Hace unos
días, Telemadrid informaba de que, en uno de los centros de salud de Rivas
Vaciamadrid, los pacientes tenían que esperar en el exterior del mismo, que se
encontraba desguarnecido del sol implacable de julio. Las imágenes de los
mayores bajo los paraguas, llamados desde la puerta uno a uno y en intervalos
variables de tiempo, eran elocuentes acerca del riesgo que corre la sala de
espera, que es uno de los elementos funcionales más importantes del sistema
sanitario. He visto esta escena en otros servicios del estado, como comisarías,
servicios administrativos y educativos. Por lo visto, los espacios de espera no
alcanzan el estatuto logrado por los bares, los restaurantes, los cines, las
discotecas y otros servicios para disfrute de los turistas.
Este
episodio se enmarca en una operación en la que la Administración, los servicios
sociales, educativos y sanitarios se blindan al exterior, erigiendo nuevas
barreras de acceso. Los servicios telefónicos, en una buena parte de los casos,
constituyen un verdadero fraude, en
tanto que, en la casi totalidad de las ocasiones, parece imposible comunicar.
Lo mismo ocurre con la digitalización acelerada y chapucera que ha sobrevenido
por efecto de la emergencia del virus. La recién estrenada enseñanza virtual
tiene todas las propiedades del concepto “simulacro” de Baudrillard. En estos
días conozco a muchos receptores de ayudas que chocan frente al pétreo muro que
han erigido las administraciones, cuyas instalaciones se han disipado,
desplazando su existencia a páginas web, que en no pocas ocasiones tienen una
existencia fantasmática. Hacienda constituye una excepción a esta dispersión
del estado.
El
distanciamiento súbito entre los productores y los receptores de los servicios
públicos, se produce mediante la intermediación del miedo, que adquiere una
preponderancia extraordinaria en estos días, instalándose en todos los
contextos, relaciones y mentes. Pero, la hospitalidad menguante de los
servicios públicos, es la culminación de varios procesos que vienen operando
durante muchos años. Se trata de las reformas que ha experimentado el antaño estado
del bienestar. Este se fundaba en un cuadro de valores que forjaban un modelo
de deber y hacer. Las reformas han alterado sustantivamente los mismos. La
institución central de la gestión se ha arraigado en todos los servicios,
disolviendo los valores convencionales y arrasando tanto el ethos burocrático,
como los ethos profesionales convencionales.
Este es
reemplazado por un sistema cuya esencia es establecer un mecanismo de registro
de las diferencias individuales, que constituyen el fundamento de la gestión. Así,
los logros de las personas son rigurosamente programados y evaluados,
estimulando la competencia permanente de tan esforzados atletas del éxito. Los
incentivos determinan los comportamientos de los competidores, que se movilizan
para alcanzarlos, de modo que mejore su posición en el ranking eterno, que se
renueva cada período temporal establecido.
Así se gobierna a las nuevas organizaciones de lo que fue el estado del
bienestar, que tras la aplicación de estos supuestos y métodos, se asemejan a
las organizaciones del mercado.
El principio
que rige el comportamiento profesional, se encuentra determinado por la marcha
de la carrera de la competencia, que plantea un conjunto de exigencias y de
recompensas. La actividad se encuentra orientada a alcanzar los objetivos
establecidos. Así se forja un arquetipo personal calculador, que decide a favor
de aquellas actividades que son recompensadas, así como evita aquellas que son
relegadas. Así, la institución central de la gestión produce un sujeto
profesional que actúa automáticamente según el cuadro establecido de premios y
sanciones. He vivido este proceso en la universidad, que significa para una
persona que quiere hacer carrera, el abandono de la docencia, reduciéndola a
una simulación que termina repartiendo premios a los perjudicados por la
ausencia de intensidad de las actividades: los estudiantes. Porque el indicador
principal de la docencia es el porcentaje de aprobados.
El modelo de
producción de servicios fundado en el mercado otorga a los
usuarios/consumidores prerrogativas asociadas a su consideración de compradores
de servicios. En tanto detenten esta condición, tienen que ser atendidos,
elevando la satisfacción del usuario a un rango sacramental. Pero el problema
es que los servicios públicos no son un mercado, de modo que estos elementos
devienen en ficcionales. Un paciente no puede elegir profesional, centro o
servicio, salvo en alguna situación excepcional, tampoco un estudiante o un
receptor de ayudas sociales. Además, no paga directamente el servicio. Así se
genera una extraña masa de consumidores sumida en una irrealidad, que ejerce
sus prerrogativas mediante presiones ejercidas a los productores.
El resultado
es la creación de una situación envenenada, que genera relaciones difíciles en
muchos casos, así como una hostilidad latente. En el caso de la universidad, he
vivido en primera persona la espectral situación de que la gran mayoría de
compradores de créditos con los que me encontraba desarrollaban presiones
silenciosas para reducir el servicio que les prestaba. Mucha gente quería hacer
menos y obtener más en términos de una cifra que significaba primordialmente
contribuir a la nota media. Así se genera un clima intoxicado, que es común a
todos los servicios públicos en la era triunfal de las reformas neoliberales y
gerencialistas. Muchos compradores me han confesado que despreciaban en su
fuero íntimo a los profesores/vendedores de créditos que se lo regalaban a
cambio de casi nada.
El Covid-19
adviene en esta situación, configurándose como un factor de apuntalamiento de
esta hostilidad latente, mutua, silenciosa y muda. Así, se constituye en el
argumento perfecto para que, en nombre de la seguridad, se instituya la
distancia entre los profesionales y los compradores de los servicios. En estas
coordenadas entiendo la virtualización sobrevenida súbitamente por la llegada
del virus fatal. Las ensoñaciones ideológicas de la excelencia y la calidad se
muestran como un espectro que concita la comicidad en grado máximo. Tengo un
gran respeto y aprecio por la enseñanza virtual, pero esta es muy exigente para
ambas partes. La relación profesor-alumno es muy fluida y puede llegar a ser
intensa, además de inevitablemente personalizada. Qué menos de una hora semanal
de conversación mutua. En un grupo de treinta o cuarenta, esto es imposible por
ausencia del recurso esencial tiempo. La simulación es inevitable y el
resultado es el refuerzo del pacto implícito mutuo para reducir el servicio, lo
que representa una falsificación.
Lo mismo la
telemedicina. Un médico que tenga cupos de cientos de pacientes no puede
atender del mismo modo que en los encuentros cuerpo a cuerpo, bien en la
consulta, bien en el domicilio. Pero el fervor que suscita este distanciamiento
tiene como raíces las dificultades de tratar una demanda, ejercida desde las
coordenadas de lo que se puede denominar con precisión como la multitud del
consumo. Así se reproduce de modo ampliado el dilema de las reformas
neoliberales, que termina por ejercer, tanto sobre los profesionales como los
compradores ficcionales, un efecto que solo puede calificarse de sádico. Se
predica la calidad, la excelencia y se promueven carteras de servicios
completas, en tanto que se cercenan los recursos para poder realizarlas. Así se
transfiere a las partes de la relación, una situación imposible que ellos deben
asumir y resolver.
El modelo
que se propugna es sencillamente imposible de cumplir. Nadie puede asumir un
curso virtual con cuarenta alumnos, o tratar setenta u ochenta personas todos
los días. En servicios sociales, tales como la dependencia ni siquiera quiero
entrar por defunción del principio de realidad. Este es el fundamento de un
malestar perpetuo y creciente que no se expresa explícitamente en términos de
servicios. Cuando se aplicó el plan de Bolonia en mi facultad, mis grupos eran
de sesenta estudiantes cada uno. Así me convertían, bien en un rebelde,
posición imposible de mantener institucionalmente, o en un cómplice forzado. En
este caso es preciso adornar la complicidad mediante la fabricación de
argumentos-excusa.
Pienso que
es una estrategia formidable, en términos de eficacia, para demoler
elegantemente el estado de bienestar. Así se fabrican sujetos que viven en un
estado de malestar perenne, originado por la situación en la que están
atrapados. Esta es una estrategia oculta que produce deterioros profesionales y
crisis personales. El libro de Enrique Gavilán es elocuente al respecto. Una
vez ubicados en esta contradicción, cada profesional tiene que elaborar
argumentos para demostrar su competencia en el mundo oculto en el que es
situado. Aquí radica la base de la obediencia debida a la autoridad, que se
sitúa por encima de la situación de la que es inductor. Cada gerente es un
evaluador en un sistema imposible, en el que solo se puede ser cómplice
forzado, manteniendo el secreto del sinsentido compartido.
No es de
extrañar que los compradores ficcionales tengan que esperar bajo el sol. Parece
inevitable que llegue el invierno en el que las colas frente a las estancias de
la administración tendrán que mudar las protecciones. El Covid termina con las
salas de espera y contribuye a un distanciamiento reparador entre los
profesionales prisioneros y la multitud del consumo, en sus múltiples
versiones. Como es común a todas las situaciones críticas, vuelven las colas,
que son la señal de la escasez y la selección.
Empiezo a preocuparme Don Juan. Me está resultando usted tan imprescindible como Wilson a Chuck Noland en Náufrago. Por casualidad, no tendrá una cerilla?
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