Las
restricciones a la vida promulgadas por las autoridades sanitarias significan
la instauración en el mundo presente de un estado equivalente al valle de lágrimas propuesto por el
cristianismo. Este descansa en el supuesto de que una vida buena está sujeta a
condicionamientos y limitaciones imposibles de superar. Así, el sujeto tiene
que adaptar su vida a estas en espera de terminar en el cielo, instancia en la
que será recompensado con la felicidad ilimitada. De manera análoga, la crisis
de la Covid remite a una suspensión provisional de la vida en espera de una
vacuna que supone la factibilidad de una vida gratificante que recupere las
relaciones y los placeres. En espera de este acontecimiento, la policía
sanciona severamente a los impacientes, que son señalados desde los púlpitos de
las nuevas iglesias de la era epidemiológica: las televisiones.
Este
concepto inicialmente religioso, se encuentra presente en la atención médica
como un supuesto básico de su cultura. Se trata de la propuesta de realizar
sacrificios con el fin de curarse. Como soy un enfermo crónico, conozco muy
bien sobre mi propia experiencia el efecto de esta premisa. En el caso de la
diabetes, al ser una enfermedad incurable, desaparece el horizonte del paraíso
final. Así, se piden abdicaciones permanentes para obtener resultados más
modestos, que significan obstaculizar el curso de la enfermedad, es decir, no
empeorar. Así se cimentan las tensiones inevitables de esta condición de
paciente, que se ve obligado a una vida de renuncia a cambio de muy poco, y en
la que el tratamiento es una condena perpetua sin posibilidad de revisión. La
diabetes es, en sí misma, un valle de lágrimas eterno.
Esta entrada
es fruto de mis indagaciones personales en estos días en Madrid, en los que
crecen los contagios con el sistema sanitario en estado de clausura selectiva,
la realización de test masivos en forma de circo carnavalesco y la
comparecencia de Fernando Simón, el gran prestidigitador, que muestra su
capacidad prodigiosa de hacer juegos con los números de la pandemia, embaucando
al público y ocultando lo sustancial de
la situación. Llevo una semana desplazándome por las calles, los transportes,
los bares y el espacio público, conversando con quien me lo hace posible. Mi
objetivo es comprender lo que está pasando, para distanciarme de la imagen
mediática, que, al estilo de Simón y los magos epidemiólogos, presentan la
situación como juegos de números que suscitan el miedo y el reclamo de
disciplina y castigo, en tanto que el enemigo Covid se matrimonia con los
fantasmas de la ocupación y las amenazas derivadas de la guerra contra los
pobres y los fragilizados en las televisiones. Mi perspectiva es entender este
nuevo valle de lágrimas
epidemiológico, sus malestares, sus sufrimientos y sus temores.
El concepto
de valle de lágrimas es inseparable
de una situación en la que las personas son ineludiblemente menospreciadas, en
tanto que candidatos a pecadores, lo cual obstaculiza su feliz final, bien en
la versión del cielo, o la de la sujeto vacunado. Esta subestimación de la
gente es inseparable con el rango majestuoso que adquieren los poderes públicos
que administran este supuesto estado de transición, detentando una
preponderancia inquietante, en tanto que son dotados de la competencia de
vigilar y castigar a cada cual en la dilatada espera al final jubiloso que
justifique los sacrificios y las privaciones. Ellos representan el bien,
encarnado en sus actuaciones en defensa
del pueblo sufriente, que contrasta con el mal, que se asienta sobre los
indisciplinados, incumplidores, negacionistas y disidentes de toda índole. La
Covid ha configurado a los epidemiólogos como los sucesores de Dios, dotados de
un estatuto de divinidad que dictamina el destino de cada uno en el juicio
final.
El valle de
lágrimas resultante de la Covid, se puede definir como el conjunto de
sacrificios y privaciones que tienen que experimentar los candidatos a ser
infectados, mediante la restricción severa de su vida social y personal,
dominada por estrictas medidas de autoprotección. Este estado personal de
movilización y zozobra, genera un sufrimiento mantenido, que adquiere múltiples
formas en distintas situaciones personales y contextuales. Un factor muy
relevante es que este dolor es interiorizado y almacenado en el interior de la
persona. Esta angustia no siempre se expresa explícitamente, queda dentro. El
factor que contrapesa el desasosiego, es la esperanza de alcanzar en un tiempo
relativamente breve el estatuto de sujeto vacunado, que se sobreentiende como
liberado definitivamente de la amenaza de esta enfermedad fatal.
En este
texto solo voy a describir los malestares de uno de los principales colectivos
afectados por la amenaza. En otra entrada lo completaré aludiendo a otros.
Aquellos que han padecido la infección teniendo alguna complicación, llegando a
ser hospitalizados, mantienen el temor de ser infectados de nuevo y se
encuentran bajo la amenaza de las secuelas, que las iglesias-televisiones del
presente tratan morbosamente en sus interminables programas, con la
colaboración imprescindible de los expertos que se autoproclaman como la voz
autorizada de la ciencia. El estado de alarma que generan estas prácticas
comunicativas es monumental. Recuerdo la aparición de algunos pinches expertos
que alertan de que el bicho se transmite por vía aérea, llegando un sujeto a
desplazarlo dos o más metros si grita, ríe o canta. Supongo que también si
llora. Sin ánimo de dar ideas al aparato experto, me pregunto a cuántos metros
puede hacerlo volar uno de Bilbao.
Entre los
grupos que generan sufrimientos de mayor rango, no siempre perceptibles, destaca
el de los autoconfinados, tanto mayores como gentes que tienen “patologías
previas” en el lenguaje oficial. Estos son acompañados por los niños, así como
por las poblaciones peor dotadas de
recursos materiales, habitacionales, relacionales y de cobertura laboral. Estas
se pueden descomponer en múltiples categorías. He conversado con varias
personas que me han ayudado a ratificar la idea de diversidad intensa en una
población. Las situaciones singulares
proliferan desbordando las categorías sociodemográficas convencionales, así
como el abanico patológico.
AUTOCONFINAMIENTO DE LOS MAYORES Y
ENFERMOS
El
confinamiento ha supuesto un shock monumental, que ahora empieza a destaparse
visibilizando algunas de sus consecuencias. Este acontecimiento pasa
inadvertido a los analistas, sumidos en la batalla de redistribución del poder
político mediante la activación de la proyección de la responsabilidad al rival
cuando este se asienta en el gobierno.
El encierro y la situación posterior, ha expandido exponencialmente el
miedo de los mayores y los enfermos. Estos, se han atrincherado en sus
domicilios y gestionan sus salidas según el modelo de la fase 1. Salen para lo
imprescindible y para “tomar el aire” durante un tiempo prudencial. En sus
estancias en las calles rehúyen cualquier contacto con extraños.
Este
repliegue hogareño se refuerza con el consumo de la radio y la televisión, que administran los discursos
apocalípticos y los temores colectivos. Por ejemplo, cuando Pepa Bueno presenta
las voces de los oyentes en su programa de la SER, el clamor punitivo alcanza
su cénit. Estas poblaciones han suspendido sus vidas y se han ausentado del
espacio público mediante su restricción radical de las prácticas habituales en
su vida. He podido constatar el dolor sordo y mudo de varias personas en esta situación.
Son los que han optado por lo que Amador Fernández Savater denomina como “vida
a secas”. Se trata de sobrevivir encerrándose y renunciando a la vida. Sus
lágrimas fluyen a cambio de una recompensa pírrica, que es la de prolongar esta
situación. El aislamiento ha matado su alma. En algunos casos son conscientes
de que sus vidas no durarán mucho, lo cual revaloriza el tiempo presente. Estos
son los perdedores netos de un tiempo de vida precioso, irreparable.
El dolor de
estas personas se refuerza mediante la clausura de facto de la atención primaria y el
hospital, que instaura barreras de acceso que, en su conjunto, suponen una
valla o muro. Estas son eficaces solo con
ellos, infradotados en las capacidades de utilizar los teléfonos y los ordenadores.
En sus salidas frecuentan las farmacias, en donde “vomitan” sus miedos y
malestares a tan eficientes profesionales, que desempeñan el papel del
proverbial teléfono de la esperanza. Esta situación es vivida con un gran
malestar, que no se expresa en las relaciones cara a cara con los
profesionales, pero que se guarda en el interior de cada persona suscitando una
inequívoca aflicción. Así se va fraguando un extraño sumatorio de angustias y
malestares.
En términos
de cambio social, el autoconfinamiento de los viejos y los enfermos, supone la
creación de un segundo espacio de internamiento análogo a las residencias,
caracterizado por el apartamiento drástico de la vida social. Soy paseante
asiduo de la ciudad, en la que los viejos han desaparecido contundentemente.
Los poquísimos que transitan El Retiro en las mañanas se muestran hoscos y
asustados. Ciertamente, los autoconfinados reciben visitas esporádicas de sus
familiares, pero la pandemia los ha desalojado de la vida pública y ha
establecido un régimen de racionamiento en las relaciones familiares. Una de
las consecuencias de esta situación es la reconfiguración de la familia, en
tanto que los mayores son encerrados y apartados de distintas formas de la vida
común de esta instancia. Este problema va a aparecer en el futuro con su rango
real.
Una parte de
los autoconfinados no son mayores, sino portadores de lo que el dispositivo
médico-epidemiológico denomina como personas con “patologías previas”. Son los
cuerpos portadores de enfermedades crónicas o de cierta relevancia. Estos son
apartados de la vida, y también crecientemente de la atención médica, con el
argumento de que de esta forma se les protege. En términos de historia de la
atención médica, esta situación supone la consumación del proceso de desmaterialización
corporal, convirtiendo a muchos pacientes en historias clínicas, que son
habitadas por las patologías y que pueden ser tratadas a distancia, en un nuevo
régimen de deslocalización de los cuerpos de las instituciones sanitarias. Todo
esto es muy peligroso, en tanto de que se trata de un malestar sumergido, pero
terminará por comparecer en la superficie en formas negativas en el futuro.
Los mayores
y los enfermos autoconfinados influyen en el cambio de perfiles de los
contagiados, debido a su aislamiento, con la excepción fatal de los internados
en las residencias, que pueden ser definidos como una extraña intersección
entre el último estadio de la vida biológica y la antesala de la muerte. La
terrible imagen de su traslado a las mesas electorales el día de las elecciones
es elocuente, en tanto que han adquirido la condición de un cuerpo inerte que
tiene que ser gobernado integralmente. Se encuentran excluidos de la mitológica
telemedicina.
Los
autoconfinados son el equivalente de “Los otros” en la formidable película de
Amenábar. Están ahí, pero hacen poco ruido, aunque este puede llegar a ser
inquietante para aquellos que no los incluyen en su mirada.
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