El posconfinamiento abre el camino a la nueva
normalidad. Los largos meses de encierro han tenido un efecto demoledor sobre
los sujetos clausurados en sus domicilios. Estos comparecen en el espacio
público como si nada hubiera ocurrido, pero sus mismas prácticas desvelan los
terremotos interiores que han propiciado el miedo y la perplejidad. La gente se
desplaza mostrando signos que denotan un estado que se puede definir mediante
la palabra noquear. Las calles
registran comportamientos extraños a las lógicas sociales que prevalecían antes
de la gran reclusión. Las relaciones sociales entre los transeúntes revelan una
gran mutación, en la que cada cual es un extraño a los demás, así como a la
inversa. Las distancias personales se tornan en abismos presididos por la
desconfianza superlativa. También la agresividad se encuentra latente en espera
de un chivo expiatorio en quien proyectarla.
La primera
cuestión que cabe reseñar es la despenalización de las manos. El pueblo
encerrado es un colectivo dependiente de la autoridad mediática. Así, Simón
representa un equivalente a un sumo pontífice dotado de la virtud de la
infalibilidad. Sus recomendaciones, son convertidas en certezas y pautas
inviolables por los amedrentados ciudadanos-espectadores. Las manos fueron el
objeto de las conminaciones del dispositivo somatocrático en el comienzo del
confinamiento. Los guantes adquirieron la condición de objeto sagrado. En la
calle, en el transporte público, en los establecimientos. Entrar a un súper implicaba una supervisión
de las manos, la obligatoriedad de los guantes y los rituales de su deshecho
una vez concluida la sagrada compra. El pueblo confinado cubrió sus manos como
señal de alerta a los otros.
Los más
influenciados por la epidemiología teologal de las manos, seguían rigurosas instrucciones
para limpiar en la casa las cajas, envoltorios u otros objetos procedentes del
súper, cuyas superficies podrían ser el locus del temible virus. La lejía
devino en un líquido sagrado y los geles hidroalcohólicos presidían todas las
transiciones cotidianas. Las manos fueron tratadas como depositarias de la
pureza ante el virus, el espacio en el que se erigía una barrera que tenía que
ser infranqueable para este. Los animadores médicos se presentaban en la tele
como pedagogos en el arte de lavarse las manos, operación que requería ayuda
experta para limpiar cavidades minúsculas en las que el Covid pudiera asentarse
para liberarse del jabón y de los geles, en la perspectiva de esperar a la
ocasión para ser transportado al rostro, proporcionándole la oportunidad de
instalarse en alguno de los orificios.
El primer
cambio de gran alcance de la nueva normalidad es la despenalización de las
manos. En las homilías médicas televisadas, la cuestión de las manos es remitida al paquete general de la prevención, sustrayéndole el
estatuto de privilegio que había detentado. El resultado es que en los
supermercados ha disminuido el control sobre las mismas, que va perdiendo la
condición de obligatoriedad. La sospecha de las manos impuras se disuelve,
desplazando la vigilancia al rostro, que adquiere un protagonismo indiscutible.
Durante todo el confinamiento he hecho compras en distintos supermercados,
sometiendo mis manos al escrutinio de la seguridad y a rostro descubierto.
Ahora se invierte la cuestión, predominando tolerancia para las manos y rigor
para el rostro. El virus adquiere la condición de objeto volador transportado
por minúsculas partículas de saliva, salidas de la boca de los infectados.
La
mascarilla adquiere la consideración de objeto mágico, en tanto que es la
barrera más eficaz para detener la expansión del virus, haciendo inútiles sus
vuelos. El uso de la mascarilla se generaliza en todos los espacios públicos.
En los días de desescalada comienzan a proliferar los rebrotes en distintos
lugares, principalmente en los espacios de trabajo de los empleados
precarizados y desprotegidos vitalmente, así como en los lugares de
internamiento de ancianos, inmigrantes u otros sujetos marginalizados. La
reiteración en los rebrotes activa el
imaginario del miedo y los sentimientos negativos incubados en los días de
encierro y televisión. Las advertencias mediáticas, acompañadas de
premoniciones catastróficas que remiten a un nuevo encierro doméstico, se
acompañan de imágenes de fiestas, celebraciones deportivas, playas y otros espacios
en los que los cuerpos se concentran y se disuelven las distancias.
El resultado
es la expansión de los temores colectivos, arraigados en el inconsciente
derivado del encierro y el estado de excepción comunicacional. De este modo, se
forja un sector de la población que transita por el espacio público en modo de
patrulla, para sorprender y apercibir a los incumplidores. En la mayor parte de
contextos, se hace difícil la transgresión del uso de la mascarilla. Los
vigilantes de los balcones del encierro se encuentran ahora en las calles
atentos para clamar contra los incumplidores devenidos en sujetos peligrosos.
Así se constituye un fenómeno que en sociología se denomina comportamiento
colectivo. Un contingente de personas altamente sugestionadas, que es el
requisito para una actividad social que clama por el castigo a los
desenmascarados. He vivido varios episodios antológicos en estos días al
respecto, en el que los tonos y las adjetivaciones remiten al imaginario de mi
infancia, caracterizada por el imperio cotidiano del nacionalcatolicismo
respaldado por ingentes masas de fervorosos adeptos.
Pero el uso
de la mascarilla es manifiestamente dual. En tanto que su uso es obligatorio en
múltiples espacios públicos, en los que patrullan las huestes punitivas en
estado de cacería, en otros espacios, las gentes se liberan de las mascarillas,
disuelven las distancias sociales y se entregan a prácticas dionisíacas en
distintos grados. La euforia preside estas concentraciones que liberan tiempos
y espacios de la tiranía de los rostros ocultos. El verano fomenta su
multiplicación y ubicación en el tiempo en el que el sol declina. Los peligros del
contagio se hacen patentes, pero en un ambiente de euforia es problemático suscitar la cuestión del peligro del virus
volador. En estos mundos no se dialoga con los riesgos, ni tampoco con las
pasiones vividas colectivamente. Cuando se hace patente que son observados
desde miradas punitivas, se repliegan a otro espacio haciendo manifiesto el
dicho de “irse con la música a otra parte”.
La movilización
de la mayoría higienista, encuadrada mediáticamente y referenciada en la
exaltación de los temores colectivos suscita comportamientos rigoristas en el
la prevención del contagio. Me fascina ver sentados en un banco a un matrimonio
convencional entrado en años, en el que ambos están con mascarilla y sentados
en los extremos del banco, de modo que la distancia entre ellos es
reglamentaria. Su conversación se reduce a frases sueltas que pronuncian sin
mirarse. Parece obligatorio imaginar que al llegar a su domicilio liberarán sus
rostros, y que su vida en la casa registrará distintas distancias entre sus cuerpos,
que en alguna ocasión llegarán a la distancia cero.
Me asombran
las personas que permanecen enmascaradas en contextos en los que no transita
nadie. Ver en el Retiro a paseantes solitarios que priorizan sus defensas
antiaéreas activadas sobre sus rostros, sobreponiéndose a los placeres del entorno natural inmediato.
El ritualismo se sobrepone a todo.
Podría escribir todo un catálogo de comportamientos ritualistas que alcanzan lo
patético. Esta mañana he sido increpado en el Retiro por una familia que pasaba
a unos veinte metros del lugar solitario en el que me encontraba haciendo
gimnasia y siendo acariciado por el sol. La imaginería del peligro deviene en
cómica. En tanto que en el púlpito mediático la autoridad
litúrgica-epidemiológica recomienda la mascarilla en contextos en los que no es
posible mantener la distancia personal, muchos de los contingentes del
pueblo-audiencia inventan comportamientos fundamentalistas, convirtiéndola en
norma inviolable y candidata a ingresar en el código penal, restituyéndola como
fuente de castigo drástico a los díscolos.
Pero el
miedo es muy poderoso. En el escenario vigente es altamente probable que se
desate otra fase activa de la pandemia, multiplicándose las cadenas de
infección. Los temores se proyectan en los contingentes dionisíacos de los
bares, las fiestas, las playas y las celebraciones eufóricas, deportivas
principalmente. Sin embargo, los dispositivos mediáticos liberan de cualquier
responsabilidad a las empresas, el transporte público, los recintos sanitarios
y las instituciones de internamiento, que son hasta ahora, los responsables de
los brotes. Limpiar y desinfectar tiene costes económicos inasumibles para
estas instituciones. Vivir la orgía cotidiana de la proximidad de los cuerpos
en el metro de Madrid es elocuente. Ayer contemplé en un autobús a un señor de
edad avanzada limpiar con pañuelos de papel las barras donde iba a sujetarse.
Su rostro era un compendio de pánico.
La
factibilidad de incremento de infectados y las subsiguientes medidas de confinamiento
abren una situación volcánica en la que los patrulleros de los balcones se
diseminan por los espacios públicos conformando comportamientos propios de una
horda higienista, respaldada mediáticamente. El cumplimiento estricto de la
norma de la mascarilla va a suscitar la proliferación de conflictos, en tanto
que muchas de las situaciones sociales y espaciales en las que se exige, son
abiertas, y por consiguiente, susceptibles de distintas interpretaciones y
usos. Pero la virulencia de muchas actuaciones de los que se sienten
amenazados, contrasta con la inevitable corrosión de una norma, que se desgasta
con el paso del tiempo, debilitándose el consenso social que la respalda.
La dualidad
de los contextos en los que se aplica la mascarilla, corroe inevitablemente los
rigores de su uso. Una de las cuestiones que oculta el dispositivo
epidemiológico-mediático, es la ventaja esencial que tienen aquellos que
disponen de amplios espacios privados para su vida cotidiana. Los asentados en
casas amplias, o con jardines, piscinas privadas, clubs privados y otras estancias no accesibles al gran
público, pueden realizar una parte de su vida minimizando el uso de la
mascarilla y recuperando su rostro. Al igual en el caso de los automóviles. Por
el contrario, aquellos contingentes sociales obligados a vivir en los espacios
públicos compartidos, así como desplazarse en el transporte público, se
encuentran en la tesitura de intensificar el uso de la mascarilla. En este
tiempo se han multiplicado las fiestas privadas liberadas de la impertinente
presencia de las cámaras.
La
dualización de los espacios en los que tienen lugar las prácticas de la vida,
escapa a la percepción de los epidemiólogos, que toman decisiones drásticas
para las personas definidas por privaciones sociales. Este es uno de los
aspectos más crueles de la naciente somatocracia y sus televisiones. En tanto
que las gentes de clases medias-altas pueden desarrollar prácticas de vida
gratificantes en sus espacios privados, liberándose de las rigideces y las
tiranías de las normas, la mayoría sometida a restricciones de renta y obligada
a recurrir a los espacios públicos, tiene que cumplir estrictamente con las
limitaciones. Me impresiona la saña de las televisiones persiguiendo
botellones en los que un grupo de personas tratan de reapropiarse de un espacio
público para una fiesta. Este es un privilegio de los que pueden detentar la
propiedad de un espacio. Con el paso del
tiempo los rostros van a delatar la dualización social potenciada por el
Covid-19.
3 comentarios:
Otra vez disfrutando de sus textos, Juan. Me permito adjuntar los enlaces a dos artículos que abundan en nuestra visión crítica y llena de dudas sobre la "realidad" de esta pandemia y, sobre todo, de las medidas coercitivas que se han aplicado en gran parte de nuestro mundo. Los escriben un médico prestigioso y un filósofo que increíblemente, no se ha desplegado del mundo real. Quizá puedan tener algún interés; al menos, ayudan a no sentirse tan aislado al enfrentar la oscura situación actual.
https://www.fronterad.com/como-dormiste-anoche-cronificar-el-miedo-una-pandemia-de-confusion/
https://rebelion.org/contra-la-arrogancia-y-la-omnipotencia-sanitaria/
Un abrazo (por cierto, es posible que nos hayamos cruzado en algún paseo por el Retiro y aledaños: sin máscara, por supuesto)
He llegado a su blog por casualidad, Juan, y debo decir, aunque parezca adulatorio, que es un oasis, unos de los poquísimos oasis que pueden encontrarse en este camino hacia la barbarie que el covid-19 ha acelerado, mejor, ha permitido acelerar. El miedo, la más triste de las pasiones tristes spinozianas, se ha hecho con casi todo: el miedo a la muerte, el miedo al Estado (que no es, ni siquiera, miedo a la represión, es miedo a decepcionar al Gran Padre), el miedo a los demás, a sus juicios, a acabar como un paria. Ya no ciudadanos, 'súbditos' se queda pequeño para definir a los miembros individuales, a esos sujetos cada vez más sujetos, de la población. En fin, de nuevo agradecerle por darme la rara ocasión de comprobar que una actitud crítica es aún posible. Un saludo. Federico Ruiz
Gracias José Luis. Las dos referencias son extraordinarias, nada menos que una entrevista a Juan Gérvas e Ignacio Castro. Los dos son personas que estimo mucho y leo atentamente. Ambos son excepciones en la inteligencia española, subordinada al complejo del crecimiento. Es elocuente que con una obra de esta envergadura, ambos hayan renunciado a integrarse en esa extraña organización que es la universidad.
Gracias Federico. Sí, el Covid es un acelerador hacia una sociedad neoliberal avanzada que disuelve los lazos sociales horizontales entre las personas y transforma a cada uno en un sujeto de evaluación, convirtiendo su vida en una carrera perenne para alcanzar y mantener un puesto en un ranking ficcional. Me ha encantado lo de decepcionar al Gran Padre, que entiendo que es el estado evaluador y sus agencias.También estoy de acuerdo que decir Súbditos es mucho. En realidad, en este teatro somos mucho menos que eso. Saludos.
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