En distintas
ocasiones he aludido en este blog a Amador Fernández Savater. Este es un autor,
- no en el sentido académico convencional, sino ubicado en el más allá, en la
vida y la sociedad- que mantiene en el tiempo su fertilidad creativa. Algunos
de sus textos han ejercido en mí fecundas tormentas en mis esquemas
referenciales y mis posicionamientos. Ayer leí un texto suyo “Obediencia o findel mundo: La estrategia de la disuasión”, que ha publicado en El Lobo Suelto.
En este aporta una idea clave para comprender la crisis del Covid-19 en su
integralidad, esta es la disuasión. El poder resultante del apocalipsis viral,
el confinamiento y la suspensión del sistema productivo, presenta rasgos
análogos a aquél que se consolidó en la guerra fría, frente a la amenaza de
guerra nuclear. La idea que lo estructura es la de disuasión a su contrario,
que en este caso es la población misma.
Desde siempre
el estado ha amparado al poder militar, que formaba una parte indisoluble del
mismo. El desarrollo de la ciencia y la tecnología ha tenido el efecto de
incrementar de forma sostenida y acumulativa el poder destructivo de los
ejércitos, fundado en la potencialidad devastadora de las sucesivas
generaciones de armas. La segunda guerra mundial representó un salto formidable
mediante la aparición del poder nuclear. Las bombas de Hirosima y Nagasaki
representaron la apoteosis de la destrucción, reconfigurando la guerra como un
exterminio generalizado de los contendientes. La confrontación entre los dos
bloques nutridos por los dispositivos nucleares, implica la construcción de un
nuevo tipo de poder, que se articula en torno al concepto de disuasión. Esta se
funda en una amenaza terrible que los contendientes tienen que asumir como
posibilidad factible.
De esta
situación nace un nuevo poder que se arraiga en una sociedad intimidada por la
amenaza. La presencia espectral de un enemigo dotado de un potencial de destrucción
tiene consecuencias patentes. En este medio, las industrias de la conciencia,
los medios de comunicación, adquieren un papel preponderante. Las dos bombas
atómicas no suscitaron ninguna respuesta en el seno de la sociedad
norteamericana. La eficacia de estas industrias generadoras de una conciencia
difusa y anestesiada, se hicieron patentes. Günther Anders es el filósofo que
mejor ha comprendido esta época de destrucción. Sus textos muestran su lucidez,
al tiempo que su marginación académica y mediática. He releído en varias
ocasiones textos suyos. Siempre han suscitado cuestiones nuevas, como es
característico de los textos densos.
El Covid-19
ha irrumpido impetuosamente, haciendo gala de su capacidad destructiva. Así se
ha confirmado como una nueva amenaza portadora de riesgos. Su emergencia ha
reconfigurado el poder de los estados, que han catalizado varios procesos en
curso. Así, se ha rescatado el poder de la disuasión suprema. La amenaza es
interpretada en una escala que ampara el confinamiento y la gestión de la
población según el modelo de “estado de guerra”. Al igual que en el caso de la
guerra fría, las industrias de la conciencia se han movilizado desempeñando un
papel esencial en la producción y reproducción ampliada de los temores, que
resultan el fundamento para la apoteosis del miedo y las actuaciones
desmesuradas de los estados. Esta es una cuestión que no es aludida en el
magnífico texto de Amador.
La disuasión
se funda en el terror de una catástrofe, concediendo al poder una licencia sin
límites para intervenir sobre los atemorizados súbditos. Pero la ecuación sobre
la que se funda el poder disuasorio es la de intercambiar la protección por la
sumisión. Así se genera el confinamiento total, que supone una coagulación de
lo social, tras la cual, la vuelta a “la nueva normalidad”, significa el
mantenimiento del anonadamiento colectivo en distintos grados. La población ha
experimentado una desapropiación de su propia socialidad. Esta es una
experiencia que deja huellas imperecederas. Esta es una operación de
uniformización, de reducción de lo social, de anulación de la fuerza creadora
de distintos contingentes de la sociedad. La disuasión es una neutralización de
la sociedad, que es reconvertida en un sistema receptor, disipando toda su energía.
Hablar de democracia en estas condiciones, resulta una paradoja tan suprema
como el rango de la amenaza que la justifica.
Amador
entiende la respuesta a la pandemia, desde las coordenadas de la disuasión “Podría activarse, a partir de la pandemia del
coronavirus, una nueva estrategia de la disuasión? Desde luego no buscaría
alcanzar con el virus -y tampoco con la infinidad de peligros que vienen o ya
están- ningún equilibrio del terror, sino más bien usar el miedo al apocalipsis
como estrategia de disuasión de
las propias poblaciones. Pero, ¿disuadir a las poblaciones de qué?”.
La nueva forma de disuasión tiene como objetivo a las poblaciones mismas,
neutralizando sus iniciativas y debilitando su sistema de relaciones.
La disuasión
es una operación que tiene como finalidad crear un nuevo estasdo de lo social “La guerra de disuasión ya no es entre
ejércitos, sino entre un orden agujereado y un pueblo por venir capaz de interrogar y atravesar los
agujeros. Se trata de reducir la angustia de lo desconocido a terror
paralizante, la interdependencia ante el peligro a factor de riesgo, el no
saber a impotencia y delegación. Que todo cambie (la “nueva normalidad”) sin
que nada cambie realmente. La disuasión, como prolongación de la guerra por
otros medios, es una militarización de la sociedad que busca producir un nosotros sin divisiones (“todos
a una”), es decir, sin preguntas
íntimas y colectivas que puedan ser fuente de una nueva
politización. Una población homogénea de víctimas y supervivientes que sólo pide
protección.”
El nuevo
estado se define en función de la posibilidad de una catástrofe apocalíptica,
ofreciendo como alternativa, una catástrofe minimizada. “La sombra del apocalipsis es el escenario ideal para la activación de
una nueva estrategia de la disuasión: obediencia o fin del mundo […] Pero el
poder disuasivo más bien nos da a elegir entre dos anarquías. Por un lado la anarquía inferior de la
improvisación, el estado de excepción variable, la gestión just in time. Y por otro la
anarquía superior de la catástrofe final, el colapso definitivo, la
aniquilación total. Estado débil, a la defensiva, pero que funciona y gobierna así,
presentándose como una “fortaleza asediada”, un frágil equilibrio amenazado por
un poder desconocido. El poder
disuasivo no postula un orden, sino que gestiona permanentemente el desorden (y
no lo oculta)”.
Fernández Savater plantea la cuestión esencial, que radica en la
minimización de la recompensa por el sacrificio que concede al poder una
preponderancia sin límites a cambio de un bien menguado “Sin horizonte
positivo ni propuesta de paraíso, el poder disuasivo sólo nos ofrece una
posibilidad de supervivencia. No una vida mejor, sino vivir a secas. Ninguna
solución definitiva, sólo la contención del desastre, ganar tiempo. No alcanzar
el Bien, sino evitar el Mal. Ningún sueño, sólo impedir la pesadilla. La
esperanza queda borrada, lo posible es la catástrofe. Desaparece toda oferta
seductora hacia el deseo y sólo queda el miedo. El poder disuasivo no
promete nada, sólo exhibe la amenaza”.
El poder estatal basado en la disuasión se fundamenta en la
constitución de la sociedad de los sospechosos, trastocando los sistemas de las
relaciones sociales. Este es el núcleo del estado de guerra proclamado desde
las tribunas mediáticas “Achille Mbembe ha escrito que lo más característico
de la pandemia es que “cada cual se ha vuelto un arma”. Todos detentamos en
nuestro cuerpo la potencia de matar. El poder soberano de “hacer morir” se
democratiza: cada uno somos ahora una pequeña bomba nuclear. La disuasión se
vuelve entonces también horizontal […] Sería el lado oscuro de
la interdependencia en la que se ha puesto tanto énfasis en los últimos
tiempos: como todos podemos darnos la muerte, debemos disuadirnos unos a otros,
vigilarnos y controlarnos, en la desconfianza de base, en la delación
generalizada, en la interiorización colectiva y militante de las normas
impuestas exteriormente […] El nuevo equilibrio del terror nos hace a todos
protagonistas y no sólo espectadores. Disuasión distribuida, reticular,
descentralizada, autogestionada. Una sociedad de sospechosos, con el Estado en
la cabeza de cada cual […] No sabemos
quién está contaminado, podría ser cualquiera. Aunque unos son más sospechosos
que otros: los que no pueden quedarse en casa, los que viven dependientes de un
vínculo social amplio, los que no tienen los hábitos necesarios de higiene, los
pobres, los migrantes, los otros. ¡No tocar, peligro de muerte! Este sería el
llamado “elemento moral de la guerra”: la producción de subjetividades
activamente obedientes, la educación de la especie por y para la
guerra”.
Por último, propone una alternativa que se referencia en la de los
enfermos de SIDA en los años ochenta. Librarse del terror mediante la
activación de los cuerpos y los sistemas de relaciones. “De la alternativa
infernal sólo puede salirse “por el medio”, a través de la apertura de
“trayectos de aprendizaje” donde nos hacemos capaces de pensar y sentir de otro
modo, de abrir e inventar una posibilidad inédita. Una descripción de la
situación que nos requiera, no como víctimas o espectadores paralizados por el
terror, sino como sujetos capaces de aprender algo nuevo y actuar. Inventar lo
que era inconcebible, maneras de escapar por la tangente de los chantajes que
nos convierten en rehenes. Como hicieron en su día, por ejemplo, los enfermos
de SIDA atrapados en la alternativa infernal entre un poder médico que los
negaba como sujetos y la muerte segura […] El terror penetra en los cuerpos,
rompe los vínculos, inhibe las pulsiones colectivas de resistencia, nos
disuade físicamente. Desplazar esos límites, librarse de la marca del
terror en nuestra carne y nuestro pensamiento, implica en primer lugar un
atravesamiento de la angustia, una reactivación del cuerpo singular y colectivo.
Hacer de la interdependencia una fuerza, de la incertidumbre una potencia, del
agujero un pasaje”.
Después de la primera lectura de este texto, dí un paseo por el parque del Retiro. Junto a algunos rebrotes de la vida, una gran mayoría se mostraba sombría y desconfiada con los demás. El concepto de extraño ha alcanzado un grado superlativo. Los distanciamientos bruscos de muchas gentes, confirmaban que mi cuerpo es una bomba contagiadora. Fue inevitable recordar las retóricas epidemiológicas apocalípticas y su mitología acerca de los nuevos monstruos: los supercontagiadores. Estos pupulan por todos los espacios y pueden comparecer en cualquier parte. Al final, me conformé pensando que, al menos, todavía era posible maldecir la disuasión, porque todavía los nuevos pecados de pensamiento no son percibidos. Solo los de obra, que pueden ser rastreados.
Muchas gracias Amador.
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