Presentación

PRESENTACIÓN

Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.

Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.

martes, 7 de julio de 2020

EL SÍNTOMA DE LA SALA DE ESPERA




Hace unos días, Telemadrid informaba de que, en uno de los centros de salud de Rivas Vaciamadrid, los pacientes tenían que esperar en el exterior del mismo, que se encontraba desguarnecido del sol implacable de julio. Las imágenes de los mayores bajo los paraguas, llamados desde la puerta uno a uno y en intervalos variables de tiempo, eran elocuentes acerca del riesgo que corre la sala de espera, que es uno de los elementos funcionales más importantes del sistema sanitario. He visto esta escena en otros servicios del estado, como comisarías, servicios administrativos y educativos. Por lo visto, los espacios de espera no alcanzan el estatuto logrado por los bares, los restaurantes, los cines, las discotecas y otros servicios para disfrute de los turistas.

Este episodio se enmarca en una operación en la que la Administración, los servicios sociales, educativos y sanitarios se blindan al exterior, erigiendo nuevas barreras de acceso. Los servicios telefónicos, en una buena parte de los casos,  constituyen un verdadero fraude, en tanto que, en la casi totalidad de las ocasiones, parece imposible comunicar. Lo mismo ocurre con la digitalización acelerada y chapucera que ha sobrevenido por efecto de la emergencia del virus. La recién estrenada enseñanza virtual tiene todas las propiedades del concepto “simulacro” de Baudrillard. En estos días conozco a muchos receptores de ayudas que chocan frente al pétreo muro que han erigido las administraciones, cuyas instalaciones se han disipado, desplazando su existencia a páginas web, que en no pocas ocasiones tienen una existencia fantasmática. Hacienda constituye una excepción a esta dispersión del estado.

El distanciamiento súbito entre los productores y los receptores de los servicios públicos, se produce mediante la intermediación del miedo, que adquiere una preponderancia extraordinaria en estos días, instalándose en todos los contextos, relaciones y mentes. Pero, la hospitalidad menguante de los servicios públicos, es la culminación de varios procesos que vienen operando durante muchos años. Se trata de las reformas que ha experimentado el antaño estado del bienestar. Este se fundaba en un cuadro de valores que forjaban un modelo de deber y hacer. Las reformas han alterado sustantivamente los mismos. La institución central de la gestión se ha arraigado en todos los servicios, disolviendo los valores convencionales y arrasando tanto el ethos burocrático, como los ethos profesionales convencionales.

Este es reemplazado por un sistema cuya esencia es establecer un mecanismo de registro de las diferencias individuales, que constituyen el fundamento de la gestión. Así, los logros de las personas son rigurosamente programados y evaluados, estimulando la competencia permanente de tan esforzados atletas del éxito. Los incentivos determinan los comportamientos de los competidores, que se movilizan para alcanzarlos, de modo que mejore su posición en el ranking eterno, que se renueva cada período temporal establecido.  Así se gobierna a las nuevas organizaciones de lo que fue el estado del bienestar, que tras la aplicación de estos supuestos y métodos, se asemejan a las organizaciones del mercado.

El principio que rige el comportamiento profesional, se encuentra determinado por la marcha de la carrera de la competencia, que plantea un conjunto de exigencias y de recompensas. La actividad se encuentra orientada a alcanzar los objetivos establecidos. Así se forja un arquetipo personal calculador, que decide a favor de aquellas actividades que son recompensadas, así como evita aquellas que son relegadas. Así, la institución central de la gestión produce un sujeto profesional que actúa automáticamente según el cuadro establecido de premios y sanciones. He vivido este proceso en la universidad, que significa para una persona que quiere hacer carrera, el abandono de la docencia, reduciéndola a una simulación que termina repartiendo premios a los perjudicados por la ausencia de intensidad de las actividades: los estudiantes. Porque el indicador principal de la docencia es el porcentaje de aprobados.

El modelo de producción de servicios fundado en el mercado otorga a los usuarios/consumidores prerrogativas asociadas a su consideración de compradores de servicios. En tanto detenten esta condición, tienen que ser atendidos, elevando la satisfacción del usuario a un rango sacramental. Pero el problema es que los servicios públicos no son un mercado, de modo que estos elementos devienen en ficcionales. Un paciente no puede elegir profesional, centro o servicio, salvo en alguna situación excepcional, tampoco un estudiante o un receptor de ayudas sociales. Además, no paga directamente el servicio. Así se genera una extraña masa de consumidores sumida en una irrealidad, que ejerce sus prerrogativas mediante presiones ejercidas a los productores.

El resultado es la creación de una situación envenenada, que genera relaciones difíciles en muchos casos, así como una hostilidad latente. En el caso de la universidad, he vivido en primera persona la espectral situación de que la gran mayoría de compradores de créditos con los que me encontraba desarrollaban presiones silenciosas para reducir el servicio que les prestaba. Mucha gente quería hacer menos y obtener más en términos de una cifra que significaba primordialmente contribuir a la nota media. Así se genera un clima intoxicado, que es común a todos los servicios públicos en la era triunfal de las reformas neoliberales y gerencialistas. Muchos compradores me han confesado que despreciaban en su fuero íntimo a los profesores/vendedores de créditos que se lo regalaban a cambio de casi nada.

El Covid-19 adviene en esta situación, configurándose como un factor de apuntalamiento de esta hostilidad latente, mutua, silenciosa y muda. Así, se constituye en el argumento perfecto para que, en nombre de la seguridad, se instituya la distancia entre los profesionales y los compradores de los servicios. En estas coordenadas entiendo la virtualización sobrevenida súbitamente por la llegada del virus fatal. Las ensoñaciones ideológicas de la excelencia y la calidad se muestran como un espectro que concita la comicidad en grado máximo. Tengo un gran respeto y aprecio por la enseñanza virtual, pero esta es muy exigente para ambas partes. La relación profesor-alumno es muy fluida y puede llegar a ser intensa, además de inevitablemente personalizada. Qué menos de una hora semanal de conversación mutua. En un grupo de treinta o cuarenta, esto es imposible por ausencia del recurso esencial tiempo. La simulación es inevitable y el resultado es el refuerzo del pacto implícito mutuo para reducir el servicio, lo que representa una falsificación.

Lo mismo la telemedicina. Un médico que tenga cupos de cientos de pacientes no puede atender del mismo modo que en los encuentros cuerpo a cuerpo, bien en la consulta, bien en el domicilio. Pero el fervor que suscita este distanciamiento tiene como raíces las dificultades de tratar una demanda, ejercida desde las coordenadas de lo que se puede denominar con precisión como la multitud del consumo. Así se reproduce de modo ampliado el dilema de las reformas neoliberales, que termina por ejercer, tanto sobre los profesionales como los compradores ficcionales, un efecto que solo puede calificarse de sádico. Se predica la calidad, la excelencia y se promueven carteras de servicios completas, en tanto que se cercenan los recursos para poder realizarlas. Así se transfiere a las partes de la relación, una situación imposible que ellos deben asumir y resolver.

El modelo que se propugna es sencillamente imposible de cumplir. Nadie puede asumir un curso virtual con cuarenta alumnos, o tratar setenta u ochenta personas todos los días. En servicios sociales, tales como la dependencia ni siquiera quiero entrar por defunción del principio de realidad. Este es el fundamento de un malestar perpetuo y creciente que no se expresa explícitamente en términos de servicios. Cuando se aplicó el plan de Bolonia en mi facultad, mis grupos eran de sesenta estudiantes cada uno. Así me convertían, bien en un rebelde, posición imposible de mantener institucionalmente, o en un cómplice forzado. En este caso es preciso adornar la complicidad mediante la fabricación de argumentos-excusa.

Pienso que es una estrategia formidable, en términos de eficacia, para demoler elegantemente el estado de bienestar. Así se fabrican sujetos que viven en un estado de malestar perenne, originado por la situación en la que están atrapados. Esta es una estrategia oculta que produce deterioros profesionales y crisis personales. El libro de Enrique Gavilán es elocuente al respecto. Una vez ubicados en esta contradicción, cada profesional tiene que elaborar argumentos para demostrar su competencia en el mundo oculto en el que es situado. Aquí radica la base de la obediencia debida a la autoridad, que se sitúa por encima de la situación de la que es inductor. Cada gerente es un evaluador en un sistema imposible, en el que solo se puede ser cómplice forzado, manteniendo el secreto del sinsentido compartido.

No es de extrañar que los compradores ficcionales tengan que esperar bajo el sol. Parece inevitable que llegue el invierno en el que las colas frente a las estancias de la administración tendrán que mudar las protecciones. El Covid termina con las salas de espera y contribuye a un distanciamiento reparador entre los profesionales prisioneros y la multitud del consumo, en sus múltiples versiones. Como es común a todas las situaciones críticas, vuelven las colas, que son la señal de la escasez y la selección.


1 comentario:

Juan M. Luque dijo...

Empiezo a preocuparme Don Juan. Me está resultando usted tan imprescindible como Wilson a Chuck Noland en Náufrago. Por casualidad, no tendrá una cerilla?