viernes, 11 de septiembre de 2020

EL VALLE DE LÁGRIMAS DE LA COVID. EL DOLOR DE LOS AUTOCONFINADOS

 


Las restricciones a la vida promulgadas por las autoridades sanitarias significan la instauración en el mundo presente de un estado equivalente al valle de lágrimas propuesto por el cristianismo. Este descansa en el supuesto de que una vida buena está sujeta a condicionamientos y limitaciones imposibles de superar. Así, el sujeto tiene que adaptar su vida a estas en espera de terminar en el cielo, instancia en la que será recompensado con la felicidad ilimitada. De manera análoga, la crisis de la Covid remite a una suspensión provisional de la vida en espera de una vacuna que supone la factibilidad de una vida gratificante que recupere las relaciones y los placeres. En espera de este acontecimiento, la policía sanciona severamente a los impacientes, que son señalados desde los púlpitos de las nuevas iglesias de la era epidemiológica: las televisiones.


Este concepto inicialmente religioso, se encuentra presente en la atención médica como un supuesto básico de su cultura. Se trata de la propuesta de realizar sacrificios con el fin de curarse. Como soy un enfermo crónico, conozco muy bien sobre mi propia experiencia el efecto de esta premisa. En el caso de la diabetes, al ser una enfermedad incurable, desaparece el horizonte del paraíso final. Así, se piden abdicaciones permanentes para obtener resultados más modestos, que significan obstaculizar el curso de la enfermedad, es decir, no empeorar. Así se cimentan las tensiones inevitables de esta condición de paciente, que se ve obligado a una vida de renuncia a cambio de muy poco, y en la que el tratamiento es una condena perpetua sin posibilidad de revisión. La diabetes es, en sí misma, un valle de lágrimas eterno.


Esta entrada es fruto de mis indagaciones personales en estos días en Madrid, en los que crecen los contagios con el sistema sanitario en estado de clausura selectiva, la realización de test masivos en forma de circo carnavalesco y la comparecencia de Fernando Simón, el gran prestidigitador, que muestra su capacidad prodigiosa de hacer juegos con los números de la pandemia, embaucando al público  y ocultando lo sustancial de la situación. Llevo una semana desplazándome por las calles, los transportes, los bares y el espacio público, conversando con quien me lo hace posible. Mi objetivo es comprender lo que está pasando, para distanciarme de la imagen mediática, que, al estilo de Simón y los magos epidemiólogos, presentan la situación como juegos de números que suscitan el miedo y el reclamo de disciplina y castigo, en tanto que el enemigo Covid se matrimonia con los fantasmas de la ocupación y las amenazas derivadas de la guerra contra los pobres y los fragilizados en las televisiones. Mi perspectiva es entender este nuevo valle de lágrimas epidemiológico, sus malestares, sus sufrimientos y sus temores.


El concepto de valle de lágrimas es inseparable de una situación en la que las personas son ineludiblemente menospreciadas, en tanto que candidatos a pecadores, lo cual obstaculiza su feliz final, bien en la versión del cielo, o la de la sujeto vacunado. Esta subestimación de la gente es inseparable con el rango majestuoso que adquieren los poderes públicos que administran este supuesto estado de transición, detentando una preponderancia inquietante, en tanto que son dotados de la competencia de vigilar y castigar a cada cual en la dilatada espera al final jubiloso que justifique los sacrificios y las privaciones. Ellos representan el bien, encarnado en sus actuaciones en defensa  del pueblo sufriente, que contrasta con el mal, que se asienta sobre los indisciplinados, incumplidores, negacionistas y disidentes de toda índole. La Covid ha configurado a los epidemiólogos como los sucesores de Dios, dotados de un estatuto de divinidad que dictamina el destino de cada uno en el juicio final.


El valle de lágrimas resultante de la Covid, se puede definir como el conjunto de sacrificios y privaciones que tienen que experimentar los candidatos a ser infectados, mediante la restricción severa de su vida social y personal, dominada por estrictas medidas de autoprotección. Este estado personal de movilización y zozobra, genera un sufrimiento mantenido, que adquiere múltiples formas en distintas situaciones personales y contextuales. Un factor muy relevante es que este dolor es interiorizado y almacenado en el interior de la persona. Esta angustia no siempre se expresa explícitamente, queda dentro. El factor que contrapesa el desasosiego, es la esperanza de alcanzar en un tiempo relativamente breve el estatuto de sujeto vacunado, que se sobreentiende como liberado definitivamente de la amenaza de esta enfermedad fatal.


En este texto solo voy a describir los malestares de uno de los principales colectivos afectados por la amenaza. En otra entrada lo completaré aludiendo a otros. Aquellos que han padecido la infección teniendo alguna complicación, llegando a ser hospitalizados, mantienen el temor de ser infectados de nuevo y se encuentran bajo la amenaza de las secuelas, que las iglesias-televisiones del presente tratan morbosamente en sus interminables programas, con la colaboración imprescindible de los expertos que se autoproclaman como la voz autorizada de la ciencia. El estado de alarma que generan estas prácticas comunicativas es monumental. Recuerdo la aparición de algunos pinches expertos que alertan de que el bicho se transmite por vía aérea, llegando un sujeto a desplazarlo dos o más metros si grita, ríe o canta. Supongo que también si llora. Sin ánimo de dar ideas al aparato experto, me pregunto a cuántos metros puede hacerlo volar uno de Bilbao.


Entre los grupos que generan sufrimientos de mayor rango, no siempre perceptibles, destaca el de los autoconfinados, tanto mayores como gentes que tienen “patologías previas” en el lenguaje oficial. Estos son acompañados por los niños, así como por  las poblaciones peor dotadas de recursos materiales, habitacionales, relacionales y de cobertura laboral. Estas se pueden descomponer en múltiples categorías. He conversado con varias personas que me han ayudado a ratificar la idea de diversidad intensa en una población.  Las situaciones singulares proliferan desbordando las categorías sociodemográficas convencionales, así como el abanico patológico.


AUTOCONFINAMIENTO DE LOS MAYORES Y ENFERMOS


El confinamiento ha supuesto un shock monumental, que ahora empieza a destaparse visibilizando algunas de sus consecuencias. Este acontecimiento pasa inadvertido a los analistas, sumidos en la batalla de redistribución del poder político mediante la activación de la proyección de la responsabilidad al rival cuando este se asienta en el gobierno.  El encierro y la situación posterior, ha expandido exponencialmente el miedo de los mayores y los enfermos. Estos, se han atrincherado en sus domicilios y gestionan sus salidas según el modelo de la fase 1. Salen para lo imprescindible y para “tomar el aire” durante un tiempo prudencial. En sus estancias en las calles rehúyen cualquier contacto con extraños.


Este repliegue hogareño se refuerza con el consumo de la radio y  la televisión, que administran los discursos apocalípticos y los temores colectivos. Por ejemplo, cuando Pepa Bueno presenta las voces de los oyentes en su programa de la SER, el clamor punitivo alcanza su cénit. Estas poblaciones han suspendido sus vidas y se han ausentado del espacio público mediante su restricción radical de las prácticas habituales en su vida. He podido constatar el dolor sordo y mudo de varias personas en esta situación. Son los que han optado por lo que Amador Fernández Savater denomina como “vida a secas”. Se trata de sobrevivir encerrándose y renunciando a la vida. Sus lágrimas fluyen a cambio de una recompensa pírrica, que es la de prolongar esta situación. El aislamiento ha matado su alma. En algunos casos son conscientes de que sus vidas no durarán mucho, lo cual revaloriza el tiempo presente. Estos son los perdedores netos de un tiempo de vida precioso, irreparable.


El dolor de estas personas se refuerza mediante la clausura  de facto de la atención primaria y el hospital, que instaura barreras de acceso que, en su conjunto, suponen una valla o muro. Estas  son eficaces solo con ellos, infradotados en las capacidades de utilizar los teléfonos y los ordenadores. En sus salidas frecuentan las farmacias, en donde “vomitan” sus miedos y malestares a tan eficientes profesionales, que desempeñan el papel del proverbial teléfono de la esperanza. Esta situación es vivida con un gran malestar, que no se expresa en las relaciones cara a cara con los profesionales, pero que se guarda en el interior de cada persona suscitando una inequívoca aflicción. Así se va fraguando un extraño sumatorio de angustias y malestares.


En términos de cambio social, el autoconfinamiento de los viejos y los enfermos, supone la creación de un segundo espacio de internamiento análogo a las residencias, caracterizado por el apartamiento drástico de la vida social. Soy paseante asiduo de la ciudad, en la que los viejos han desaparecido contundentemente. Los poquísimos que transitan El Retiro en las mañanas se muestran hoscos y asustados. Ciertamente, los autoconfinados reciben visitas esporádicas de sus familiares, pero la pandemia los ha desalojado de la vida pública y ha establecido un régimen de racionamiento en las relaciones familiares. Una de las consecuencias de esta situación es la reconfiguración de la familia, en tanto que los mayores son encerrados y apartados de distintas formas de la vida común de esta instancia. Este problema va a aparecer en el futuro con su rango real.


Una parte de los autoconfinados no son mayores, sino portadores de lo que el dispositivo médico-epidemiológico denomina como personas con “patologías previas”. Son los cuerpos portadores de enfermedades crónicas o de cierta relevancia. Estos son apartados de la vida, y también crecientemente de la atención médica, con el argumento de que de esta forma se les protege. En términos de historia de la atención médica, esta situación supone la consumación del proceso de desmaterialización corporal, convirtiendo a muchos pacientes en historias clínicas, que son habitadas por las patologías y que pueden ser tratadas a distancia, en un nuevo régimen de deslocalización de los cuerpos de las instituciones sanitarias. Todo esto es muy peligroso, en tanto de que se trata de un malestar sumergido, pero terminará por comparecer en la superficie en formas negativas en el futuro.


Los mayores y los enfermos autoconfinados influyen en el cambio de perfiles de los contagiados, debido a su aislamiento, con la excepción fatal de los internados en las residencias, que pueden ser definidos como una extraña intersección entre el último estadio de la vida biológica y la antesala de la muerte. La terrible imagen de su traslado a las mesas electorales el día de las elecciones es elocuente, en tanto que han adquirido la condición de un cuerpo inerte que tiene que ser gobernado integralmente. Se encuentran excluidos de la mitológica telemedicina.


Los autoconfinados son el equivalente de “Los otros” en la formidable película de Amenábar. Están ahí, pero hacen poco ruido, aunque este puede llegar a ser inquietante para aquellos que no los incluyen en su mirada.

 

 


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