domingo, 2 de agosto de 2020

ATEOS, GORRONES Y CAMBIO SOCIAL






El concepto de gorrones remite a las gentes que no han contribuido activamente a la realización de un cambio social, pero, una vez sucedido este, son beneficiarios del mismo, equiparándose con quienes lo han generado con su esfuerzo. Mancur Olson, en su libro de “La lógica de la acción colectiva”, lo conceptualiza elocuentemente. El devenir de la sociedad española privilegia este concepto, en tanto que muchos de los cambios ocurridos en los últimos cuarenta años, tienen lugar siguiendo la pauta del contraste entre los menguados contribuyentes y los cuantiosos beneficiarios. Quizás, desde esta perspectiva, se puede explicar la razón por la que, cuando se producen retrocesos, estos encuentran escasa resistencia.

Desde la misma transición se configura una mayoría social tibia con los cambios sociales entonces pendientes. Esta, espera que estos ocurran, pero sin ejercer presiones manifiestas. Así, los actores que promueven los cambios, se encuentran en una situación extraña, en tanto que no se sienten acompañados en sus acciones. La mayoría se incorpora automáticamente al final de los cambios, disfrutando de los beneficios derivados de estos. Los que proponen estrategias radicales quedan aislados de una multitud que, aunque comparte los objetivos del cambio se abstiene de intervenir, renunciando a presionar a los obstáculos que frenan la transformación. De este modo se configura una mayoría evolucionista  en torno al lema de “cambio sí, pero sin conflicto”. Este es el gran secreto que explica los cambios acaecidos en los largos años del postfranquismo. El célebre “libertad sin ira” de la transición deviene en la pauta normalizada para las transformaciones acontecidas en este largo tiempo.

Los preceptos de Olson se manifiestan nítidamente en el acaecer español de este período. La consecuencia más importante es que los cambios se inscriben en un estatuto de fragilidad que facilita su reversión. El cambio en esta época se puede sintetizar en el lapidario precepto de que muchos cambios son extremadamente necesarios, pero exiguamente posibles. Tras cualquier acontecimiento de esta época se encuentra inevitablemente esta cuestión.  La figura olsoniana del gorrón, free-rider o beneficiario neto, adquiere aquí todo su esplendor. Este es el factor que dificulta la consolidación e irreversibilidad e los cambios.

Esta historia de los años setenta ilustra las endebleces de los cambios en la España triunfal del postfranquismo. En septiembre de 1970 tuve que integrarme al Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) de Colmenar Viejo, en Madrid, para hacer el servicio militar. En este tiempo era un activo militante del partido comunista. El partido había comenzado a realizar una labor en el seno del ejército y los activistas promovíamos pequeñas acciones en esta institución. Fui asignado a la décima compañía de no recuerdo qué batallón. La compañía tenía doscientos cincuenta reclutas.  Me habían consignado como el número 159, guarismo por el que era nombrado y gestionado para favorecer mi despersonalización.

En esta décima compañía se encontraba un dirigente estudiantil de la facultad de Derecho de la Complutense, que posteriormente ha alcanzado una gran relevancia, tanto como abogado, como por su deriva vital, que ha suscitado un interés mediático morboso. Este, que era designado con el número 81 en la compañía, ingresó días antes en el partido. Tomamos contacto e íbamos preparados para hacer concertadamente una serie de pequeñas acciones políticas dotadas de sentido, y que habían sido ensayadas desde un par de años antes por otros militantes.

El primer día de estancia en el campamento, la gente deambulaba conociendo las instalaciones,  las normas y los compañeros. La primera tarde, el teniente solicitó un voluntario para hacernos la ficha individual. Allí apareció inmediatamente un arquetipo universal dispuesto a obtener beneficios a cambio de su fidelidad activa a la autoridad. Era un chico con cierta formación, pues en aquél tiempo había muchos chicos de pueblos que a duras penas sabían leer y escribir. La elaboración de las doscientas cincuenta fichas era la primera actividad social, que suscitaba colas de espera y un ambiente de charla entre los recién llegados. Esta actividad era la elegida para nuestro bautismo militante.

Aprovechamos dos momentos separados en el tiempo para que tuviera más impacto. El “pelota”, rellenaba los datos de cada uno rodeado de muchas personas que esperaban su turno o tenían interés en confirmar si había alguno de algún lugar próximo. En la ficha, había un apartado que era el de la religión. El tipo, una vez preguntado a los dos primeros ya no lo hacía y ponía una cruz en la casilla CAR (católico apostólico romano). Al llegar mi turno, le pregunté por la religión. Me dijo que me había puesto CAR. Entonces le dije firmemente que no, que era ateo y que quería que lo pusiera. Tras hacerme una señal para suavizar esta cuestión, me dijo, “bueno, entonces agnóstico”. Le repliqué que era ateo y no agnóstico y que quería que constase como tal. El impacto de nuestros dos pronunciamientos fue notable. Mucha gente conversaba acerca de nuestra posición y se multiplicaron las cadenas de rumores como era de esperar. Una buena parte de la gente se encontraba desconcertada e ignoraba que esto era legal. Algunos nos advirtieron de que nos podían sancionar, lo cual facilitó nuestra relación con varios reclutas.

De esta actividad resultó la aparición de dos reclutas que, tras presenciar este episodio y hablar con nosotros, decidieron declararse ateos. Uno era un obrero joven de San Blas y otro un estudiante de ciencias políticas, que apenas iba por la facultad por razones de trabajo, como era común en esa época. El resultado de esta tarde social fue la declaración pública de cuatro ateos en la compañía. Fue una buena carta de presentación y la ruptura del sistema de relaciones cotidianas y aproblemáticas propias de estas instituciones, en la que los internados solo hablan de sus condiciones de vida.

Hasta el tercer domingo, no se salía del campamento. El primer domingo a primera hora nos formaron frente al cuartel para asistir a la misa. Para sorpresa de todos, el teniente dijo en un buen tono que había cuatro reclutas ateos. Es obligado que en el cuartel quede alguien de guardia  para custodiarlo. Nos preguntó si no teníamos inconveniente en hacerlo nosotros. Insistió que no significaba ningún castigo. Aceptamos y nos quedamos allí en espera de la conclusión de la misa. Lo celebramos como una gran victoria que nos habilitaba ante nuestros compañeros y abría un camino al pluralismo religioso en esta institución. En este caso, en un cuartel, esto representaba una verdadera grieta.

El segundo domingo –y último en el que estábamos en el campamento internados- nos formaron para ir a la misa. Entonces, el teniente dijo “los ateos que salgan”. La sorpresa para todos fue mayúscula, en tanto que salieron casi veinte personas. El teniente, enfurecido, los obligó a insertarse en las filas y los calificó de aprovechados en su reprimenda pública. Este privilegio quedaba acotado a los que nos pronunciamos inicialmente. En este acontecimiento apareció prístinamente la figura del gorrón, que se asigna los beneficios del cambio sin contribuir a sus costes, que en todos los casos implica riesgos. La institución había proporcionado una clase de acción colectiva olsoniana.

Tantos años después de este episodio y de la secuencia de acciones que concluyeron en la Constitución, que sancionaba un estado aconfesional, la Iglesia sigue ejerciendo unas competencias y prerrogativas que desbordan y desmienten esta precaria norma. He ejercido muchos años como profesor de la universidad de Granada, que sigue realizando sus actos institucionales mediante los ritos religiosos. Las misas oficiales presididas por los rectores, los actos de la semana santa y otras actividades institucionales que convierten al supuesto laicismo en una máscara vacía y sin contenido real. En muchas de las fiestas granadinas, la fusión concertada de las autoridades religiosas, civiles y militares, remite a la esencia del franquismo. Me impresionó mucho la reciente película de Amenábar sobre Unamuno. El acto patriótico presentaba la comunión de las élites civiles, militares, eclesiásticas y académicas. Teniendo en cuenta los rigorismos de aquél tiempo, los códigos eran los mismos.

Y es que en la cuestión del cambio, lo fundamental son los equilibrios sociales y no las leyes normativas. Si no existe una acumulación de fuerza activa a favor de que se cumplan las finalidades, están apenas sirven para otra cosa que para maquillar la cuestión. Con respecto a la preponderancia de la religión, lo que predomina hoy es la indiferencia, en tanto que la Iglesia Católica carece de la capacidad de presionar efectivamente a los jóvenes hedonistas en su vida cotidiana. Este distanciamiento general crea las condiciones para su reconstitución y conservación de múltiples privilegios.

Si no existe una masa crítica que ejerza presiones a favor de las finalidades del cambio, la situación se congela, proporcionando opciones a las fuerzas que actúan a favor de la reversión de los cambios. El mercado laboral, la universidad o el sistema sanitario son ejemplos elocuentes de esferas en las que durante muchos años se han revertido efectivamente cambios realizados en un tiempo anterior. En estos ambientes reina la pasividad y el oportunismo de los gorrones a la espera de obtener réditos de cualquier cambio. Pero, en estas condiciones, estos solo pueden entenderse en términos de milagro, o debido a la acción mágica de un agente equivalente a Supermán, u otros del mismo rango del imaginario popular. Una tragedia de nuestro tiempo es que muchos proyectos políticos terminan así. Es lo que en este blog denomino como la irrupción del mito del Zorro, un héroe que libera a la gente de la penosa tarea de empujar a un cambio. Él mismo asume toda la carga de esta encomiable tarea. 

Este es un tiempo imaginario en el que concurren y se fusionan los gorrones en distintas versiones, con los aspirantes a ejercer como Zorros, liberando al pueblo sufrido de sus males desde instancias míticas, que hoy son los platós y otras instancias de los medios de masas, en donde tienen lugar todos los días milagros equivalentes a los que algunos atribuyen a la institución sacramental de la misa. Carmen se reía cuando al comenzar un “debate” en la tele, le decía que iba a operar un milagro de transformación equivalente a la misa. La santa consagración imaginaria del cambio.

2 comentarios:

  1. Sin duda, en España estamos en periodo de "cambio social", no se si de tanta, o tan limitada, envergadura como el que se produjo entre la dictadura y la actual monarquía con urnas, que yo espero que termine con la descomposición de este país en varios, aunque para eso será necesario que ocurran procesos similares en otros países de los grandes de Europa, no hay que descartar, pero, yendo a la interesante reflexión que propones, y siendo evidente que ahora es casi imposible identificar los "gorrones" en el ámbito "España", tan variables quizás como la geometría que el Gobierno de Coalición necesita para respirar, quizás el caso específico de Catalunya, cuyas pautas de comportamiento de sus líderes están rompiendo las formas (qué han sido muy pocos los medios de comunicación españoles se han atrevido a decir que Torra le puso por escrito a Sánchez que no iría a la porno convocatoria del viernes en San Millán de la Cogolla "para no blanquear a la monarquía"), con presos políticos y exiliados, todo tan parecido al final de la dictadura que nos recuerdas, sí puede ser interesante para ir identificando a los gorrones de este cambio catalán, que ya está instalado en la sociedad y que solo falta saber como finalizará.

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  2. Gracias Domingo. El cambio que señalas es un macrocambio político, de gran envergadura, y solo es posible materializarlo mediante una ruptura. Un cambio así, requiere que las fuerzas que sustentan el cambio sean muy poderosas y muy competentes en la conducción del proceso, para ser capaces de sobreponerse a las fuerzas de la resistencia al cambio. . A este respecto,tengo más que dudas. En mi opinión, contrasta la fuerza popular de gran amplitud de la base nacionalista, con la debilidad -casi trágica en una situación así- de los partidos catalanes. El pujolismo, actuando en sinergia con la catástrofe de la izquierda, ha penalizado gravemente el proceso. La salida peor es la de un cambio bloqueado.

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