Recuerdo los
años ochenta, en los que explotó la epidemia del sida. Esta era una enfermedad
vinculada a la promiscuidad sexual y al consumo de drogas. En esta pandemia, la
estigmatización de los enfermos se hizo patente, atribuyéndoles la
responsabilidad de su dolencia. Pero, junto a esta, tanto las autoridades sanitarias
como muchos profesionales se distanciaron de esta condena, proponiendo un
enfoque positivo. El lema de una campaña en España de “No te prives, pero no te
descuides”, sintetizaba el espíritu de la época, que se mostraba tolerante con
las prácticas que representaban el riesgo de contraer la enfermedad. Este lema
apelaba a la responsabilidad individual de usar el preservativo y no compartir jeringas
u otros artefactos portadores de peligro, pero respetaba la legitimidad de las
prácticas corporales que desarrollaban los infectados y otros contingentes de
la población.
La pandemia
del Covid-19 en el tiempo presente, desvela los cambios radicales operados en
el espíritu de la época. Ahora, las autoridades y los profesionales se muestran
ajenos con respecto a lo que su respuesta cancela, que es la misma vida social.
Toman medidas indiscriminadas dirigidas a la totalidad del cuerpo social, imponiendo pautas de aplicación obligatoria,
que suponen la suspensión de las vidas de los atribulados súbditos. El
comportamiento individual arriesgado, que era la clave de la expansión del
sida, ha sido transformado completamente, de modo que se moldea una vida diaria
eliminando los espacios de la socialidad, definiendo a todos como posibles
agentes infecciosos. Ahora no se dialoga, solo se prescribe y se amenaza con
castigos, tanto a los incumplidores, como a sus relaciones sociales, llegando a
sancionar a la totalidad de la población. La tolerancia a las prácticas del
tiempo del sida, queda cancelada y es sustituida por un implacable espíritu
burocrático que dictamina la abolición de la vida.
En el
intervalo entre las dos pandemias, ha operado una mutación muy importante en el
espíritu de la época. Ahora se hace patente el autoritarismo sin complejos. La
población es considerada como una entidad en cuyo interior actúan los agentes
infecciosos, sin atribuir ningún valor a sus relaciones sociales, a sus
prácticas convivenciales ni a su vida diaria. Estas son mutiladas brutalmente
sin consideración alguna. Lo social se define en exclusiva por el valor de la
salud, entendida como preservación del virus, relegando a esta finalidad la
vida diaria. El nuevo estado epidemiológico disuelve el “no te prives” de
antaño. En la promulgación de normas sobre lo cotidiano, impone sus sentidos de
una vida mecanizada cuya única finalidad es preservarse mediante el aislamiento,
mutilando la vida entendida como fuente de gratificaciones.
Comencé a
colaborar en el sistema sanitario en los años ochenta. Recién llegado a las
tierras de la salud, me llamó poderosamente la atención lo que se entendía
entonces como promoción de la salud. Las definiciones de la época la planteaban
como un proceso para capacitar a la gente para aumentar el control sobre su
propia salud. Se hacía énfasis en que la salud no era un fin en sí mismo sino
un recurso para la vida cotidiana. Esta definición me atrapó, en tanto que
incrementar las capacidades de la gente en una sociedad mediática y de consumo,
era una cuestión que trascendía lo estrictamente sanitario. Así, la intervención sanitaria, por encima de
sus objetivos específicos, tenía la pretensión de aumentar los recursos de
conocimiento de las personas para mejorar sus acciones, así como la
transformación de los entornos entendidos como conjuntos de haces relacionales.
Desde esta
perspectiva, el comportamiento personal era la clave de todo. Y este, no podía
mejorar solo mediante una información adecuada, sino que lo decisivo era la
capacidad de utilizar el conocimiento en los procesos de decisión. Con
posterioridad, y tras varios años de colaboración en este campo, comprendí las
limitaciones que tiene cualquier acción sectorial. Es imposible educar a un sujeto
para la salud, dejando en suspenso las demás áreas de la vida. Las capacidades
personales no se pueden escindir. Una persona avanza inevitablemente en su
conjunto o totalidad, trascendiendo la sectorialidad, que es un atributo del
sistema. De ahí la baja eficacia de los programas educativos, sanitarios y de
servicios sociales en el abordaje de problemas que son definidos por los
dispositivos de intervención como estrictamente sectoriales. En estas
condiciones, las intervenciones terminan por conquistar una localización
mediante la cooptación de un grupo de personas, alejándose de los objetivos
fijados.
Pero el
comportamiento individual no depende solo de las personas, sino que también es
influenciado por los entornos y las instituciones. Estos determinan posiciones
que se definen por sus condiciones sociales. Cada cual vive en una encrucijada
de varios sistemas sociales en los que se dan diferentes combinaciones de
factores socioeconómicos y culturales, que se encuentran en constante mutación.
Así se forja una heterogeneidad social manifiesta, en la que las desigualdades
adquieren una magnitud desmesurada. Las capacidades de las personas se
encuentran condicionadas por las condiciones de la posición que ocupan, que en
muchos casos les reportan distintas desventajas.
La salida
del confinamiento suscita la amenaza de los rebrotes y el riesgo de su
sinergia, generando una situación difícil. En este contexto, es inevitable
afrontar la cuestión del comportamiento individual. Se evidencia que muchos comportamientos
se encuadran en los patrones del riesgo con respecto al contagio. Pero el
problema de fondo estriba en que el dispositivo epidemiológico gubernamental
entiende el comportamiento como una cuestión de establecer normas y desarrollar
mecanismos de sanción para su cumplimiento. Así culmina su periplo de control
de la población mediante el confinamiento, en el que ha generado la idea de que
es el propietario de la misma. De este modo, elude la espinosa cuestión del
comportamiento individual. Su línea se puede sintetizar en el lema contario al
no te prives pero no te descuides. Este es “Prívate, jódete, cállate y
denuncia”.
El modelo
del gobierno remite a una genealogía inequívoca. Esta se puede sintetizar en el
campo de concentración, en el que se produce un orden rígido y los confinados
en él son impelidos a obedecer mediante el miedo. En una situación de esta
naturaleza se produce inevitablemente una regresión en los internados. Esta
adquiere la forma de infantilización, que se manifiesta de distintas formas. En
este extraño campo de concentración domiciliario primero y a cielo abierto
después, la gente es desposeída de su capacidad de decidir, que corresponde en
su integridad al nuevo estado epidemiológico. Una población sometida a este
shock tiende a comportarse según el molde en el que ha sido encerrada. En el
momento en el que la autoridad no está presente, tiende a resarcirse.
El lema no
te prives pero no te descuides recurría a cada cual, que para preservar sus
prácticas placenteras tenía que adoptar mecanismos de seguridad. El paisaje de
hoy remite a un poder somatocrático que atropella muchas de las subjetividades
sociales e impone un orden en el que no se reconoce la vida. La salud adquiere
una naturaleza brutal que destruye las prácticas sociales que conforman la
cotidianeidad. El mecanismo de las autoridades remite a pautas fundamentalistas
de negación de los placeres de una vida social plena. Se puede hablar en rigor
de nuevas iglesias rigoristas, insensibles con respecto a las necesidades de
sus atemorizados fieles. Pero, lo que es incuestionable, es que este modo de
gobierno autoritario produce malos resultados. El caso de España es
paradigmático.
En este
contexto cabe situar la cuestión de la obligatoriedad y 24x24 horas de la
mascarilla. Esta es una cuestión que suscita confusión. Mi posición al respecto
no niega su utilidad en distintos entornos, pero es absurdo imponerla a sangre
y fuego en todas las situaciones. El meollo del asunto radica en que una
persona vive sucesivamente distintas situaciones en un día corriente. Se trata
entonces de que esta materialice el no te
descuides, mediante la valoración de cada situación. Así, en locales
cerrados sí, en el metro sí, pero en paseos abiertos o en la playa no. Lo mismo
la distancia personal. Cada cual tiene que valorar cómo resuelve las relaciones
en las inevitables distancias cortas, que incluyen reuniones privadas
familiares y amistosas.
Solo una
persona capaz de ejercer sus decisiones, puede afrontar adecuadamente los
riesgos. Y esta persona solo adquiere esta competencia si se encuentra en una
situación en la que pueda hacer factible esta facultad. Pero la dirección de la
acción gubernamental medicalizada apunta a otra dirección: se trata de crear un
sujeto autómata obediente, dirigido por el miedo al purgatorio y al infierno, y
que acepte sin más consideraciones la abolición de su vida. Cuando transcurra
un tiempo, se harán perceptibles las barbaridades producidas en este tiempo de
estulticia en formato salubrista. Porque ¿se pueden suprimir las distancias
cortas de la vida permanentemente? Lo que más me ha interesado del
confinamiento ha sido el asunto de las parejas que han quedado separadas. La
creatividad de la gente ha propiciado encuentros secretos para los que había
que exponerse a los riesgos del trayecto, pero que eran recompensados por el
frenesí en el encuentro de los cuerpos.
Desarrollar
la competencia de actuar teniendo en cuenta la diversidad de las situaciones,
requiere una autonomía esencial de la persona, que solo es posible adquirir
mediante el gobierno de sí mismo. Este tipo de gobierno autoritario va justamente
en la dirección contraria. El resultado es el desmadre de los sujetos cuando se
encuentran en una situación donde la vigilancia no es efectiva. La cuestión esencial
a resolver radica en determinar qué parte de vida podemos conservar minimizando
los riesgos. Y también cómo actuar en
situaciones específicas, que exigen una adaptación de nuestras prácticas. Lo
que es inaceptable es una renuncia total a los placeres de la vida.
Algún lector
pensará que lo que propongo es utópico, y que la verdad última es que la gente
lo que necesita es una dirección enérgica por parte de una autoridad sin
ambigüedades. Ciertamente, no puedo dejar de recordar ahora mi terrible
experiencia en la universidad. Recuerdo que no se permitía a los estudiantes
estar sin la presencia de un profesor en un aula, siendo desalojados. En un año
en el que un grupo de estudiantes promovió muchas iniciativas, generando una
dinámica muy potente. En estas condiciones se hizo perceptible las limitaciones
físicas del aula para las puestas en común. Decidieron hacer una sesión en el
hall, que les permitía trabajar en círculo. Una sesión como aquella llena de
energía e inteligencia fue disuelta contundentemente, siendo remitidos a
confinarse en el aula organizada en filas y columnas en torno al atril del
profesor. Me dijeron que tuviera cuidado porque los antisistema se habían
infiltrado en mi clase.
En los
últimos años, en mis tránsitos por los pasillos, me encontraba con un pequeño
grupo de estudiantes que estaban en círculo poniendo en común un tema. Siempre
me paraba y les decía solemnemente que aquello era un acontecimiento anunciador
del futuro. Sí, las instituciones vigentes hoy se fundamentan en la creación de
un sujeto que actúe automáticamente en un campo diseñado mediante un sistema de
recompensas móviles. En la educación, en el trabajo, en el consumo, en los
servicios sociales y sanitarios. Se trata de conformar a cada uno como elector
permanente en varios simulacros concertados. Así se explica la escasa
resistencia a los dictámenes de los nuevos emperadores epidemiologizados del
presente.
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