La irrupción
de la Covid ha significado el ascenso a los cielos estatales y mediáticos de la
salud, de los médicos y de los epidemiólogos. Sus tradicionales fronteras
sectoriales han sido abiertas por el efecto del virus y la pandemia. Así, los
epidemiólogos, virólogos, especialistas en emergencias y urgencias, así como
otras especies médicas, se hacen ubicuos en las televisiones y en las comparecencias
de los próceres estatales, que son escoltados por tan eminentes expertos. La
vida, gira ahora en torno a los discursos epidemiológicos, que se ubican en el
prime time de la programación, que adquiere una preponderancia especial debido
al confinamiento y sus sucesivas metamorfosis, que refuerzan el encierro
doméstico en el hogar, que es entendido como la sede de la recepción mediática
audiovisual.
El salto
prodigioso de la salud, que termina instalándose en el centro de las agendas
públicas, suscita un optimismo y una euforia desmesurada entre no pocos
sectores de la profesión médica. Las decisiones de gobierno son determinadas
por la situación de salud y la vida corriente es limitada desde los supuestos
del dispositivo epidemiológico. No es de extrañar que, aprovechando esta
circunstancia, las medidas se hayan dirigido también contra los fumadores, que
representan un papel esencial como demonio en el imaginario salubrista. Pero,
tras este aparente milagro de asignación de experticia, se esconde una realidad
más enrevesada, que pone de manifiesto la potencialidad de las fuerzas de gobierno,
que se sobreponen sobre esta sobrevenida clase de expertos.
El
artificioso éxito de los expertos en salud, encubre una intensificación en el
proceso de proletarización de los profesionales y de subordinación del aparato
asistencial a la industria, que ahora adquiere el rostro de los test, los tratamientos
y las vacunas. Dios y el diablo se unifican en este viaje del sistema
sanitario. La potencialidad del dispositivo del gobierno de las sociedades del
presente - que no es el gobierno político, sino los dispositivos corporativos,
industriales, de comunicación y de producción de saber- es de tal magnitud, que
es capaz de absorber, reformular y reconducir cualquier proyecto sectorial. Lo
que está ocurriendo es precisamente eso. Estamos asistiendo a la capitalización
de los dispositivos de salud por un sólido proyecto de gobierno de lo social.
Así, la pandemia y sus respuestas se inscriben en un movimiento de rango mayor,
este es el de la construcción de una nueva gubernamentalidad autoritaria y de
una sociedad dócil, asustada y dependiente.
La
omnipresencia de la imagen de los expertos de la salud, acompañada de sus
discursos sanitaristas, es reinterpretada por los operadores mediáticos, mucho
más competentes en el arte de la comunicación audiovisual. El resultado de esta
subordinación médica es manifiesto. Los resultados de la evolución de la
pandemia son pésimos, en tanto que se consolida la obediencia a las autoridades
y la renuncia a su control. Se confirma que -como dicen los políticos- el
pueblo se está portando admirablemente. Sí, la obediencia voluntaria, la
delegación en los expertos, la conformidad con la presencia y actuación
policial omnímoda, la intensificación de la autoridad de la televisión y la
ausencia de control a las autoridades, ha ganado muchos enteros en estos meses.
Mientras tanto, crecen exponencialmente los contagiados, los hospitalizados,
los ingresados en la antesala del cielo –las UCI- y los fallecidos aumentan.
El ilustre
consejero de Salud de Madrid afirma que la situación está controlada. Y tiene
razón, porque no es tanto la situación de salud lo que importa, sino la orgía
de control sobre una sociedad manifiestamente sumisa. Otro indicador esencial
acerca de la supremacía de la constitución de una nueva forma autoritaria de gobierno
sobre el control de la pandemia, es, precisamente, la ausencia de acciones de
los gobiernos para reforzar el dispositivo sanitario. Admiro la intuición de
Mónica Lalanda, que empieza a atisbar en sus inteligentes dibujos qué es lo que
viene tras el ciclo de aplausos. La posibilidad de que la multitud aterrorizada
termine por señalar como chivo expiatorio a los médicos, es cada vez más
verosímil. El cierre de facto de los centros de salud ha desplazado a una parte
de los adictos a la asistencia a las farmacias,
que no pueden eludirlos, pero sí transformar sus demandas en productos
tangibles rellenando el vacío de autoridad profesional.
El
dispositivo político-mediático transforma las intervenciones de los nuevos
expertos según sus propias reglas operativas y de construcción del sentido. Así
modifica radicalmente la significación de los discursos epidemiológicos. Estos
son subordinados a las lógicas de la competición partidaria permanente y
encarnizada, ahora agudizada por la pandemia, que otorga un púlpito mediático
desmedido al huésped del gobierno, que tiene la posibilidad de ejercer como
caudillo simbólico frente a la amenaza del enemigo escondido. El sistema
político español es insostenible, en tanto que suscita irremediablemente una
competición total entre los partidos, que excluye cualquier colaboración. Así,
los malos resultados son atribuidos a quien se encuentre en uno de los
gobiernos del laberinto estatal, autonómico y municipal. En este cuadro,
ejercer como presidente implica una cuota mediática especial, la capitalización
del poder experto, la dirección de las fuerzas del orden público y la gestión
del miedo. Así, formular una objeción en Madrid implica ser expulsado al
territorio de la izquierda, al igual que criticar cualquier actuación del
gobierno, que comporta la etiqueta de facha.
Pensar de
este modo representa una perversidad fatal. La inteligencia es cercada por el
torrente de rivalidades, vetos, condenas, identificaciones emocionales y
lealtades incondicionales. La infantilización es irremediable, alcanzando una
intensidad insólita. En esta apoteosis de lo absurdo reina el principio de
totalidad, que se recombina fatalmente con el de adhesión ilimitada. La vida
política deviene irrespirable y letal para la inteligencia. Los nuevos expertos
son objeto de este juego aciago, siéndoles asignadas etiquetas de bloque que
suscitan condenas morales.
El caso de
Fernando Simón es paradigmático. Ha sido construido como el maligno por la
derecha política, social y mediática. Sobre el mismo se concentran múltiples
descalificaciones, que se fundan en el principio de totalidad y avalan una
descalificación absoluta. Ser crítico con las actuaciones de Simón, en un grado
severo, tal y como es mi posición personal, no es comprendido en este entorno en
el que coexisten flujos de veneno letal que se entrecruzan mutuamente,
cimentando así la política del bloque sin grietas. En este escenario, el
destino de cualquier persona independiente que construya sus propios
posicionamientos, es el de ser designado mediante la traición, la quinta
columna, u otras retóricas guerreras.
El resultado
de este desvarío político y técnico, es que las estrategias enunciadas desde
las coordenadas estrictamente sanitaristas, son adulteradas por las lecturas
que las reinterpretan desde la perspectiva del sistema político infantilizado.
Así terminan inexorablemente en el juego de guiñoles que lo representa. Cada
experto sanitario tiende a ser caricaturizado y su aportación desustanciada en
el proceso de traducción a la lógica del guiñol. Cuando el experto de turno
tiene una visión sanitarista y ajena al meollo de la cuestión, el resultado es
patético. Así, los distintos expertos son manipulados siendo utilizados como la
munición contra el gobierno de turno, siendo capitalizados para la defensa de
una posición en esa tragicomedia. Los
resultados de la pandemia, en términos
de víctimas, importan menos en esta función, en tanto que el Covid comenzó
siendo relativamente universal, para transitar hacia su arraigo selectivo en
poblaciones más débiles, en tanto que los privilegiados fortifican sus espacios
y sus mundos.
Este proceso de transformación de los discursos expertos, se asienta en el territorio en el que tiene lugar la competición política, que son los medios de comunicación. La primera consecuencia es que, al ser absorbidos y reformulados, son inscritos en el soporte en el que se desarrolla tan cruento combate, el circo. Así, el circo epidemiológico se asienta junto a los circos políticos y mediáticos para cumplir su suprema función de animación del público, que termina adoptando el papel de espectador, unidad muestral –que es un ingrediente en la cocina de la opinión pública- y votante. En este circo epidemiológico se representa la caricatura del bien, que es imposible mostrar sin visibilizar su contrapartida: el mal. De ahí la construcción mediática del negacionista, que representa el peligro supremo de multiplicación de la infección. Sobre los negacionistas se expulsan todos los temores no racionalizados. Así se constituye un enemigo simbólico que desempeña un papel en esta función un papel mucho mayor de lo que representa en la sociedad. Pero el guion exige un malo para reforzar la cohesión, disciplina y obediencia.
El circo
epidemiológico presenta sus rigurosas analogías con el circo como institución
proverbial. Este es un espectáculo presentado en pistas, que son circulares
para favorecer la visualización del público. En él, tienen lugar varias
actividades simultáneas, lo que proporciona un dinamismo acentuado a la función.
Allí actúan acróbatas, contorsionistas, escapistas, forzudos, hombres bala,
magos, malabaristas, mimos, monociclistas, payasos, titiriteros, tragafuegos,
tragasables, trapecistas, ventrílocuos y otras especies. Todos están dotados en
las competencias escénicas necesarias para magnificar sus actuaciones y
estimular a los públicos presentes, cultivando el arte del impacto. La sorpresa
es la clave de este show, cuyo objetivo es cautivar a los asistentes.
El circo
político se instaura como espectáculo asentado sobre varias pantallas y redes
sociales simultáneas. Sus finalidades específicas son las de aumentar la
influencia sobre los espectadores, que terminan por votar, reconfigurando el
escenario y el guion de la función. Esta modalidad es permanente, entrelazando
sus actuaciones en una secuencia temporal indefinida. Sus actores adoptan los
roles propios del circo convencional, con el predominio de los acróbatas, los
tragadores, los malabaristas, los payasos y los forzudos. La consumación de
este circo determina que una competencia esencial de los actores sea el estar
bien dotados en las artes circenses. Las retrasmisiones de los grandes
acontecimientos se realizan sobre estos códigos, lo cual determina que
destaquen aquellos que estén bien dotados para la caricatura.
El circo
epidemiológico se integra en este espectáculo. En su corto espacio de vida, ya
ha generado sus personajes-oscar, como Fernando Simón, sus frikis malos, como
Miguel Bosé, así como distintas especies de médicos que van aprendiendo a
desempeñarse en distintos papeles en la función del miedo. Ya se puede
identificar a la primera generación de personajes del circo epidemiológico, que
todavía se mantienen en su presentación como expertos impersonales, pero que
son transformados mediante su reintegración en el espectáculo regentado por la
figura insigne del realizador. Sus intervenciones remiten a aspectos
sanitaristas, pero la función se sobrepone a esa perspectiva, centrándose, bien
en la redistribución del poder político, bien en el refuerzo de una nueva
sociedad del control, dotada de potentes mecanismos de coerción, y en la que
cada cual no está asentado sobre un suelo estable. Los novísimos actores
circenses están encantados por el descubrimiento de tan prodigioso espectáculo.
De ahí que los malos resultados de la pandemia pasen inexorablemente a segundo
plano.
1 comentario:
Javier Padilla y cpñia. son para fiarse,
aunque es cierto queel marco es de espectáculo, banalidad del mal ycldo decultivo total para un nuevo fascismo
ana
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