En los
próximos días se cumplen ocho años de la muerte de Carmen, mi compañera en
tantos años de vida. La crisis del Covid y el confinamiento han activado mi
memoria de ella, que se ha hecho más presente que nunca en mi casa cercada por
el dispositivo somatocrático, la
vigilancia policial y las miradas
inquisitivas de los guardianes de los balcones. Su imagen ha comparecido en
todos los rincones, pero en el primer momento en busca del sueño, así como al
despertar, su efigie me ha acompañado sin excepciones, ayudándome a escapar del
hermético mundo que subordina lo cotidiano al orden autoritario y rigorista de
la salud amenazada, sumergiéndome en una dulce nostalgia.
Los largos
años de la enfermedad de Carmen me han marcado decisivamente. He logrado controlar mi diabetes,
emancipándome de esa pandemia terrible que llaman control de la cronicidad, de
modo que he minimizado los daños derivados del progreso de la enfermedad, pero,
sobre todo, de los descalabros que produce, en una gran parte de pacientes, el
tratamiento automatizado y despersonalizado de los demiurgos de los programas
asistenciales. Pero en el caso de Carmen, el tratamiento inevitable de su
granulomatosis de Wegener, era devastador y la iba devorando. El proceso de
deterioro concluyó con la aparición del cáncer en su debilitado cuerpo, que
terminó por expandirse terminando con su vida.
La
enfermedad terrible de Carmen me enfrentó con el sistema sanitario en su
versión auténtica. Durante muchos años he vivido profesionalmente entre
discursos médicos benevolentes que disfrazaban la realidad asistencial, que
terminó por comparecer brutalmente ante mí, tanto en el caso de mi diabetes
como en la de su Wegener. En este viaje pude vivir en directo y primera persona
lo que había debajo de las alfombras, que constituían las ideologías médicas
que aparecían en las clases, los textos y las representaciones de las
venerables instituciones de asistencia y su canónica formación continuada.
Carmen se reía cuando le decía en tono apesadumbrado que mis años de
colaboración en la atención en la salud me habían convertido en un vendedor de
alfombras, sobre las que era capaz de elaborar un discurso imaginario que se
inscribía en lo prodigioso, homologándome con el mítico Aladino, que volaba
sobre ella liberándose del prosaico hábitat del suelo.
Los años de
enfermedad y declive de Carmen me legaron un dolor permanente. A las
vicisitudes de la enfermedad, que adoptaban la forma de escalera, cabe añadir
las de los sucesivos descubrimientos de los secretos encerrados en los bajos
del laberinto asistencial. Entre todas las desdichas, lo peor fue descubrir que
la única garantía de que fuera bien tratada era comprar un salvoconducto
médico. Este es uno de los aspectos más perniciosos para mi castigada
conciencia personal, marcada por el imaginario de la izquierda. Como
propietario de ese pasaporte providencial pude conocer, en las estancias de Carmen
en el hospital, a gentes sencillas desprovistas de ese recurso, que en algunos
casos determinaban un itinerario asistencial fatal. Estas son las vivencias
críticas en el mejor sistema sanitario del mundo que me han modelado como
persona.
Mis
vivencias se encontraban frontalmente con las ideologías gerenciales, que se
sobreponen en este tiempo a las culturas médicas. En mis actividades docentes
con médicos y enfermeras, que fueron cediendo su lugar a personal de gestión
puro y duro, se reflejaba inevitablemente mi distanciamiento de los saberes de
los tratantes de cosas, que imponían sus representaciones en los contextos en
los que los tratados eran personas. Mis experiencias me proporcionaban una
posición privilegiada desde la que mirar sobre las fantasías de la excelencia y
la calidad, que en el caso de tratamiento de pacientes no cuadraban con los
preceptos de fabricación de productos materiales inanimados. Esta brecha no
dejó de crecer hasta mi retirada voluntaria de este campo.
El dolor
difuso derivado de inteligirme a la contra de tan poderoso sistema de
significación y de prácticas, cuyo techo y suelo se fusionaban en múltiples
alfombras mágicas de todas las formas, tamaños y colores imaginables,
vivenciando así mi propia insignificancia ante el formidable dispositivo
asistencial, adquirió un rango cronificado. Pero este se incrementaba en tanto
que Carmen, debilitada irreversiblemente por la enfermedad, adoptaba una
posición pragmática definida por el fatalismo. No quería siquiera hablar de las
situaciones y comportamientos perversos que vivíamos conjuntamente. Así se fue
contagiando del arquetipo de enfermo que renuncia a comprender la realidad que
vive y genera una esperanza infundada en su futuro. La imagen cercana de
Lourdes y Fátima, en el que un contingente de enfermos incurables comparecen
estimulados por las técnicas de animación ejercidas por los religiosos, nos
amenazaba en nuestra inmediatez. La idea del milagro se encuentra más arraigada
en el imaginario de los pacientes de lo que podemos imaginar.
En estos días contemplo con asombro las
imágenes emitidas en el dispositivo central de la televisión, en las que un
paciente sale de la UCI tras muchos días de estancia. En torno a él se
congregan las cámaras y los sanitarios devienen en aplaudidores, poniendo en
escena un ritual festivo. Los sentidos de la emisión no son otros que celebrar
este insigne milagro laico, en espera de que este represente un estímulo a los
atribulados contingentes amenazados por el riesgo del Covid. La promiscuidad entre
ciencia, religión y milagrería deviene en un espectáculo que desempeña un papel
relevante en el orden epidemiológico-comunicativo.
Carmen era
una persona dura, capaz de asumir umbrales de dolor insufribles para la
mayoría. Así, fortificada en el azar con rostro médico, pudo vivir varios años
de adversidad suprema. La aparición del cáncer y sus cirugías aceleró el final.
En este tiempo final mi dolor se incrementó, en tanto en que ella persistía en
la fantasía del milagro terapéutico, fomentada por los oncólogos y cirujanos.
En este momento, le propuse irnos a Cabo Verde, que era nuestra fuga imaginaria
de un mundo en el que no encajábamos bien. Imaginaba unos meses en este paraíso
atlántico soñado por ambos. Ella lo rechazó y su pragmatismo asociado a su
situación de debilidad remodeló su milagro terapéutico, reduciéndolo a mínimos.
Los últimos meses aspiraba sólo a seguir igual, arrastrándose por el pantano de
la quimio el tiempo que fuera posible.
Nuestro
vínculo se fortaleció en la larga navegación frente a la adversidad. Tuvimos
que comenzar a vivir tras las convulsas rupturas y disidencias que atravesaron
nuestras vidas. La primera fue el cisma terrible con la sociedad franquista
tardía que interfería nuestras vidas. Por ello tuve que pagar un alto precio en
persecuciones, cárceles e interrupción de mi vida académica. Pero esta
disidencia fue compartida con otras gentes que nos acompañaron. Tras varios
años, la disidencia con el partido comunista, que fue más traumática y menos
social que la primera. Tuvimos que rehacer nuestras vidas, que fueron
adquiriendo la condición de poco comprensibles. Pero la más dura y menos social
fue la tercera, con el capitalismo global, postfordista y neoliberal. Esta fue
la menos social, en tanto que tuvimos que aprender a vivir maquillando nuestros
posicionamientos, en tanto que estos tenían una inquietante tasa de
incomunicabilidad. En estos años, los últimos de Carmen, nuestra relación se
fortificó en varios asedios.
Tras el
shock experimentado por su muerte, su memoria se ha asentado permanentemente en
mí. Siempre que descubro algo nuevo o disfruto de un don minúsculo de la vida,
comparece en mi memoria, de modo que me veo obligado a contárselo e imaginar
cómo lo hubiera disfrutado. Presumo sus reacciones ante todas las cosas nuevas
y lamento que se pierda algunos acontecimientos de la vida que hubiera gozado.
Así se ha forjado un extraño diálogo interior que me reconforta en un tiempo en
el que tengo que sobrevivir solo afrontando mi tercera disidencia, que ahora
adquiere la forma de un extraño gulaj doméstico en defensa de la salud
amenazada.
Días antes
de morir me pidió que cuidase de nuestra perra Totas, y que le diera una buena
vida y una buena muerte. La perra extraña a Carmen tantos años después. No hay
cosa que más le reconforte que la visita de una mujer a la casa,
proporcionándole múltiples atenciones en espera de ser correspondida. Así
rememora a su vieja ama, imaginando la posibilidad de su retorno. Totas está ya
muy mayor y no aguanta un paseo de un par de horas por la Casa de Campo, con
sus largos trayectos de metro en la ida y la vuelta. En la última semana, cojea
de una pata delantera. La he llevado al veterinario y le ha recetado
antiinflamatorios, lo cual sanciona la terrible expansión diagnóstica de esta
época desbocada, que llega al tratamiento de los animales, convirtiéndolo en
sobretratamiento agresivo. Menos mal que soy un experimentado y avezado
paciente, dotado de la capacidad de sortear las terapéuticas fatales.
Lanecesidad de una prevención cuaternaria se extiende a la galaxia veterinaria.
En estos
días de posconfinamiento y contacto con la naturaleza, he rememorado a Carmen,
recordando las músicas que acompañaron nuestro viaje imaginario que el cáncer
canceló. Estos tres vídeos le gustaban mucho. El primero, Fada, es el que puse
en su despedida, en la que su cuerpo eran ya cenizas que terminarían, tanto en
el Cantábrico, en un lugar cercano a su mítica “Maruca” de la infancia en
Santander, como en un lugar de la Sierra de Huétor Santillán, en Granada, en el
que hemos disfrutado mucho con nuestras perras en paseos grandiosos para
nuestros sentidos. El segundo, es una síntesis en imágenes de Cabo Verde. El
tercero, Fidjo Maguado representa muy bien el estado de nostalgia que me afecta
cuando recuerdo nuestro amor y los momentos fantásticos que nos regaló la vida.
Todos son de Cesarea Evora, que nos ayudó durante muchos años a consumar
pequeñas fugas cotidianas fantásticas, tras las que regresábamos al mundo del
capitalismo avanzado, que en nuestro entorno era leído como una democracia
dotada con la capacidad de adormecer.
Ciertamente que entre las medicinas de farmacia que estropean por lo menos tanto como curan y las de las parafarmacias que ni curan ni estropean se hace difícil escoger nada, pero bueno la edad se alarga y se muere uno menos joven, en líneas generales y a veces pienso que en remiendos hemos avanzado mucho, aunque desde luego son remiendos, zurcidos muy mal en ocasiones, un abrazo, fuerte, en estos días para ti Juan tan llenos de nostalgia y de recuerdos.
ResponderEliminarGracias amigo, otro abrazo
ResponderEliminarHace varias semanas descubrí su blog, huyendo de la asfixiante unanimidad de opiniones que ofrecían los medios de información de la pandemia; me encontraba solo con mi asombro y mis dudas, zozobrando y a punto de cuestionar mi propia capacidad de pensamiento y análisis (tan fuerte es la presión que sufrimos:al fin y al cabo somos seres sociales). Sus reflexiones me han ayudado a mantener un poco de lucidez (quiero creer que alguna tengo) en medio de este despropósito. Afortunadamente, han surgido más voces críticas, sobre todo allende nuestras fronteras. Quiero agradecerle la publicación de sus notas, incluidas las de tono personal, tan empáticas. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias josé Luis. Ciertamente, en esta crisis del Covid se encuentran presentes varias crisis, siendo la más letal la de la inteligencia, que se deriva de la unanimidad terrible que prevalece en este tiempo.
ResponderEliminarUn abrazo
Hola Juan.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir estas vivencias tan intensas y tan llenas de significado.
Gracias también por compartir tus análisis de esta sociedad tan compleja.
Un abrazo.
Jesús Sánchez
Gracias Jesús. Estoy de acuerdo en la complejidad de esta sociedad que contrasta con la simplicidad con la que la analizan las instituciones y los medios.
ResponderEliminarUn abrazo
Hace poco, un amigo muy cercano me contaba con una angustia evidente que no quería vivir en un mundo en el que estaba prohibido bailar. Había oído, en mitad del fárrago de noticias diarias (por llamarlas de alguna manera) que las discotecas abrirían próximamente con la prohibición de poder bailar a riesgo de no salvar la distancia de seguridad. Este amigo, con una honda consternación, me confesó que él no quería vivir en ese mundo. Quiero agradecerle el "asidero" que han sido sus publicaciones durante estos meses en esta corriente de unánime mansedumbre, en la que se ha renunciado a la más mínima reflexión crítica de lo que estaba sucediendo. Llegué a su blog gracias a una feliz carambola a través de Javier Aymat. De nuevo gracias por acompañarme en esta disquisición que pone en solfa algo tan aparentemente elemental como es: que hace de la vida humana algo que trasciende la mera biología perdurable.
ResponderEliminarUn saludo.