El concepto
de gorrones remite a las gentes que
no han contribuido activamente a la realización de un cambio social, pero, una
vez sucedido este, son beneficiarios del mismo, equiparándose con quienes lo
han generado con su esfuerzo. Mancur Olson, en su libro de “La lógica de la
acción colectiva”, lo conceptualiza elocuentemente. El devenir de la sociedad
española privilegia este concepto, en tanto que muchos de los cambios ocurridos
en los últimos cuarenta años, tienen lugar siguiendo la pauta del contraste
entre los menguados contribuyentes y los cuantiosos beneficiarios. Quizás, desde
esta perspectiva, se puede explicar la razón por la que, cuando se producen
retrocesos, estos encuentran escasa resistencia.
Desde la
misma transición se configura una mayoría social tibia con los cambios sociales
entonces pendientes. Esta, espera que estos ocurran, pero sin ejercer presiones
manifiestas. Así, los actores que promueven los cambios, se encuentran en una
situación extraña, en tanto que no se sienten acompañados en sus acciones. La
mayoría se incorpora automáticamente al final de los cambios, disfrutando de
los beneficios derivados de estos. Los que proponen estrategias radicales
quedan aislados de una multitud que, aunque comparte los objetivos del cambio
se abstiene de intervenir, renunciando a presionar a los obstáculos que frenan
la transformación. De este modo se configura una mayoría evolucionista en torno al lema de “cambio sí, pero sin
conflicto”. Este es el gran secreto que explica los cambios acaecidos en los
largos años del postfranquismo. El célebre “libertad sin ira” de la transición
deviene en la pauta normalizada para las transformaciones acontecidas en este
largo tiempo.
Los
preceptos de Olson se manifiestan nítidamente en el acaecer español de este
período. La consecuencia más importante es que los cambios se inscriben en un
estatuto de fragilidad que facilita su reversión. El cambio en esta época se
puede sintetizar en el lapidario precepto de que muchos cambios son
extremadamente necesarios, pero exiguamente posibles. Tras cualquier
acontecimiento de esta época se encuentra inevitablemente esta cuestión. La figura olsoniana del gorrón, free-rider o
beneficiario neto, adquiere aquí todo su esplendor. Este es el factor que
dificulta la consolidación e irreversibilidad e los cambios.
Esta
historia de los años setenta ilustra las endebleces de los cambios en la España
triunfal del postfranquismo. En septiembre de 1970 tuve que integrarme al
Centro de Instrucción de Reclutas (CIR) de Colmenar Viejo, en Madrid, para
hacer el servicio militar. En este tiempo era un activo militante del partido
comunista. El partido había comenzado a realizar una labor en el seno del
ejército y los activistas promovíamos pequeñas acciones en esta institución.
Fui asignado a la décima compañía de no recuerdo qué batallón. La compañía
tenía doscientos cincuenta reclutas. Me
habían consignado como el número 159, guarismo por el que era nombrado y
gestionado para favorecer mi despersonalización.
En esta
décima compañía se encontraba un dirigente estudiantil de la facultad de
Derecho de la Complutense, que posteriormente ha alcanzado una gran relevancia,
tanto como abogado, como por su deriva vital, que ha suscitado un interés
mediático morboso. Este, que era designado con el número 81 en la compañía,
ingresó días antes en el partido. Tomamos contacto e íbamos preparados para
hacer concertadamente una serie de pequeñas acciones políticas dotadas de
sentido, y que habían sido ensayadas desde un par de años antes por otros
militantes.
El primer
día de estancia en el campamento, la gente deambulaba conociendo las
instalaciones, las normas y los
compañeros. La primera tarde, el teniente solicitó un voluntario para hacernos
la ficha individual. Allí apareció inmediatamente un arquetipo universal
dispuesto a obtener beneficios a cambio de su fidelidad activa a la autoridad.
Era un chico con cierta formación, pues en aquél tiempo había muchos chicos de
pueblos que a duras penas sabían leer y escribir. La elaboración de las
doscientas cincuenta fichas era la primera actividad social, que suscitaba
colas de espera y un ambiente de charla entre los recién llegados. Esta
actividad era la elegida para nuestro bautismo militante.
Aprovechamos
dos momentos separados en el tiempo para que tuviera más impacto. El “pelota”,
rellenaba los datos de cada uno rodeado de muchas personas que esperaban su
turno o tenían interés en confirmar si había alguno de algún lugar próximo. En
la ficha, había un apartado que era el de la religión. El tipo, una vez
preguntado a los dos primeros ya no lo hacía y ponía una cruz en la casilla CAR
(católico apostólico romano). Al llegar mi turno, le pregunté por la religión.
Me dijo que me había puesto CAR. Entonces le dije firmemente que no, que era
ateo y que quería que lo pusiera. Tras hacerme una señal para suavizar esta
cuestión, me dijo, “bueno, entonces agnóstico”. Le repliqué que era ateo y no
agnóstico y que quería que constase como tal. El impacto de nuestros dos
pronunciamientos fue notable. Mucha gente conversaba acerca de nuestra posición
y se multiplicaron las cadenas de rumores como era de esperar. Una buena parte
de la gente se encontraba desconcertada e ignoraba que esto era legal. Algunos
nos advirtieron de que nos podían sancionar, lo cual facilitó nuestra relación
con varios reclutas.
De esta
actividad resultó la aparición de dos reclutas que, tras presenciar este
episodio y hablar con nosotros, decidieron declararse ateos. Uno era un obrero
joven de San Blas y otro un estudiante de ciencias políticas, que apenas iba
por la facultad por razones de trabajo, como era común en esa época. El
resultado de esta tarde social fue la declaración pública de cuatro ateos en la
compañía. Fue una buena carta de presentación y la ruptura del sistema de
relaciones cotidianas y aproblemáticas propias de estas instituciones, en la
que los internados solo hablan de sus condiciones de vida.
Hasta el
tercer domingo, no se salía del campamento. El primer domingo a primera hora
nos formaron frente al cuartel para asistir a la misa. Para sorpresa de todos,
el teniente dijo en un buen tono que había cuatro reclutas ateos. Es obligado
que en el cuartel quede alguien de guardia para custodiarlo. Nos preguntó si no teníamos
inconveniente en hacerlo nosotros. Insistió que no significaba ningún castigo.
Aceptamos y nos quedamos allí en espera de la conclusión de la misa. Lo
celebramos como una gran victoria que nos habilitaba ante nuestros compañeros y
abría un camino al pluralismo religioso en esta institución. En este caso, en
un cuartel, esto representaba una verdadera grieta.
El segundo
domingo –y último en el que estábamos en el campamento internados- nos formaron
para ir a la misa. Entonces, el teniente dijo “los ateos que salgan”. La
sorpresa para todos fue mayúscula, en tanto que salieron casi veinte personas.
El teniente, enfurecido, los obligó a insertarse en las filas y los calificó de
aprovechados en su reprimenda pública. Este privilegio quedaba acotado a los
que nos pronunciamos inicialmente. En este acontecimiento apareció
prístinamente la figura del gorrón, que se asigna los beneficios del cambio sin
contribuir a sus costes, que en todos los casos implica riesgos. La institución
había proporcionado una clase de acción colectiva olsoniana.
Tantos años
después de este episodio y de la secuencia de acciones que concluyeron en la
Constitución, que sancionaba un estado aconfesional, la Iglesia sigue
ejerciendo unas competencias y prerrogativas que desbordan y desmienten esta
precaria norma. He ejercido muchos años como profesor de la universidad de
Granada, que sigue realizando sus actos institucionales mediante los ritos
religiosos. Las misas oficiales presididas por los rectores, los actos de la
semana santa y otras actividades institucionales que convierten al supuesto
laicismo en una máscara vacía y sin contenido real. En muchas de las fiestas
granadinas, la fusión concertada de las autoridades religiosas, civiles y
militares, remite a la esencia del franquismo. Me impresionó mucho la reciente
película de Amenábar sobre Unamuno. El acto patriótico presentaba la comunión
de las élites civiles, militares, eclesiásticas y académicas. Teniendo en
cuenta los rigorismos de aquél tiempo, los códigos eran los mismos.
Y es que en
la cuestión del cambio, lo fundamental son los equilibrios sociales y no las
leyes normativas. Si no existe una acumulación de fuerza activa a favor de que
se cumplan las finalidades, están apenas sirven para otra cosa que para
maquillar la cuestión. Con respecto a la preponderancia de la religión, lo que
predomina hoy es la indiferencia, en tanto que la Iglesia Católica carece de la
capacidad de presionar efectivamente a los jóvenes hedonistas en su vida
cotidiana. Este distanciamiento general crea las condiciones para su
reconstitución y conservación de múltiples privilegios.
Si no existe
una masa crítica que ejerza presiones a favor de las finalidades del cambio, la
situación se congela, proporcionando opciones a las fuerzas que actúan a favor
de la reversión de los cambios. El mercado laboral, la universidad o el sistema
sanitario son ejemplos elocuentes de esferas en las que durante muchos años se
han revertido efectivamente cambios realizados en un tiempo anterior. En estos
ambientes reina la pasividad y el oportunismo de los gorrones a la espera de
obtener réditos de cualquier cambio. Pero, en estas condiciones, estos solo
pueden entenderse en términos de milagro, o debido a la acción mágica de un
agente equivalente a Supermán, u otros del mismo rango del imaginario popular.
Una tragedia de nuestro tiempo es que muchos proyectos políticos terminan así.
Es lo que en este blog denomino como la irrupción del mito del Zorro, un héroe
que libera a la gente de la penosa tarea de empujar a un cambio. Él mismo asume
toda la carga de esta encomiable tarea.
Este es un
tiempo imaginario en el que concurren y se fusionan los gorrones en distintas
versiones, con los aspirantes a ejercer como Zorros, liberando al pueblo
sufrido de sus males desde instancias míticas, que hoy son los platós y otras
instancias de los medios de masas, en donde tienen lugar todos los días
milagros equivalentes a los que algunos atribuyen a la institución sacramental
de la misa. Carmen se reía cuando al comenzar un “debate” en la tele, le decía
que iba a operar un milagro de transformación equivalente a la misa. La santa
consagración imaginaria del cambio.
Sin duda, en España estamos en periodo de "cambio social", no se si de tanta, o tan limitada, envergadura como el que se produjo entre la dictadura y la actual monarquía con urnas, que yo espero que termine con la descomposición de este país en varios, aunque para eso será necesario que ocurran procesos similares en otros países de los grandes de Europa, no hay que descartar, pero, yendo a la interesante reflexión que propones, y siendo evidente que ahora es casi imposible identificar los "gorrones" en el ámbito "España", tan variables quizás como la geometría que el Gobierno de Coalición necesita para respirar, quizás el caso específico de Catalunya, cuyas pautas de comportamiento de sus líderes están rompiendo las formas (qué han sido muy pocos los medios de comunicación españoles se han atrevido a decir que Torra le puso por escrito a Sánchez que no iría a la porno convocatoria del viernes en San Millán de la Cogolla "para no blanquear a la monarquía"), con presos políticos y exiliados, todo tan parecido al final de la dictadura que nos recuerdas, sí puede ser interesante para ir identificando a los gorrones de este cambio catalán, que ya está instalado en la sociedad y que solo falta saber como finalizará.
ResponderEliminarGracias Domingo. El cambio que señalas es un macrocambio político, de gran envergadura, y solo es posible materializarlo mediante una ruptura. Un cambio así, requiere que las fuerzas que sustentan el cambio sean muy poderosas y muy competentes en la conducción del proceso, para ser capaces de sobreponerse a las fuerzas de la resistencia al cambio. . A este respecto,tengo más que dudas. En mi opinión, contrasta la fuerza popular de gran amplitud de la base nacionalista, con la debilidad -casi trágica en una situación así- de los partidos catalanes. El pujolismo, actuando en sinergia con la catástrofe de la izquierda, ha penalizado gravemente el proceso. La salida peor es la de un cambio bloqueado.
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