El verano es
un tiempo excepcional que contrasta con las demás épocas. En España, esta es una
estación en la que se ralentizan las actividades productivas y de las
organizaciones, se suspende el sistema educativo y tiene lugar un nomadismo
mucho más acentuado que en otras estaciones. La vida social adquiere un
esplendor inusitado, congregándose las redes familiares y amistosas en
múltiples actividades sociales y de ocio. Asimismo, tienen lugar numerosos
conciertos y actividades artísticas que concitan la presencia de públicos
heterogéneos que ponen en escena múltiples versiones de sus pasiones
compartidas. Las vacaciones de verano suscitan mitologías de una intensidad
inusitada, que son vividas como una apoteosis de lo social-convivencial.
El verano es
vivido en una red múltiple de espacios públicos y privados. Las terrazas, los
restaurantes, las discotecas, los lugares que promueven actuaciones en directo,
los bares de copas, todos ellos concentrados en zonas de ocio que permiten el
acceso de las personas a distintos lugares contiguos, fomentando el deambular a
pie de los que habitan estos espacios. En los últimos tiempos, distintos
contingentes de jóvenes actúan como exploradores del espacio urbano en las
noches, reapropiándose de lugares que son consagrados como sede de actividades
relacionales, que desde el sistema se denominan como botellones. La vida social
en verano adquiere su esplendor, añadiendo las fiestas locales, que convocan
multitudes de gentes ansiosas de liberar su sociabilidad, así como las playas y
los espacios naturales privilegiados.
Pero el
tiempo estival también reactiva los espacios privados, en los que tienen lugar
incesantes actividades sociales, tales como visitas, fiestas privadas, comidas,
juegos y otras más cotidianas. El chalet, o casa con jardín, es la aspiración
más profunda de la sociedad de consumo de masas. En este espacio privado se
garantiza la circulación permanente de la familia, los amigos y las relaciones
ocasionales. La piscina y la barbacoa devienen en instituciones activadas en el
verano. Viviendo en Granada me fascinaba visitar una afamada empresa local que
preparaba carnes, pescados y verduras para barbacoas. La densidad de los
visitantes y la cuantía de las compras, era extraordinaria, en la perspectiva de
compartir la comida y bebida con los distintos visitantes. La suma de relaciones
en estos espacios privados, que desde el sistema se califican como segundas
residencias, es astronómica. Existen casas de toda clase de superficies, equipamientos
y rentas. Pero estamos hablando de millones de residencias en las que circulan
flujos nutridos de visitantes. Estas son en el estío las madrigueras de la vida
y la sociabilidad.
El verano es
un tiempo excelso, en el que quedan suspendidas muchas actividades de
organizaciones, así como el sistema educativo. El alto valor simbólico del
estío, es de tal magnitud, que constituye un valor diferenciador en términos de
estratificación social. Así, las élites, se otorgan un largo verano,
distinguiéndose de los ocupantes de posiciones medias-bajas, que solo disponen
de un tiempo limitado de vacaciones. El vigor de la convocatoria del tiempo estival
es de tal envergadura, que las élites políticas y sanitarias han acudido a su
llamada en tiempo de pandemia, en una situación en la que la activación de la
vida social determina la multiplicación de los contagios.
Las imágenes
de los próceres recién llegados de las vacaciones, enfrentándose con los
efectos de la ampliación de la pandemia y la perspectiva inmediata de reabrir
el sistema educativo y productivo, combina lo trágico, lo cómico y lo patético.
La mítica guerra contra el virus a la que apelan, es cancelada provisionalmente
hasta el otoño, recordando las guerras de África narradas tan líricamente por
el inefable Kapuscinski. Los estados
mayores políticos, salubristas y mediáticos se ausentan para equipararse a sus
obedientes súbditos, en espera de los primeros posados de otoño. Los
predicadores audiovisuales que claman frente a las irresponsabilidades en las
televisiones, se repliegan a sus espacios privados en períodos temporales
superiores a los dos meses, hecho que los distingue como una élite central. Ana
Rosa, Griso, Mejide, Joaquín Prat, Ferreras, Pastor, Pepa Bueno, Angels Barceló
y otros similares, confirman su preponderancia en la sociedad de la imagen
sobre aquellos cuyas vacaciones se agotan en un mes escuálido.
Esta
ampliación prodigiosa de la vida social, intensificada por el largo período de
aislamiento derivado del confinamiento, no es reconocida por las autoridades
estatales y autonómicas, así como por los salubristas y epidemiólogos que los asesoran,
y las autoridades policiales y militares que desempeñan un papel crucial con
respecto a las estrategias de control de la población. Los epidemiólogos
detentan un sesgo cognitivo monumental, en tanto que entienden a la población
como conjuntos de unidades estáticas que pueden ser observables, manipulables y
controlables en su integridad. Su imago profesional es la de un gran panóptico
en el que los internos pueden ser observados continuamente. El confinamiento
sanciona este imaginario. La población encerrada en sus casas, de modo que se
puede controlar efectivamente la movilidad. El encierro representa el nivel
máximo de sincronización con el sacralizado censo.
Las fuerzas
militares y de seguridad viven una apoteosis imaginaria en el gran encierro. La
culminación de su control radica en supervisar la movilidad de las personas en
un espacio público que detentan en régimen de monopolio. El toque de queda es
la culminación del control absoluto de la movilidad. En este se instituye una
relación inspectora en el que la autoridad policial o militar tiene una
preponderancia absoluta sobre el atribulado viandante, que es requerido a dar
explicaciones acerca de los motivos de su desplazamiento. En el tiempo de
confinamiento pude comprender el papel decisivo de la movilidad, así como las
razones que avalan la eficacia de un poder que relega la condición de
ciudadano, una de cuyas dimensiones esenciales es el desplazamiento libre.
Tras el
confinamiento y sus etapas sucesivas, llega el verano presidido por las normas
estrictas que definen la nueva normalidad. El dispositivo médico-epidemiológico
promulga unas normas estrictas con respecto a los comportamientos sociales, así
como el catálogo de sanciones para los incumplidores/irresponsables. Según van
pasando las semanas, las infecciones se disparan en todas las partes, cuestión
relacionada con la intensificación de la movilidad y la interacción social. La
respuesta institucional es una escalada de restricciones que se ubican en los
espacios públicos. Estos son recortados y cerrados progresivamente en la
perspectiva de un inevitable toque de queda nocturno.
Pero el
aparato epidemiológico-policial carece de control alguno sobre la densa red de
espacios privados en los que bullen los intercambios y las actividades sociales,
así como de los territorios descubiertos por los exploradores nocturnos
expulsados de sus espacios. Este es uno de los factores que explican el rumbo
ascendente de la mítica curva de contagios. Y es que una población dotada de
movilidad es difícilmente controlable. Una sociedad total no es reducible a los
convivientes y los no convivientes, de modo que se puedan aislar efectivamente
las relaciones sociales. Al escribir esta entrada tengo la sensación de que
algún epidemiólogo pueda pedir en nombre
de la salud la restauración del espíritu del célebre ministro progresista Corcuera, que en una
situación así propondría el asalto a las casas, que como es sabido comienza con
la patada en la puerta.
En esta
situación, el panóptico epidemiológico-mediático promulga unas normas con
respecto a las relaciones sociales, que son extraordinariamente estrictas, al
tiempo que imposibles de supervisar y controlar. En un reportaje publicado en
El País el 20 de julio, elaborado por Ana Alfageme y Elena G. Sevillano, se
entrevista a varios expertos para definir las medidas de protección. El texto
es aterrador, en tanto que implica una negación absoluta de la vida y de lo
social, así como un modelo de nuevo ermitaño difícilmente compatible con la
vida diaria, tal y como se ha desarrollado hasta el momento. Los expertos
explican con toda naturalidad un catálogo de restricciones que cercenan
brutalmente la vida.
En síntesis,
proponen que:
-
No
se puede viajar con no convivientes.
-
Si
se hace un viaje con un no conviviente asegurar que no ha recibido una llamada
por ser contacto de un infectado; que no tenga síntomas y que no viva en
barrios en los que haya rebrotes.
-
Usar
siempre la mascarilla sin excepción.
-
No
tener relaciones sexuales con personas ajenas.
-
En
caso de relación sexual, con protección respiratoria, sin besos, sin cruzar los
rostros, evitando estar frente a frente.
-
En
caso de abrazos, que sean rápidos, evitando las caras, con mascarilla,
protegiendo boca y nariz y girando lateralmente las cabezas en direcciones
opuestas.
-
Evitar
estornudar, toser, cantar y hablar alto.
-
En
caso de reunión, distancia, no hablar alto ni cantar, evitar hablarse cerca y
sentarse por núcleos familiares.
-
En
viaje en coche evitar hablar, cantar, poner música y sumirse cada cual en sus
propios pensamientos.
-
También
restricciones para reuniones en terrazas y evitar fumar.
Este
conjunto de prescripciones significan integralmente la disolución del vínculo
social. En este desierto social, en el que es desterrado lo afectivo y el tacto
–incluso la música, por la perseverancia de los epidemiólogos a la prohibición
de cantar- se propone un modelo brutal del sujeto que renuncia integralmente a
la vida para preservarse sin infección. No tiene sentido alguno abrazarse
girando las cabezas en sentido opuesto, o acudir a una reunión en la que se
impongan estas drásticas restricciones. La ausencia total de imaginación
médica-epidemiológica se manifiesta en la invención del saludo con los codos,
que representa un fatal desprecio a la piel. Las manos son excelsas en tanto
que sirven para acariciar. Los codos son intersecciones dominadas por los
huesos. Prefiero practicar como ermitaño
integral y rehusar una vida social mutilada tan brutalmente. Las normas son
casi imposibles de cumplir en los actos sociales cotidianos sancionados por las
euforias expresivas y afectivas. De ahí la expansión de los contagios y la
eficacia del confinamiento.
Pero el
problema de fondo radica en el concepto de la gente que detentan, tanto los
políticos del estado seductor, como los epidemiólogos sacerdotes del censo. En
ambos casos, la gran mayoría es entendida como sujetos despreciables, que deben
ser conducidos y dirigidos integralmente. Su principal virtud es obedecer y
hacer lo que se les dice. Su contribución es el aplauso. De ahí la euforia
político-epidemiológica durante el confinamiento. Para ellos la gente no tiene
ninguna potencialidad y se define como peligrosa, de ahí el control absoluto y
el papel preponderante de la policía, y de los tribunales, en el caso de que
hubiera resistencia.
Pero, por el
contrario, la gente es portadora de múltiples potencialidades, que pueden
comparecer cuando existe una situación que apela a ellas y la hace posible. La
cuestión del control de los comportamientos es imposible, en coherencia con los
argumentos expuestos hasta aquí, en tanto que es soberana en sus espacios
privados. Solo queda la alternativa de recurrir a ella, de llamarla a inventar
formas de defensa del virus que puedan preservar zonas de la vida, o, en el
caso de no ser posible, que sea ella misma quien asuma las limitaciones. Acabo
de subir a twitter un caso de un restaurante valenciano que en el confinamiento
repartió comida a personas sin recursos y ha sido multado. Este hecho muestra a
las claras la naturaleza autoritaria del estado seductor. No es posible hacer
nada que no reporte una imagen del consejero o del experto providencial, que
signifique una renta electoral.
El problema
de fondo radica en el sistema político vigente. Este se funda en una lógica de
lucha permanente por el gobierno, que termina por excluir cualquier
colaboración. En esta competición, la gente es reducida a la condición de
elemento muestral, espectador y votante. Esta es la tragedia contemporánea por
la cual, un acontecimiento como la emergencia del apocalipsis viral, implica
una salida en la que la gente es conminada a obedecer bajo una coacción
creciente, a adoptar un modelo de ermitaño severo en su vida diaria. Los
acontecimientos demuestran de que esto no es posible, dando lugar a una
situación catastrófica, determinada por la espiral contagios/confinamiento. En
estas condiciones, cualquier medida es universal e imperativa. Esto es lo que
pienso en mis largos paseos solitarios con mi perra por lugares donde me
encuentro solo y soy obligado a llevar la mascarilla.
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