En abril de
2017 publiqué en este blog un texto crítico con la deriva que estaba
adquiriendo la salud, considerada, no de modo aislado, sino integrada en el
paquete básico del estilo de vida en las nuevas sociedades de control. Su
título es “Más limpios, más sanos, mástontos”. En este post evocaba la figura insigne de Moncho Alpuente, una
persona que siempre defendió la buena vida, que en su generación fue perseguida
por el franquismo. De ahí la importancia que atribuimos a la misma las gentes
de aquella generación obligatoriamente bífida. Este es uno de los post más
visitados de este blog.
El Covid ha
irrumpido poniendo de manifiesto la importancia de la protección de la salud,
reforzando así el vector autoritario de la salud imperativa. Esta es la
oportunidad de las castas que entienden la salud como la obediencia estricta a
las normas puritanas que limitan la vida cotidiana, así como la
autoprogramación para mantenerse longevo, entendiendo esto como un fin superior.
El nuevo estado epidemiológico subordina las vidas a la epopeya de vencer al
virus. Así se revalorizan los controles, las sanciones y las coerciones sobre
las personas. Estas prácticas tienen cierto fundamento, en tanto el peligro de
infección es factible.
El problema
de fondo tras la irrupción del Covid, radica en que el nuevo poder salubrista
fundado en sus sacerdotes y sus soldados, recurre a prohibir prácticas sociales
y hedonistas, sancionando a los incumplidores, señalados como irresponsables.
Desde mi perspectiva, sin negar la amenaza y las limitaciones inevitables de
las vidas, el problema estriba en determinar qué prácticas gratificantes
podemos conservar y en qué condiciones podemos realizarlas. Esta es una
definición completamente distinta al del poder pastoral epidemiológico, que
toma una deriva inquietante.
La
prohibición de fumar en el espacio público, que comienza en Galicia y se
extiende como una mancha de aceite por las autonomías, en tanto que los poderes
políticos se encuentran en una situación de ceguera, multiplicada por los
imperativos de la competencia política, que llegan a un nivel cómico en la
atribución de los muertos al contrario. La escalada que anuncia esta
prohibición es inquietante. La realidad vivida comienza a adquirir un tinte de
tragedia, en tanto que la multiplicación de prohibiciones y castigos bloquea la
factibilidad de vivir. En esta situación, la autodeterminación de las personas
adquiere el nivel cero.
Por esta
razón he decidido que es pertinente volver a publicar este texto, en el que se
analizan los engranajes del concepto industrial de la buena vida. Coincido a
veces con el arquetipo personal de esta galaxia en las colas de los
supermercados. Su cesta de la compra indica una vigilancia sobre sí mismo y un
concepto de cuerpo sano desmesurados, que solo puede equiparase con su
desprecio por los demás y su rechazo a los fracasados
en la noble tarea de estar sano en esta perspectiva.
MÁS LIMPIOS, MÁS SANOS, MÁS TONTOS
En los
últimos años se evidencia una revalorización de la salud positiva, la cual se
muestra en todos los espacios públicos por parte de una legión de conversos que
muestran su devoción a los sagrados preceptos que la inspiran. Pero esta
emergencia de la salud no es un fenómeno aislado o ubicado en este ámbito
parcial. Por el contrario, forma parte del paquete integrado que conforma las
nuevas sociedades postdisciplinarias y de control. La salud perfecta es una
parte sustancial de la creación de un sujeto que interioriza los imperativos de
tan condición, desarrollando una vida sana de la que se siente responsable y
protagonista. Tal vida implica la autovigilancia intensa y permanente; la
posesión de un cuerpo trabajado que funciona como un referente individual; la
adhesión a las normas de cuerpo y vida imperantes, y el desarrollo de un
repertorio de prácticas que favorezcan el estado de salud. Toda la vida
cotidiana se subordina a la gestión óptima de uno mismo y a su expresión social
en el espacio público.
La explosión
de la salud asociada a la vida buena saludable implica dependencias nuevas. Ya
no son solo los médicos convencionales, aún a pesar de su reconversión hacia la
asistencia al buen cuerpo, a la nutrición, al ejercicio y al mantenimiento del
mismo para retrasar el envejecimiento. Junto a estos, emergen múltiples
expertos en todas las áreas que conforman la nueva salud. Pero la dependencia
creciente en estos radica en que no es obligatorio acudir a sus servicios, de
modo que la relación con los mismos implica una secuencia de interacciones en
la que el experto debe conquistar y mantener su preponderancia en el vínculo.
La institución de la terapia se impone sobre la vieja medicina, detentando la
hegemonía en las relaciones orientadas a la maximización de la salud.
La
emergencia de la nueva salud se funda principalmente en la ocupación por los
activistas de todos los espacios públicos; en la exposición permanente en las
televisiones de los cuerpos trabajados de los adictos; en la adopción de las
filosofías positivas por parte de los especialistas que tratan a los enfermos
graves, banalizando lo patológico hasta extremos insólitos; en la condena moral
a los incumplidores, a los enfermos irreversibles y a los ancianos
irrecuperables, y también la reconversión terapéutica del estado postfordista.
La salud perfecta se inscribe en la narrativa de progreso que acompaña a estas
sociedades. El bienestar físico constituye el núcleo de la buena vida. El
complejo de industrias y profesiones que lo inspiran se desarrollan
impetuosamente. Las bioindustrias que producen los remedios adquieren un
protagonismo incuestionable, así como los científicos que trabajan en sus
productos prodigiosos. Los médicos son desplazados al segundo puesto en el
ranking de la felicidad.
Pero, junto
al optimismo delirante derivado de la expansión de la salud perfecta, se
multiplican las enfermedades, las dolencias, las incapacidades y los
malestares. La sociedad enferma crece paralelamente a los atletas de la buena
salud. La asistencia médica se multiplica ante esta realidad sórdida. Los malestares
de los pacientes múltiples son ocultados en los medios frente a la atención que
suscitan los legionarios del cuerpo y la salud. Los políticos, los empresarios
de moda, los científicos de guardia, los actores de las series de la seducción
de hoy, así como otras especies que anidan en las pantallas, muestran su estilo
de vida sano. Las marchas matinales televisadas del señor Rajoy
adquieren un tono patético, al ser tomadas como materiales de referencia para
narrar la actualidad.
La nueva
salud imperativa requiere la adhesión activa a sus normas y prácticas. Así
conlleva un modelo de autodisciplina extrema y una renuncia a muchas de los
placeres de la vida, que son administrados y racionalizados como excepciones en
dosis minúsculas que garanticen la conservación de la salud, propiedad que es
imprescindible maximizar. Pero, junto al nuevo ascetismo asociado al sacrificio
de la novísima buena vida saludable, tiene lugar una explosión de su reverso
nocturno. En los tiempos de excepción de vacaciones y fines de semana se
constituyen espacios colectivos en donde los congregados compensan el rigorismo
de la buena salud con múltiples prácticas hedonistas que terminan en la
frontera de lo autodestructivo. Este mundo paradójico se expresa en los locales
nocturnos en los que está prohibido fumar, pero en los que el consumo de
alcohol adquiere una intensidad insólita, siempre acompañado de un repertorio
programado de estímulos y drogas que se recombinan entre sí en los climas
eufóricos en que se producen.
La explosión
de la buena salud desposee gradualmente a grandes contingentes de personas de
algunas de las cosas que hacían vivible la vida. Así, el tabaco, el vino,
algunos alimentos deliciosos, el sexo espontáneo y la calma cotidiana,
adquieren el estatuto de la sospecha o la condena. Pero la multiplicación de
los fundamentalismos asociados a la mística de la salud, no impiden que grandes
contingentes de personas experimenten gratificaciones que compensan los
estragos producidos en la vida por la epidemia de la salud. En particular la
motorización representa un momento en la vida diaria de repliegue a una cabina
cerrada en donde no rigen las normas sociales. Así se conforma un espacio de
huida a un lugar confortable que termina en una adicción compensatoria frente
al estado de movilización colectiva impulsado por la salud perfecta y su
repertorio de conminaciones y reglamentaciones.
En 1988
Moncho Alpuente publicó un libro en Arnao Ediciones, que con el título “Solo
para fumadores”, incluía varios trabajos que expresaban la resistencia ante la
gran explosión de la salud, que invadía todas las esferas de la vida mediante
un catálogo de prescripciones salubristas fundados en la condena de los
“factores de riesgo”, siempre asociados a distintas prácticas sociales. Su obra
expresa la resistencia de los desahuciados por el vendaval de la salud. Uno de
los trabajos se denomina precisamente “Más limpios, más sanos, más
tontos”. Reproduzco una parte del texto en tanto que desde la
perspectiva que otorga el presente puede estimular la reflexión y las distintas
interpretaciones susceptibles de definir este fenómeno epidémico.
“ El
joven del año 2000 correrá al menos una vez al mes en multitudinarias maratones
populares; se alimentará de salvado, avena, alfalfa y otros piensos naturales;
beberá zumos de frutas y derivados lácteos; acudirá al trote ligero a su centro
de trabajo; será monógamo, abstemio y no fumador, y en sus ideas políticas se
mostrará moderado, pragmático, conservador y liberal.
Detestará
las emociones fuertes y los cambios de ritmo imprevistos; tendrá los dos pies
sobre el suelo, y cultivará con celo su cuenta de ahorros. La salud y el dinero
serán sus valores supremos; en el sexo preferirá la fecundación in vitro y los
embriones congelados; será narcisista e individualista dentro de un orden,
firme partidario de los mecanismos de control social; amará la regla frente a
la excepción; desconfiará de los rebeldes y de los profetas, y rendirá culto a
los sondeos y pleitesía a las estadísticas.
El éxito
profesional será su meta, y su carrera hacia la cumbre la realizará en
solitario y mostrando los dientes a sus adversarios; no tendrá compañeros sino
competidores, y su participación en movimientos de tipo reivindicativo se
limitará a la defensa del salario y puesto de trabajo siempre amparado en el
anonimato de una mayoría confortable. Será tibio en cuestiones religiosas,
ambiguo en temas políticos, agnóstico en materias sexuales y ecléctico en
gustos artísticos, que obedecerán a los criterios mayoritarios”.
El texto
evidencia la relación de la salud positiva con el paquete en la que se
encuentra integrada. Se trata de la fabricación de un sujeto que entienda la
vida como un conjunto de programaciones articuladas mutuamente, todas ellas
sujetas a la observación y medición, lo cual permite su control. No he podido
evitar una sonrisa al transcribirlo, pues yo mismo, ahora en 2017, estoy
tomando germinados de alfalfa en mis ensaladas. Los momentos desprogramados y
placenteros de la vida diaria, en los que las pequeñas maravillas de la vida
pueden aparecer, dando lugar a sorbos de bienestar, son reintegrados en una
programación racionalizada cuyo objetivo es la optimización de la salud.
El título
del texto, que equipara el cuerpo limpio forjado por obligaciones y la salud
suprema con la condición de tontos, me parece sugerente. Los contingentes de
jóvenes de distintas generaciones que conforman el núcleo de la movilización
por la salud positiva, se encuentran desplazados a una educación forzada de
temporalidad sin fin que antecede a su relegación laboral. Se trata de un grupo
crecientemente marginado en las empresas y las organizaciones. Las tasas de
subempleo y desempleo, así como sus condiciones de vida representan un
retroceso con respecto a las de las generaciones anteriores.
Un requisito
para que este retroceso social sea efectivo es la multiplicación de los tontos
que es la consecuencia del paquete integrado de la sociedad emergente de la
salud perfecta y el nuevo control social. En este el sujeto (sano) se
emancipa de lo colectivo, representado por un conjunto de instituciones, que
pierden su generalidad para transformarse en haces de relaciones en las que
participa directamente. La disolución de las viejas instituciones es la condición
necesaria para la individuación de la que resulta el sujeto sano y relegado en
cuestiones fundamentales de lo común y colectivo. En esta situación, aquellos
que agotan sus energías en la gestión óptima del sí mismo liberándose de lo
colectivo, devienen inevitablemente en una rica gama de tontos. Mi sentencia es
favorable a la propuesta de Moncho Alpuente: Sí, más limpios y
sanos, pero más tontos.
Vivo entre
portadores de cuerpos sanos ajenos a las instituciones. Por eso es inevitable
el recuerdo de Moncho Alpuente. En este mismo libro, uno de sus textos
“Pesadilla light” describe agudamente algunas personas y contextos de la nueva
salud incompatibles con cualquier inteligencia. Como paseante empedernido me
encuentro con los caminantes programados múltiples, en cuyas marchas ha
desaparecido cualquier dimensión gratificante asociada a los sentidos. Son los
cronometrados, los que cuentan calorías, pasos y otras especies. Me inquieta
interrogarme acerca de sus mentes.
En las
palabras de Moncho " Alrededor de la zona acotada pupulaban niños
rubios y adolescentes esbeltas, atletas musculosos, amas de casa con atuendo
deportivo y jubilados sonrientes de trotecillo corto y sonrisa beatífica;
grupos de disciplinados gimnastas repetían infatigablemente sus tablas de
ejercicios bajo la supervisión de monitores expertos, se escuchaban a través de
altavoces cuidadosamente disimulados entre las frondas que, a breves
intervalos, repetían las consignas del Ministerio de Salud Pública --nadie
quiere a los gordos, Aprenda a respirar correctamente. Salud es belleza. Un
cuerpo para toda una vida...--".
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