número 45, en junio de ese año. Su autor es Fernando
Sábada, autor que, aunque su actividad profesional se desarrolló en otras
esferas, se ocupó de la atención médica, publicando varios trabajos. Fernando
es hermano de Javier, el filósofo crítico. En esta misma revista, un texto “La
mística de la Salud”, que he utilizado en varias ocasiones en mis largos años
de profesor de sociología de la salud, junto con otro texto de André Gorz
publicado en la misma revista “La medicina contra la salud”. Ambos expresan la
influencia de Ivan Illich y su “Némesis médica”, que tuvo un impacto
considerable en este tiempo.
Este texto
puede ser considerado como portavoz de las críticas formuladas a la
medicina-institución en estos años. Estas se inscriben en un horizonte más
amplio, que implica un cuestionamiento del desarrollo y las versiones del
progreso al uso que se reafirman desde después de la guerra mundial. La
atención médica, es entendida como un subsistema de la sociedad total. Esta
mirada permite suscitar algunas cuestiones de fondo que son difícilmente
comprensibles desde el interior. De este modo rescata el espíritu desde el que
fue escrito “Némesis médica”, que conforma el pensamiento de Illich, que supone
una crítica radical y lúcida a la sociedad de la productividad.
Este texto
que tiene ya cuarenta años, facilita tomar una distancia con la inmediatez de
la crisis de la Covid, que ha dinamitado el sistema sanitario mediante la
convergencia de la escalada de las demandas, en plural. Esta crisis pone en
primer plano la cuestión de la preservación del sistema de atención, que se
sobrepone sobre cualquier otro objetivo, suscitando una premonición fatal. Así
se confirma una de las ideas básicas del texto, que radica en que el trabajo
del sistema sanitario es la reparación de los estragos que provoca el sistema
total. La expansión de estos termina por colapsar la atención médica. Desde
esta perspectiva resulta inquietante formular la pregunta referida a reforzar
el sistema como solución al tsunami de la morbilidad. En este entorno, la idea
del bricolaje me parece muy sugerente.
La segunda
cuestión esencial remite a la cuestión de la prolongación de la vida y la
situación del contingente de sobrevivientes, los ancianos, que son internados
en instituciones de custodia fatales, siendo arrancados de sus entornos
naturales. Supongo que el autor no podía ni siquiera imaginar en ese año, la
deriva de la sociedad del progreso que termina confinando a los mayores en
nombre de la calidad de vida de sus propios ancestros. Así se configura un
enigma acerca del sentido de la sociedad de este tiempo, que prioriza un modo
de vida del que es privado el contingente de los no aptos por edad, que es
apartado. Este fenómeno implica un replanteamiento de la atención sanitaria que
reconsidere algunas de las cuestiones críticas que en los últimos treinta años
se han resuelto por las relaciones de fuerza.
El texto de
Fernando Sádaba es portador de una mirada generalista, que se contrapone con el
concepto vigente de la figura del experto. A mi juicio, este es el valor
principal de este artículo. El mismo abre cuestiones que hoy se formulan desde
el campo especializado de la atención médica, excluyendo las miradas
exteriores. Este es uno de los principales déficits de este tiempo, en el que
los expertos se multiplican y blindan sus campos de la observación y
deliberación interna. Así se confirma uno de los lados oscuros conceptualizados
por Illich en su libro de La Convivencialidad. Esta es la sociedad de la
productividad, en la que la atención médica ha prosperado hasta el colapso de
la Covid, que anuncia la solución dual, que excluye a crecientes sectores
sociales de sus beneficios.
Este es el
texto, del que he excluido cinco notas. Mi lectura personal se puede sintetizar
como una problematización de los sentidos de la atención médica. De ahí el título
de la entrada.
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MEDICINA: CIENCIA Y BRICOLAGE
FERNANDO SÁDABA
Lo que sigue
es una reflexión escéptica sobre la finalidad de la ciencia y de la técnica
aplicadas al mantenimiento o prolongación de la vida. No se trata sólo de
exponer una realidad que, conocida, es calificable de engañosa y brutal sino
manifestar también una forma de pensamiento que no se oculta e incluso no busca
adeptos.
El punto de
partida es algo que a pesar de ser conocido merece ser explicitado más: la tasa
de agresividad, brutalidad y muerte del modelo social avanzado es cínicamente
proporcional al desarrollo y práctica de las técnicas asistenciales sanitarias
más sofisticadas dedicadas a prolongar vidas individuales.
Si se
quiere, esto último puede expresarse de forma más sencilla y didáctica:
1. A usted pueden apalearle o pegarle un
tiro en cualquier momento sin que ello revista ninguna trascendencia; de hecho
su vida sólo dará la impresión de tener algún valor cuando, una vez en el
hospital, hombres y máquinas luchen por mantenerla aunque sea a niveles
vegetales.
2. El feroz desarrollo industrial con
sus tentáculos propagandísticos acaba imponiendo un ritmo de vida en el cual el
consumo de tiempo debe tender a un mínimo. Resulta así evidente, y todo
ciudadano lo sabe, que mecanizar los traslados es parte de la vida cotidiana.
Para ello se compran los coches, etc, pero lo que no se puede comprar son las
carreteras, aparcamientos, tiempo ni reposo. El conjunto es constrictor. Y de
la constricción de ese conjunto absurdo, diabólico y mecanizado surge una nueva
industria dentro de la propia industria sanitaria: la cirugía traumatológica.
Es un macabro corolario que puede expresarse así: rómpase usted los huesos que
nosotros le pondremos otros parecidos. La reparación (el consumo) tiene como
requisito la ruptura o destrucción. Los progresos médicos en la práctica
quirúrgica se han producido siempre en medio de la demanda creciente que
imponían las guerras, típica situación en que la destrucción y la reparación
son móvil y necesidad respectivamente.
La realidad actual de la traumatología es propia de la situación de
guerra mantenida característica del caos industrial, especialmente urbano. De
ahí que se ha potenciado una rama comercializada de la medicina en cuyo entorno
gira una importante industria protésica y el emporio de las Compañías de
Seguros.
3. Por razones que no proceden ni
explicar la gente está insatisfecha, ansiosa y más aún: triste y frustrada.
Parece incomprensible pero se es incapaz de hablar incluso con los amigos. Poco
a poco se acaba por comprender que hacerse adulto consiste en acumular
silencios. Ahora bien si algún día Ud estalla, si sucede el descalabro, nadie
le preguntará realmente porqué se encuentra así, y mucho menos, se lo
explicará. Es más: le mandarán al psiquiatra y ¡oh Dios¡, acaso él se lo
explique: se creerá obligado a hacerlo.
Son tres ejemplos incuestionablemente reales y aparentemente
(sólo aparentemente) graduados de más a menos en función de la puesta en juego
de “soluciones” técnicas. En todos los casos el asunto es el mismo: el
desarrollo progresivo de las condiciones que provocan el caos (muerte, trauma o
angustia) forma parte ya del mismo mecanismo que propicia esas condiciones. Es
así que la tecnología médica funciona como una industria sanitaria de
reparación cuya capacidad crítica no supera el nivel propio de las reformas y
cuya finalidad máxima es una mejora de rendimientos (de ganancia); lo que en
ningún caso se cuestiona y, por lo tanto, no se combate es el origen del
incremento de determinadas demandas. La ciencia médica no tiene aplicación
causal sino puramente pragmática. Funciona con criterios de eficacia. Se traiciona a sí misma en los postulados
humanísticos que formaban parte de su herencia histórica relegada ya al
recuerdo.
Es preciso denunciar ya la falacia que diferencia medidas
preventivas de medidas curativas. Si prevenir quiere decir adelantarse a lo que
va a ocurrir sin cuestionar porqué ocurre, ahí está la falacia. Si detrás del
progreso técnico no hay cambio sustancial de la forma de vida, el progreso es
sólo un negocio más. Vida y negocio son dos palabras irreconciliables.
La pregunta es sencilla: ¿para qué prolongar la vida?
Los hechos son patentes en principio: el ciudadano del
imperio romano tenía una vida media menor de treinta años (aunque no nos dicen
si era tribuno o esclavo); sin embargo la edad media de duración de la vida en
el estado español se ha prolongado en 10 años durante el desarrollo de menos de
medio siglo. En los países industrializados alcanzar los 70 años es un hecho
común y edades muy superiores son frecuentes. En España entre 1975 y 1990 la
población de más de 75 años crecerá un 50%. Resulta así que la pregunta que
hemos formulado tiene una objetiva e incluso científica respuesta: sí, es un
progreso vivir más.
El problema, el truco, es que no decimos cómo se vive ni, por
supuesto, qué es vivir. Lo que está en juego es la calidad de vida, no su
duración. Los índices que se ofrecen como argumentos de valor en apoyo del
progreso médico y sus beneficios son índices cuantitativos: natalidad, edad
media de vida, tasas de morbilidad, etc. La calidad de vida, el ocio y la
felicidad sobre todo, no forman parte de los criterios de mejora asistencial.
El fácil argumento de la aplicación mecánica a la historia de
la cuarta ley de la Dialéctica con el paso de la cantidad a la cualidad queda
reservado para los visionarios del progreso científico y para los teóricos del
devenir fáctico. Bien al contrario, la realidad es la propia de un juego de
inversión de valores cuyas motivaciones nunca son cuestionadas. Se origina así,
también en el territorio sanitario, una espiral del absurdo que se nutre a sí
misma por mucho que algunos pretendan derivar de ella razones que permitan
enmendarla.
Dos hechos, de los que queremos dejar constancia, fundamentan
nuestra duda:
1) Por vez primera en el desarrollo
histórico de la especie humana, la especialización y la capacidad de las
máquinas alcanza un determinado grado en el que para la inmensa mayoría de los
hombres la situación es incontrolable. Los mecanismos de control social, la
acumulación y el uso de la información y el desarrollo armamentístico son una
realidad tocante en la ciencia ficción.
Simultáneamente y por contrapartida, volviendo al campo de la asistencia
sanitaria, el desarrollo de la tecnología de mantenimiento de las constantes
vitales posibilita hasta el absurdo la prolongación individual de la vida en el
sentido biológico (son muy conocidos los casos de estado de coma prolongado).
Tal situación no tiene relación alguna con lo que se considera vida normal en
el seno de una colectividad. Pretender que vivir es respirar con o sin ayuda,
mantener una cifra de tensión arterial y eliminar líquidos espontáneamente es
algo que planteado a nivel biológico es absolutamente cuestionable sobre todo
en función de los mismos principios que precisamente dicen dirigir la actividad
de los que defienden las actuales prácticas asistenciales: el bienestar físico,
psíquico y social.
2) Ese desarrollo tecnológico es
producto directo e inseparable de una organización social, la actual, que
nosotros debemos contemplar como sociedad industrial avanzada occidental. En
ella los valores máximos, su oxígeno, sus pilares son la producción y el
consumo. Muy lejos del utopismo científico que confía en un aumento de
producción tal que libere el trabajo y posibilite el consumo gratificante, la
realidad de todo aquel que no participa en la máquina social, es decir el que
no produce y/o el que no consume, automáticamente son anulados. Contémplese a
los niños, a los inválidos, a los que no dirigen su sexualidad a la
reproducción y a los ancianos.
No es casualidad que, hoy por hoy, y en nuestro medio, los
ancianos sólo son respetados, venerados y no abandonados en el caso de un grupo
social típicamente marginal, no productor en general y con pocas posibilidades
de consumo: los gitanos.
La realidad cotidiana en el medio urbano es la antipódica: cada
día, cientos y cientos de ancianos que han tenido el “privilegio” de superar a
sus antepasados, vegetan en unidades de cuidados intensivos, son abandonados en
los hospitales o pululan tristes por ciudades irreconocibles.
El tema sigue en pie: ¿para qué seguir viviendo? ¿el progreso
(médico) mejora la vida?
La especie humana es un producto biológico nuevo pero aún
limitado. Con conciencia de ese límite histórico conocemos hoy abundantes datos
como para poder concluir que bajo utopías científicas y macabras demagogias
asistenciales lo que se trata es de pagar con tardías reparaciones individuales
la deuda labrada a lo largo de una vida cada vez más prolongada pero más
infernal. Se genera así una absurda espiral de destrucción/reparación de
resultado imprevisible toda vez que el ritmo de crecimiento (gasto) en la
asistencia sanitaria duplica ya el ritmo de crecimiento de los recursos del
Estado.
No sería malo ir pensando en la próxima macabra jugada que
nos pueden tender a todos entre la ciencia y el estado: descentralizar la
pesada carga de la asistencia sanitaria que hasta ahora dice llevar a sus
espaldas el Estado “responsable” (“la sanidad es una obligación colectiva”).
Probablemente en el futuro próximo asistamos a una progresiva política de
desmitificación técnica y alejamiento asistencial por parte de los organismos
sanitarios estructurados, que resucite la añoranza de morir en la propia cama,
al calor de la familia, y el cuidado de los ancianos. Actitud esta inversa a la
que modernamente se ha mantenido y mantiene, consistente en maximalizar al
hospital como lugar de asistencia médica mejor por poseedor de medios técnicos
(máquinas) óptimos. La enfermedad y la muerte habían sido alejadas del hogar en
pro de la ciencia y para beneficio del cuerpo. La carestía de tal montaje los
va a devolver a su medio no por razones de eficacia, que no se cuestionan, sino por razones de gasto. Las
familias y las comunidades van a ser invitados a la sutil práctica de una especie
de bricolaje sanitario especialmente insultante porque siempre será
consecuencia de la existencia de otros niveles de asistencia y otros medios
reservados a los productores, a los jóvenes y a los poderosos; medios que,
además, seguirán perpetuando el mito de la curación. Unos financiarán lo que
solo utilizarán otros.
Es presumible que en los próximos modelos sanitarios se
descarguen costos asistenciales a expensas de renunciar al manejo ideológico de
los logros de la medicina “curativa” sino redistribuyendo las cotizaciones a
base de menguar seguros sociales en beneficio de medios asistenciales puros
que, además, se distribuirán selectivamente entre los mejor dotados.
La contradicción es irreparable: la acumulación desarrollista
y la manipulación técnica generan subproductos que no van a reencontrar
condiciones antropológicas y sociales donde poder asentarse. Entre la magia de
los Azande, los médicos descalzos chinos y este moderno bricolaje macabro hay
pasos irreversibles. Buscar soluciones no consiste en tratar de aplicar otros
modelos actuales o pasados. Los modelos no son exportables ni adaptables y la
historia no demuestra que tenga marcha atrás. Lo que surja saldrá de nuestra
propia barbarie.
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