La trasgresión organizada forma con
lo prohibido un conjunto que define la vida social
Georges
Bataille
La crisis
del Covid ha determinado una importante ruptura en las sociedades del presente,
mucho más allá de lo estrictamente relacionado con la salud. Una de las
dimensiones fundamentales del nuevo orden social es el reforzamiento de las
funciones del estado en el control de la vida y de las poblaciones. Este factor
determina un verdadero renacimiento de la policía como institución, que
adquiere la potestad de inspeccionar a toda la población. La definición de la
situación como “guerra contra el virus” significa una contienda contra los
portadores del mismo, que se encuentran insertos en la población. Así se forja
la licencia para intervenir bajo el principio de que todos somos sospechosos,
en tanto que el mal puede encontrarse alojado en cualquier cuerpo.
El
confinamiento total ha representado la recuperación del imaginario policial
como propietario del espacio público, dotado de la potestad de vigilar a los
transeúntes y determinar la pertinencia de sus desplazamientos. Las calles
vacías son el espacio perfecto para ejercer en régimen de monopolio el control
total. El millón largo de multas impuestas, así como las múltiples actuaciones
que se inscriben en el concepto de “excesos policiales”, testifican la
restitución de la policía-institución como agente fundamental del estado en
tiempos de guerra, en este caso, de una guerra fantasmática e imaginaria. En
esta situación de excepción, la policía tenía la capacidad de identificar a los
transgresores sin investigaciones laboriosas, solo por su presencia en la vía
pública.
La desescalada
en busca de la nueva normalidad suscita
una situación diferente, pero que mantiene las prerrogativas de la policía. El
nuevo estado epidemiológico reglamenta estrictamente la vida, estableciendo
horarios, turnos, vetos a grupos de edad, espacios prohibidos, reglas de
conducta y prohibiciones. El problema de esta hiperreglamentación es que muchos
de sus preceptos son inaplicables en distintos contextos sociales. Sus
diseñadores son gentes cuyo imago ha sido forjado en el laboratorio, que es un
medio en el que la complejidad se reduce para poder aislar las variables. Pero,
una vez ascendidos súbitamente a la cúpula del estado, convertidos en nuevos
pastores, sus definiciones con respecto a las prácticas de la vida son
manifiestamente distorsionadas. Siempre que salgo de la consulta de un
endocrino, me digo a mí mismo “Este tío es un marginal, un verdadero
marginado”, en tanto que acredita sobradamente su incapacidad radical de
comprender la vida.
Así como en
el confinamiento las situaciones eran sencillas de gestionar, interfiriendo a
un transeúnte y requiriendo sus motivos, en las siguientes fases, todo se
complica. Lo patético alcanza niveles de comedia, en tanto que es imposible
verificar si los grupos de quince son familiares, si los que caminan juntos en
pareja son convivientes o intervenir en las terrazas, en tanto que en ninguna
se respeta la distancia de seguridad, en la versión mística de los
epidemiólogos. Las situaciones de trasgresión son tan generalizadas, que hacen
imposible la intervención de la policía. Esta se reserva para las grandes
ocasiones en las que concurran los niveles altos de transgresión con la
naturaleza de los actores, determinados por su percepción. Los jóvenes
marginales, los empobrecidos, los extranjeros de lugares subalternos del
sistema-mundo y aquellos caracterizados por su “mala pinta”, son objeto de
intervención policial, que contrasta con el consentimiento de los incumplidores
dotados con distintos grados de señorío.
Esta
situación, en la que las reglas proclamadas son desbordadas por doquier en los
espacios públicos, activa el terror a los efectos del virus en los sectores
sociales más amenazados por este. Así se configura una demanda desbocada de
seguridad, que deposita su esperanza en la policía y requiere su intervención.
De este modo se reconstituye el vínculo histórico entre la institución de la
gendarmería y su base social, debilitada durante muchos años. Este nexo es
esencial para respaldar la eficacia de sus actuaciones. Una de las mejores
películas que he visto con anterioridad al confinamiento es “Los miserables”,
en la que se narran las vicisitudes de una patrulla policial en París, patrullando un barrio adverso, en la que
carece de apoyos. Sus limitaciones son patentes en un medio en el que la
transgresión es la norma y ellos mismos son exteriores a esos sistemas
sociales.
La crisis
del Covid y la emergencia de un renovado estado clínico, cuyas actuaciones se
basan en la comunicación audiovisual intensiva, combinada con la promulgación
de normas duras que interfieren la vida ordinaria, determinando que la gestión
de la coerción constituya el eje de sus actuaciones. Así se restablece el nexo
con una población ansiosa de seguridad, que respalda desde los balcones la
acción enérgica de los gendarmes frente a la última versión de Alien, el octavo
pasajero de la mítica película, que se aloja en cualquier cuerpo transgresor
amenazando a los normales, a los puros, a los obedientes, a los buenos. La
policía adquiere en este entorno una preponderancia y legitimidad insólita, que
ampara cualquier exceso frente a los cuerpos en los que se puede encontrar
alojado ese repudiado pasajero.
Esta
situación reactiva las memorias históricas de los grandes sectores sociales
identificados con el autoritarismo franquista. Recuerdo en mi infancia y
juventud lo que era “un guardia”. Sus actuaciones eran contundentes y tenían la
potestad de ser indiscutibles e indiscutidas. Para que los lectores que no
hayan conocido esa época puedan entender el arraigo de la autoridad, un
acomodador en un cine, un hombre de sesenta años, pequeño y desgastado,
expulsaba a un grupo de adolescentes del mismo después que estos hubieran
tenido comportamientos inadecuados. Nadie lo discutía, los alborotadores
abandonaban sin rechistar el local. La apoteosis de autoridad se encontraba
arraigada en todos los espacios de la sociedad.
Este amplio
contingente social quedó progresivamente huérfano de autoridad con la
instauración de una sociedad de consumo de masas desbocado. La estimulación de
la nueva figura del cliente, que es quien finalmente decide comprar el producto
o el servicio, erosiona los convencionales sistemas de autoridad, generando
subjetividades incompatibles con el rígido orden condensado en la tríada
industrial reglas/jerarquía/disciplina. Las tensiones derivadas de esa
orfandad, constituyen una nostalgia autoritaria muy extendida entre múltiples
sectores. Las calles y los locales de ocio son tomados por los desreglamentados
para recrear su mundo extraño a las normas. Pero este territorio se expande, penetrando
en las aulas, las consultas médicas y otros ámbitos antaño estrictamente
regulados.
Los
nostálgicos de la autoridad se ubican no solo en los espacios desregulados y
definidos por Lipovetsky como constituidos por la regla de la personalización, sino
también en contingentes del mundo del trabajo y de las bases sociales de la
izquierda. La crisis de las normas genera anomias que producen un clima social
de inseguridad en muchos de los territorios donde se asienta la vieja clase
obrera y sus versiones sucesoras, constituidas por la gran desregulación
postfordista. La demanda de policía deviene casi universal, se multiplican los
agentes de seguridad y la vigilancia se despliega en múltiples formas. Así se
configura la securitización, un proceso central las sociedades neoliberales
avanzadas, que ahora se refuerza con la presencia del virus letal, encarnado,
como Alien, en distintos cuerpos y acontecimientos cotidianos.
El orden
instaurado desde las coordenadas del laboratorio es desbordado por la vida, y
los sujetos concebidos desde este desertan masivamente cuando tienen la mínima
oportunidad. Las imágenes de las playas, las terrazas y las áreas de tránsito
son elocuentes. La deserción es la norma, reafirmando el viejo precepto de que
el comportamiento racionalizado se establece solo en determinadas esferas y
momentos de la vida. Pero en otras
esferas y tiempos las pasiones establecen su hegemonía. Así, una persona se
comporta con respecto a reglas habitualmente, pero se transforma radicalmente
cuando se encuentra inmerso en cualquier ámbito en el que se produce euforia,
que es un estado desconocido por las ratas de laboratorio. Las barras de los
bares y el fútbol van a ejercer un testimonio relevante de esta afirmación.
Pero las
normas estrictas no solo son incumplibles en su integridad, sino que conllevan
una selección arbitraria de sus excepciones. Las imágenes de Núñez de Balboa,
en las que la policía acompaña la protesta expresada en la abolición de la
distancia de seguridad entre los ilustres manifestantes, denotan la
arbitrariedad de las instituciones estatales. Precisamente, esta es una de las
características esenciales de la institución-policía. Esta no persigue por
igual conductas reguladas por el código penal, sino que actúa según su propia percepción.
Su autonomía en situaciones específicas alcanza cotas inusitadas. Los
agricultores propietarios, los transportistas, los aficionados al fútbol y
otros colectivos, tienen un estatuto especial de tolerancia policial, que
suaviza su intervención manifiestamente.
Por el
contrario, los jornaleros, los trabajadores en conflicto, los movimientos
sociales por derechos civiles, los inmigrantes, los nómadas urbanos y las
gentes integradas en los mundos derivados de las marginaciones, son objeto de
una intervención policial extrema. Las diferencias son insólitas. Muchas veces
me he preguntado cómo actuarían ante comportamientos tan desafiantes y
transgresores como los que se producen en una huelga de transporte o los
hooligans desbocados en un partido de fútbol. En esta diferencia se expresa un
sistema de pesos y medidas inequívocos, que se encuentra inscrito en el código
genético de la institución. Muchas veces he pensado que me gustaría ser un
turista europeo desmadrado en una zona de playa, dotado de licencia para la
barbarie sin límites. En este caso la tolerancia es la norma que guía las
actuaciones policiales.
Se puede
establecer un pronóstico factible de que muy pronto se produzca un rebrote del
virus, en tanto que la apertura al turismo de masas y el fracaso de las medidas
pensadas para los seres que habitan el laboratorio, son factores de un riesgo
imposible de gestionar. En este escenario se van a fundir las demandas de
seguridad de los huérfanos del orden, aterrorizados por la ubicuidad de Alien,
con las frustraciones de la policía por la inoperancia de sus actuaciones. La
situación puede llegar a ser explosiva, en la que se fusionen todos los
malestares. Mientras tanto, haremos lo posible por conseguir pequeños sorbos de
vida.
Así se hace
inteligible la afirmación de Bataille que abre este texto. Lo ubicado en el más
allá de la norma y lo prohibido desempeñan un papel central en la vida social.
Lo subterráneo que aparece en la superficie y se disipa frente a miradas
normativizadoras para regresar de nuevo, es un ingrediente esencial de la vida.
El misterio de las sociedades del presente es que condenan oficialmente
comportamientos y prácticas sociales generalizadas. Este episodio indica una
crisis de conocimiento y un excedente de investigación de laboratorio.
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