En cuanto
al poder disciplinario, se ejerce haciéndose invisible; en cambio impone a
aquellos a quienes somete un principio de visibilidad obligatorio
Michael
Foucault
Tras el
férreo confinamiento, la desescalada genera una situación de creciente
expansión del Covid. Este acontecimiento genera perplejidad creciente en el
complejo de las autoridades, los profesionales sanitarios y los medios de
comunicación. La respuesta consiste en una escalada de medidas coercitivas para
aislar los focos de contagio. Pero el problema de fondo estriba en que este
complejo estatal, epidemiológico y mediático, se sustenta en paradigmas que
impiden comprender a la población. El estado de ebriedad de autoridad que reportó el confinamiento, en el que las
autoridades se percibieron como propietarias de la población, ha tenido efectos
demoledores, en tanto que pone de manifiesto el aprendizaje cero de las mismas.
La aparente obediencia y las concentraciones en los balcones para batir las
manos para ratificar la gloria de los vencedores, oculta una realidad difícil
de descifrar.
La razón
epidemiológica, entiende a las personas como cuerpos portadores de variables
patológicas y sociodemográficas. Así, cada cual es entendido como el efecto
pasivo de sus variables de posición en una estructura arbitraria, constituida
por los gestores de la población. Una persona, es un hombre o mujer, de tal
edad, de un nivel de estudios y renta, situación familiar y nivel de salud,
especificado en las categorías diagnósticas establecidas por tan insigne
comunidad científica. Se sobreentiende que las prácticas sociales de un sujeto
se encuentran determinadas por su posición como portador de variables que lo
homologan a otros, conformando paquetes de personas listos para su gestión
Desde esta
perspectiva, no es inteligible el comportamiento de muchos contingentes de
personas, que son sentenciadas mediante la adscripción de la etiqueta de
irresponsables. La multiplicación de las poblaciones irresponsables, desborda
los esquemas cognitivos de tan piadosos y racionales miembros de esta comunidad
científica, que simultanea su ascenso a la cúpula del estado, con las cegueras
derivadas de los paradigmas científicos que los referencian, que entienden
restrictivamente lo social, liberándolo de las determinaciones que conforman
los comportamientos y las prácticas sociales.
La
ineficacia de la gestión del Covid implica la intensificación de un proceso de
construcción de la culpabilidad, que es transferida principalmente a los
jóvenes y al ocio nocturno, aún a pesar de que los contagios identificados procedentes
de esta esfera representan apenas un tercio del total. El mundo del trabajo, el
transporte público masificado y los actos sociales y familiares son eximidos,
hasta ahora, de cualquier responsabilidad. La percepción selectiva del
dispositivo gubernamental es prodigiosa, en tanto que penaliza las prácticas
nocturnas de los jóvenes locales, al tiempo que presiona a favor del turismo
internacional, que como es sabido cultiva las noches dionisíacas sin
contemplaciones.
En este
contexto tiene lugar un acontecimiento que puede ser calificado como
trascendental. Se trata de la decisión tomada en Zaragoza, en el barrio de Las
Delicias, en el que los positivos recibirán las visitas en sus domicilios de
voluntarios de protección civil, trabajadores sociales, policías municipales y
policías nacionales, para supervisar que cumplen estrictamente con el
confinamiento. En el caso de no tener un espacio en el que puedan cumplir sus
cuarentenas, se arbitran alternativas habitacionales para hacerla efectiva. En
el caso de incumplimiento se procede a sanciones económicas.
El barrio de
Las Delicias, en Zaragoza, al igual que otros de Santa Coloma de Gramanet y
otros de la periferia de Barcelona, en
donde se concentran casos positivos de coronavirus, representan lo que comienza
a ser denominado como la tiranía del código postal. Esta consiste en territorios
que albergan a poblaciones que ostentan distintos grados de desventajas
sociales. El Covid ha cumplido con el nefasto precepto de que para poblaciones
de esta naturaleza, tras los trabajadores
sociales y sus insípidos, incoloros e inodoros programas sociales, llega la policía, en ausencia de otras
soluciones. Desde el punto de vista específico de la atención primaria, es una
tragedia llegar a los domicilios mediante la colaboración imprescindible de las
policías y sus paquetes de sanciones. En este sentido, el Covid está
representando un modelo de asistencia coercitiva, según el patrón imperante para las poblaciones
psiquiatrizadas.
La
metodología de Las Delicias consiste en identificar los contagiados, rastrear
sus contactos, aislarlos y seguir su evolución. Pero, tras muchos comportamientos
arriesgados, se encuentran poblaciones que se encuentran en malas condiciones
sociales. El indicador fundamental es la orientación al futuro. Un sujeto en
buenas condiciones se plantea la cuestión del futuro y se comporta en
coherencia con él. Por el contrario, una persona en malas condiciones,
revaloriza el presente en detrimento del futuro, que es eliminado de facto.
Muchos de los comportamientos arriesgados tienen su locus en poblaciones en
deficientes condiciones sociales. La suspensión del tiempo en la eterna
formación de los jóvenes, la demoledora precarización laboral, o los
contingentes de trabajadores que transitan entre cosecha y cosecha, generan una
apoteosis del presente que disminuye la protección.
Desde los
paradigmas biologicistas de la epidemiología y sus fantasmáticos seres
portadores de variables, los riesgos no pueden ser bien comprendidos. Así se
construye una condena moral a los precarizados, a los eternos contingentes en
formación, a los pobres y otras categorías sociales fragilizadas. Los malos
datos de la gestión del Covid conducen a la escalada punitiva sobre los
incumplidores, los irresponsables, los culpables, los peligrosos, los
anormales. Los medios construyen el relato de la reprobación moral y el
vituperio de los nuevos malos. Su estigmatización parece inevitable, así como
su apartamiento en habitáculos separados, que representa simbólicamente su
expulsión de la comunidad moral de los creyentes en la disciplina en espera de
la vacuna providencial, entendida como un maná terapéutico.
Así se
configura lo que se puede denominar como el síndrome del general Massu. Jacques
Massu, fue un general francés enviado a Argel ante la escalada de la lucha
anticolonial. El fracaso en las repuestas propició que se delegara en la
división de paracaidistas franceses la solución al conflicto. Este instituyó la
tortura como forma de obtener testimonios que pudieran descifrar el laberinto
urbano de la Casbah de Argel, donde se asentaba el FLN. Massu hizo un peinado
integral, un rastreo de contactos encomiables basado en confesiones forzadas,
terminando por concentrar a segmentos de población en nuevos espacios que
facilitasen la visibilidad y el control. Pero todo terminó de modo desfavorable
a la programación de los militares franceses. Una población es un sistema
complejo fundado en la coherencia con sus condiciones. El rigorismo de la
vigilancia y la intervención terminó por estrellarse contra un muro
infranqueable.
La visión
del comportamiento arriesgado y la responsabilidad individual, fundada en
criterios biologicistas y liberada de sus condicionantes sociales conduce
inexorablemente a la condena secuencial de las poblaciones desfavorecidas, que
tienden a ser especialmente vigiladas, confinadas y explícitamente castigadas.
Por el contrario, los segmentos de población ubicados en posiciones sociales
altas y medias, tienden a protegerse efectivamente mediante un repertorio de
medidas que blinde sus posiciones. El juicio médico-epidemiológico privilegia a
los que habitan estas posiciones, calificando sus prácticas como racionales y
encomiables. Voy a poner un ejemplo para presentar una paradoja inquietante.
Me informan
algunas amigas acerca de un problema que no se encuentra alfabetizado en
términos médico-epidemiológico, así como mediático. Se trata del personal de
servicio doméstico de las clases altas-medias. Sus residencias necesitan de un
cuantioso personal que afronte la conservación, la limpieza, la cocina, el
cuidado de enfermos niños y mayores y otras tareas de reproducción. En las urbanizaciones
madrileñas de Somosaguas, Alcobendas, El Plantío, Puerta de Hierro, Aravaca,
Las Rozas, Majadahonda y otras, se concentra un numeroso personal de servicio
doméstico. Una parte de este es interno, en tanto que otra parte duerme en sus
domicilios.
La crisis de
marzo movilizó a los empleadores, que comprendieron los riesgos de ser
contagiados por personas que se desplazan a sus domicilios desde los barrios de
la periferia. Un personaje mediático
como Jaime Peñafiel alertó en la televisión que había sido contagiado por su
personal doméstico. La respuesta ha sido un ajuste duro, en el que una parte
considerable del personal doméstico, ha sido confinado en las casas de los
señores, que necesitan imperiosamente disfrutar de servicio doméstico, pero no
quieren correr riesgos de infección. Me han contado casos en el que algunas
empleadas han sido obligadas a traer a sus propios hijos a las casas, para
garantizar su confinamiento efectivo. Las mansiones permanecen en un estado de
sombra, en el que las miradas y comunicaciones del exterior son suprimidas.
Así se
conforma una paradoja cruel. En términos de salud los resultados son
espléndidos, tanto para los clanes familiares de los empleadores, como para las
empleadas encerradas en jaulas de oro. Pero este éxito de tan responsables
personas, se contrapone con la eliminación de la libertad de movimiento de un
contingente de seres humanos. Además, la decisión de aislar el personal doméstico no
es consensuada, sino que, por el contrario, se ha resuelto en un cara a cara en
el que las empleadas no tenían opciones reales de replicar o sugerir una
alternativa. Se puede hablar en rigor de un chantaje envuelto en un sugerente y vistoso papel de regalo.
Las
empleadas de hogar confinadas y encuentran sanas, pero su libertad se ha difuminado
para mantener sus menguados salarios. Ellas constituyen una poderosa metáfora
para todos, que en esta fase debemos optar por la salud en detrimento de la
vida diaria y de la libertad. En esta zona gris de las urbanizaciones de lujo,
tan elogiada por el dispositivo epidemiológico, el rastreo y el peinado se
detiene ante sus puertas. Este es una atribución en exclusiva de los barrios en
los que se enclavan los irresponsabilizados, los precarizados, los parias o
aquellos a los que las estructuras sistémicas combinadas de la educación y el
mercado del trabajo, ha congelado su tiempo, y sus vidas. Esta es la población
rastreable y estrictamente vigilada, en vísperas de ser castigada
incrementalmente si la gestión de la pandemia va mal. Estos son los visibilizados
impúdicamente por los dispositivos mediáticos, que renuncian a entrar en la
zona de sombra de las mansiones y preguntarse qué es del servicio doméstico. Los
misterios de la relación explosiva entre lo biológico y lo social.
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