viernes, 26 de junio de 2020

EL COVID-19 Y LA MALDICIÓN DE LAS TRASHUMANCIAS


Las sociedades del presente se encuentran sometidas a una gran conmoción determinada por un conjunto de cambios de gran profundidad que desbordan el paradigma convencional del progreso. Una de las dimensiones de esta mutación radica en que una gran parte de la población se encuentra en movimiento perpetuo. Según los distintos móviles de estos movimientos, se puede recurrir al concepto de trashumancia, que adquiere perfiles nuevos. Así, se puede establecer una analogía con los movimientos de población que determinó la revolución industrial. La nueva sociedad tecnológica avanzada implica un terremoto demográfico.

Sin ánimo de agotarlos, cabe distinguir entre varios flujos de poblaciones en movimiento. El principal es aquél compuesto por distintos segmentos de poblaciones de países no desarrollados que se desplazan buscando mercados de trabajo definidos por la temporalidad. Así se configura un ejército de reserva circulante que sigue las rutas del espacio-mundo para realizar tareas agrícolas principalmente. Junto a éste, el capitalismo cognitivo genera un espacio-mundo  académico por el que se desplazan los contingentes en situación de acumulación de capital académico, en espera de su acceso al trabajo inmaterial, rigurosamente credencializado. En este blog, este proceso fue definido como "la fiebre del oro inmaterial”. La tercera diáspora es aquella que tiene como móvil escapar de los sistemas de control social, que hasta hoy son principalmente estáticos y territoriales, mediante una vida caracterizada por dosis variables de errancias.

La multiplicación de diásporas y movimientos en este tiempo contrasta con el sesgo estático que caracteriza a los saberes de la población, que proceden a la deificación del censo, que es un mapa quimérico y engañoso en este tiempo. Los saberes médicos referenciados principalmente en la epidemiología, constituyen miradas afectadas gravemente por el sesgo censal. Así se incuba una concepción de la población como un conjunto estable y anclado en un territorio, que distorsiona la realidad del movimiento creciente y perpetuo. Las televisiones informan acerca del número de movimientos en fines de semana de los ciudadanos convertidos en viajeros de ocasión, muchos de ellos confinados en sus portentosas máquinas de la movilidad, que devienen en el sector industrial más relevante.

El Covid-19 representa una contradicción patente. Se instala en las sociedades mediante su acceso a los cuerpos viajeros, que lo diseminan por todo el espacio social, siendo transferido aleatoriamente a cuerpos ubicados en lo espacial-estático. La respuesta del confinamiento general tiene como consecuencia la suspensión de los movimientos, penalizando la expansión de este virus viajero. Sin embargo, tras un tiempo de recuperación, es imprescindible restablecer de nuevo los viajes. En esta restauración de los movimientos, prevalecen los obligatorios. Los temporeros de la agricultura no pueden esperar, en tanto que las frutas y las verduras tienen su tiempo, siendo esperadas por los ilustres confinados y sometidos a la restricción de movimientos. Así, la imagen de las calles vacías es una información sesgada, que hace invisibles los tránsitos obligados de este formidable segmento de riesgo, carente de patria audiovisual, ni discurso experto en la defensa de su seguridad.

El ejército de reserva circulante sigue desplazándose por su red de rutas, de posadas, de casas de acogida y refugio, de ayuda mutua, de estaciones de autobuses sórdidas, de coches de quita y pon que han pasado por muchas manos. Esta subsociedad deviene invisible a los ojos del poder somatocrático, de sus operadores de seguridad, de sus expertos epidemiológicos y sus asesores de imágenes editadas y fragmentadas. Pero está ahí. Los instalados estamos comiendo fresas, cerezas, melocotones y otras frutas y verduras que los ordenadores no pueden recolectar. No, han sido ellos, seguro. El resultado es la constatación de una gran área ciega, que funciona mediante la magia del teletrabajo, que niega a estas categorías de población, situándolos en el umbral de la no-existencia.

El confinamiento y la posterior desescalada, ha tenido el efecto de blindar a grandes sectores y espacios sociales frente a la expansión del virus. Las clases altas y medias han fortificado sus espacios y establecido defensas frente a las contingencias de relaciones sociales que puedan ser portadoras de algún peligro. Su pericia recién adquirida es celebrada por los agentes gubernamentales, los epidemiólogos de guardia y los operadores televisivos, todos afectados por el sesgo del censo. Mientras tanto, el camino a la nueva normalidad, la nueva versión dulcificada del orden nuevo, constituye una nueva edición de la edad media, en el que contrastaba la seguridad de los recintos amurallados donde se asentaban los estables, con los caminos y vías de tránsito, llenas de peligros.

El resultado de esta secuencia es que el virus, que comienza a difundirse mediante su instalación aleatoria en cuerpos de todas las clases, ahora se hace selectivo y dual, renunciando a penetrar en los espacios fortificados de los asentados, para alcanzar los cuerpos desarmados de los transeúntes forzosos. Los rebrotes son selectivos y afectan a nudos de las redes del ejército de reserva circulante. El Covid termina por ser un agente activo de la dualización social, concentrándose en los espacios de libre acceso, que se corresponden con los que realizan los trabajos imposibles de virtualizar, que, además, son rigurosamente estacionales, lo que determina la precarización de sus ejecutores.

Así, los rebrotes se localizan principalmente en mataderos, industrias cárnicas, centros de acogida, empresas agrarias, pateras y otros espacios de concentración de los circulantes laborales. Estos contingentes se encuentran desprotegidos debido a sus condiciones, una de cuyas divisas es la transitoriedad. Pero el estado mayor de la guerra contra el virus, sigue manteniendo discursos universalistas referidos a toda la población sin distinciones. De este modo, se presupone que los rebrotes se deben al comportamiento individual irresponsable. Así se proyecta la culpabilidad en los circulantes obligados, que no pueden acceder al privilegio del universo on line y sus beneficiarios.

Los primeros efectos de esta gran estigmatización son las órdenes de busca y captura de varias personas responsables de varias infecciones debido a su movilidad obligatoria y falta de arraigo. Así se instituye una medievalización en la que es más que probable que estallen violencias en contra de los temporeros de las distintas clases. El miedo y la mediatización total se funden en la configuración de un estigma inquietante. Ahora se hacen inteligibles las coherencias de la presencia de las fuerzas de seguridad en el dispositivo somatocrático. Es la defensa de los buenos, los responsables, los solidarios, los limpios, los normales, los ciudadanos. Estos son amenazados por los nuevos metecos circulantes y peligrosos. La vigilancia y el rastreo alcanzan su apoteosis.

En tanto que el protagonismo de los rebrotes recae en el ejército de reserva circulante, los turistas irrumpen en los escenarios del ocio estival. Estos no son sometidos a vigilancia de modo equivalente al ejército de reserva del trabajo. Así se confirma la ley del valor económico establecida en la sociedad del rendimiento. Parece obvio que el gasto por día de estancia, es la licencia para ser aceptado y eximido del estigma de portador de riesgo. Cada diáspora tiene asignado un estatuto diferencial, en perjuicio de los caminantes en busca de un salario temporal, o algo que se parezca a esto.

En mis últimos años como profesor de sociología, una alumna europea de Erasmus presentó en la clase un trabajo elogiando a los viajes y los viajeros. Identificaba estos en los turistas, los viajeros buscadores de experiencias, los nómadas laborales cognitivos y universitarios en trance de vivir un tercer ciclo enriquecedor. Cuando concluyó le pregunté acerca de los africanos y asiáticos que realizan desplazamientos en los que se viven experiencias límite, tales como ahogarse, ser esclavizado u objeto de violencias superlativas, que culminaban en no pocos casos en la muerte. Esta intervención era una premonición de este tiempo que el Covid ha venido a apuntalar. La dualización rigurosa de los desplazamientos y el tratamiento diferencial de los viajeros.

El discurso oficial universal, y los discursos expertos que lo sustentan, que construyen la normalidad como propiedad de una persona con arraigo espacial estable, acompañado por una ubicación estable en el mercado de trabajo, parte integrante de una familia estable, y dotado de un estilo de vida de consumo normalizado, contribuye a generar un estigma sobre las numerosas categorías sociales que acampan en el exterior de este espacio social confortable. Las precauciones de los integrados con sus sirvientes externos, que en el confinamiento han sido distanciados discretamente, es un acontecimiento que permite vislumbrar un futuro de la novísima edad media on line. Se pueden esperar violencias que se correspondan con estos códigos. Trascender el censo es imprescindible para descriminalizar a los nuevos trashumantes.

Me pregunto acerca de su acceso imposible a la asistencia sanitaria, blindada al exterior y facturada como servicio on line que prescinde de los cuerpos, sustituidos ahora por las historias clínicas, que alcanzan el estatuto angelical. Espero que siga existiendo algún médico benevolente que atienda los problemas de estos transeúntes arraigados en sus propios cuerpos en movimiento.

domingo, 21 de junio de 2020

EL COVID-19 Y LAS FALACIAS DE POLGAR


La crisis del Covid-19 ha situado a la salud pública, entendida como salud colectiva, en el centro de la vida social. En la nueva situación, los profesionales salubristas, siempre subordinados al imperio de la asistencia médica - concentrada principalmente en los hospitales y en donde nunca se pone el sol - han adquirido una importancia inusitada. Situados en la cúspide del estado, adquieren la competencia de regular la totalidad de la vida cotidiana de toda la población, respaldados por los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, los medios de comunicación y las legiones movilizadas por el miedo. El Covid-19 instaura súbitamente el milagro de hacer efectivo el sueño salubrista acerca del control efectivo de la población para incrementar el nivel de salud de la misma.

Los dispositivos de la salud pública han desarrollado sus actuaciones dirigidas a determinados colectivos o a la población general mediante un conjunto de métodos cuya pretensión era cambiar los comportamientos mediante la persuasión e influencia. Los resultados obtenidos son, en general, muy modestos. La envergadura de los dispositivos sociales, principalmente instalados en el mercado, que influyen negativamente en la salud es colosal.  Así, apenas se han desarrollado métodos basados en la coacción, sólo en el caso de los colectivos marginalizados. Pero la emergencia vírica ha legitimado la intervención basada en la coacción. Tras el confinamiento, esta apoteosis de coerción parece haber ofrecido buenos resultados en el control de la pandemia. Sin embargo,  esta realidad es manifiestamente engañosa. En los próximos meses comparecerán los efectos negativos del encierro en términos de salud, así como en el sistema sanitario, dañado y obligado a cerrarse sobre sí mismo y establecer una selección efectiva de los pacientes a tratar.

El estado de excepción sanitario que ha rehabilitado al salubrismo, catapultando a algunos de sus ilustres miembros al olimpo mediático, ha generado un estado de euforia entre los epidemiólogos y salubristas, que se encuentran reconocidos socialmente, en contraste con su inexistencia mediática y política anterior a la llegada del virus. La licencia para rastrear las relaciones de los infectados y sospechosos, remite a la insigne función de detectives de la vida, que es un supuesto subyacente que siempre he confirmado en mis interacciones con esta comunidad científica, aspirante a la instauración de una gran racionalización de la vida. El desayuno de los niños, el ocio saludable de los jóvenes, el sujeto sano liberado de enfermedades o adicciones, son figuras que representan el imaginario de la salud entendida en formulaciones inscritas en lo místico.

Pero el estado de euforia vigente en esta comunidad científica, se encuentra inevitablemente con los mismos problemas de salud que antes de la llegada del nuevo Alien,  huésped indeseable que se asienta en los cuerpos arbitrariamente. En los problemas estructurales de la salud colectiva no es posible utilizar   métodos coactivos, en tanto que los agentes de comportamientos poco saludables son grandes estructuras sistémicas que desempeñan un papel fundamental en el sistema productivo. Esta es la razón por la que he decidido recordar los grandes problemas existentes en la promoción de la salud y la eficacia en la intervención. He rescatado un modelo que utilicé en mis clases y en algunas intervenciones en foros profesionales de salud comunitaria. Estas son las falacias de Polgar. Este es un antropólogo norteamericano que en los años cincuenta del pasado siglo colaboró en distintos programas de salud pública haciendo aportaciones fértiles.

Sus falacias, representan una sabiduría encomiable, y pueden sintetizarse en el precepto de que nadie es propietario de la población o de un sector de esta. Por el contrario, la población es un sistema vivo y abierto que resulta de la diversidad de las estructuras y de los procesos de interacción social. En este sistema nadie es otra cosa que un agente que puede influir el estado del campo total, pero que se encuentra limitado por el curso de otros procesos. Las iniciativas en el campo de la Salud Comunitaria u otras formulaciones equivalentes, son ejecutadas por una agencia especializada, que tan solo ocupa una posición en el campo social total. En estas condiciones, la factibilidad de modificar las estructuras que generan los problemas o las condiciones de vida de la gente, que determinan sus prácticas - que siempre son invenciones sociales nacidas en este suelo - es, cuanto menos, muy limitada.

La problemática de la intervención en salud se encuentra determinada por una cuestión esencial: los agentes que intervienen proceden a la reducción del campo social total mediante una gran distorsión. Así se atribuyen la totalidad de la autoridad y reducen a la población objeto de la intervención a una homogeneidad y simplicidad descomunal. En este sentido cumplen con el sabio precepto enunciado por Nicolás De Cusa, teólogo y filósofo alemán, que dice que “Donde quiera que se halle el observador pensará que está en el centro”. Esta es la tragedia de muchos proyectos en el presente, el sesgo de sus promotores en cuanto a su ubicación en el campo social. Así, la promoción de la salud se encuentra afectada por una suerte de etnocentrismo que moldea artificialmente la sociedad en torno a su posición. He conocido distintas teorizaciones al respecto, que varían en el tiempo, desde la mitología de los consejos locales de salud, o a los activos de salud, que implican lecturas de la realidad en la que la multiplicidad de agentes sociales se encuentran subordinados en la galaxia imaginaria de la salud.

Polgar define cuatro falacias, presentes en las intervenciones de salud pública, que disminuyen la eficacia de los programas de intervención. Estas son independientes unas de las otras, aunque he vivido en distintas ocasiones la recombinación entre ellas. Estas son: La falacia del Arca Vacía; La falacia de la Cápsula Separada; La falacia de la Pirámide Única, y la falacia de los Rostros Intercambiables.

La falacia del Arca Vacía es la propensión a actuar como si el sistema social receptor se encontrase vacío por la inexistencia de culturas populares y prácticas sociales con respecto a la salud y a la asistencia. Así, la intervención se concibe según la metáfora del trasplante. La información científica y profesional es vehiculada a los receptores, entendidos como vasos vacíos que es preciso rellenar con raciones de información. Los métodos utilizados en muchas intervenciones se asemejan a los modelos coloniales, en los que “los salvajes” deben ser instruidos por los colonizadores. Durante muchos años he vivido en primera persona este tipo de acción en el Plan Nacional de Drogas y sus constelaciones asociadas. En sus actividades no existe, ni puede existir, el diálogo recíproco. Parte de una condena del sujeto consumidor que debe ser salvado mediante su salida guiada de su medio social y su tratamiento, del que se debe obtener su adhesión.

El supuesto que rige el Arca Vacía imposibilita la construcción de una alternativa determinada por la relación de ambas partes, y que tenga en cuenta los saberes (representaciones sociales) y prácticas de los afectados. Se trata de exportar el paquete saludable en su integridad para ser instalado en los destinatarios. El fracaso estrepitoso de las intervenciones en alimentación, alcohol, drogas y otros campos es patente. Así se forja un mundo social segregado, propio de los equipos de intervención, que asumen supuestos que son manifiestamente fundamentalistas con respecto a la vida diaria. La asunción del arca vacía convierte en marginales a los dispositivos de intervención. He vivido episodios fantásticos de automarginación labrada como una excelsa obra de arte. La cruzada contra las bebidas alcohólicas, la bollería industrial y la comida rápida termina mediante el hundimiento de la flota saludable salvadora.

El vaciado de los sujetos destinatarios y sus mundos sociales se extiende a la investigación. He visto numerosos estudios realizados con metodologías cualitativas en los que los investigadores imponen sus definiciones y convierten a los investigados en sujetos afectados por la ecolalia. La reducción de la investigación a la metodología utilizada, en ausencia de la reflexión, cierra las puertas a cualquier indagación. He sentido mucha vergüenza en la exposición de trabajos que se referenciaban en la investigación-acción o participativa, que refrendaban las hipótesis de los investigadores en una apoteosis de negación de la especificidad de los supuestamente investigados, convertidos de facto en cobayas.

La falacia de la Cápsula Separada se puede definir por la tendencia a establecer los límites de la intervención sanitaria en términos de representaciones sociales y prácticas exclusivas, aisladas de la integridad de las personas y sus contextos. Aquí se suscita el dichoso problema de la (ultra)sectorialidad. La salud es una cosa, la educación otra y los problemas sociales otra distinta. Un proyecto sectorial segrega al sujeto destinatario del conjunto de su propia persona y ambiente, disgregando sus necesidades. Esta falacia tiene como efecto perverso la lluvia de intervenciones desintegradas, cuando no rivales, en un mismo espacio social. El aspecto más negativo de las cápsulas separadas radica, no sólo en que los resultados tienen un techo bajo, sino en que cada red interviniente plantea su acción en términos de cooptar nativos para su proyecto, desplazando a sus propios objetivos específicos.

La falacia de la Cápsula Separada tiene sus efectos más perversos en lo que llamamos educación, disgregando esta en múltiples versiones competitivas entre sí: Educación para la salud, Educación Sexual, Educación para la Movilidad, Educación Cívica, Educación para las drogas, Educación para la igualdad de género, Educación para la nutrición… Estas educaciones parciales no pueden eludir la cuestión de fondo de la educación, que no es disponer de un arsenal de conocimientos especializados, sino lograr la capacidad de utilizar los disponibles de cada uno para vivir mejor. Siempre que me he encontrado con distintos educadores de la salud les he planteado acerca de si su intervención incrementaba las capacidades generales de los educados, más allá del ámbito del programa específico. Volveré a esta cuestión de la educación sanitaria.

La falacia de la Pirámide Única radica en atribuir una homogeneidad a los colectivos sociales unificados por compartir una característica común. La simplificación de una población estriba en fraccionarla en paquetes según variables establecidas por la organización administrativa. Así, las zonas de salud, las áreas, los distritos municipales y otras unidades de población artificialmente establecidas, no se corresponden con realidades en los sistemas sociales. La tendencia a construir un interlocutor artificial atribuyéndole la homogeneidad, erosiona la eficacia de cualquier programa. El aspecto más patético de las experiencias de intervención, radica precisamente en atribuir representatividad a conglomerados heterogéneos. En los antiguos consejos de salud, el éxtasis de los legisladores alcanzó niveles insólitos. Se designaba a un representante de un conglomerado dispar de asociaciones voluntarias.

La falacia de los Rostros Intercambiables ignora las diferencias individuales y no tiene en cuenta las relaciones interpersonales. Combinada con la falacia anterior otorga representatividad a personas que encarnan a categorías sociales radicalmente dispares. Así, se opera el milagro de que una mujer o un joven sean designados como representantes de una categoría social, es decir, de un colectivo que comparte un rasgo común, pero que no tiene la condición de grupo, en tanto que no existe la interacción. Así se procede a generar pequeñas monarquías ficcionales en los espacios de intervención.

El efecto combinado y acumulado de estas falacias conforma a la promoción de la salud como un campo estancado en el que reina la autorreferencialidad. En este se producen acontecimientos cuando arriba una nueva profesión en busca de anclajes, cuando llega un nuevo método o técnica de intervención que reactiva el imaginario de la comunidad profesional, que le atribuye virtudes milagrosas. Asimismo, cuando comparece un nuevo autor que contribuye a una extraña regeneración psicológica en todos los practicantes. El campo de las drogas es paradigmático. Suelo decir que este es un sector en el que un participante puede abandonar durante muchos años y regresar mediante un reciclaje mínimo, consistente en conocer la nueva jerga, porque en el fondo todo sigue exactamente igual.

Gracias Polgar







martes, 16 de junio de 2020

LA APOTEOSIS POLICIAL Y LA FUGA DEL LABORATORIO


La trasgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social
Georges Bataille

La crisis del Covid ha determinado una importante ruptura en las sociedades del presente, mucho más allá de lo estrictamente relacionado con la salud. Una de las dimensiones fundamentales del nuevo orden social es el reforzamiento de las funciones del estado en el control de la vida y de las poblaciones. Este factor determina un verdadero renacimiento de la policía como institución, que adquiere la potestad de inspeccionar a toda la población. La definición de la situación como “guerra contra el virus” significa una contienda contra los portadores del mismo, que se encuentran insertos en la población. Así se forja la licencia para intervenir bajo el principio de que todos somos sospechosos, en tanto que el mal puede encontrarse alojado en cualquier cuerpo.

El confinamiento total ha representado la recuperación del imaginario policial como propietario del espacio público, dotado de la potestad de vigilar a los transeúntes y determinar la pertinencia de sus desplazamientos. Las calles vacías son el espacio perfecto para ejercer en régimen de monopolio el control total. El millón largo de multas impuestas, así como las múltiples actuaciones que se inscriben en el concepto de “excesos policiales”, testifican la restitución de la policía-institución como agente fundamental del estado en tiempos de guerra, en este caso, de una guerra fantasmática e imaginaria. En esta situación de excepción, la policía tenía la capacidad de identificar a los transgresores sin investigaciones laboriosas, solo por su presencia en la vía pública.

La desescalada en busca de la nueva normalidad suscita una situación diferente, pero que mantiene las prerrogativas de la policía. El nuevo estado epidemiológico reglamenta estrictamente la vida, estableciendo horarios, turnos, vetos a grupos de edad, espacios prohibidos, reglas de conducta y prohibiciones. El problema de esta hiperreglamentación es que muchos de sus preceptos son inaplicables en distintos contextos sociales. Sus diseñadores son gentes cuyo imago ha sido forjado en el laboratorio, que es un medio en el que la complejidad se reduce para poder aislar las variables. Pero, una vez ascendidos súbitamente a la cúpula del estado, convertidos en nuevos pastores, sus definiciones con respecto a las prácticas de la vida son manifiestamente distorsionadas. Siempre que salgo de la consulta de un endocrino, me digo a mí mismo “Este tío es un marginal, un verdadero marginado”, en tanto que acredita sobradamente su incapacidad radical de comprender la vida.

Así como en el confinamiento las situaciones eran sencillas de gestionar, interfiriendo a un transeúnte y requiriendo sus motivos, en las siguientes fases, todo se complica. Lo patético alcanza niveles de comedia, en tanto que es imposible verificar si los grupos de quince son familiares, si los que caminan juntos en pareja son convivientes o intervenir en las terrazas, en tanto que en ninguna se respeta la distancia de seguridad, en la versión mística de los epidemiólogos. Las situaciones de trasgresión son tan generalizadas, que hacen imposible la intervención de la policía. Esta se reserva para las grandes ocasiones en las que concurran los niveles altos de transgresión con la naturaleza de los actores, determinados por su percepción. Los jóvenes marginales, los empobrecidos, los extranjeros de lugares subalternos del sistema-mundo y aquellos caracterizados por su “mala pinta”, son objeto de intervención policial, que contrasta con el consentimiento de los incumplidores dotados con distintos grados de señorío.

Esta situación, en la que las reglas proclamadas son desbordadas por doquier en los espacios públicos, activa el terror a los efectos del virus en los sectores sociales más amenazados por este. Así se configura una demanda desbocada de seguridad, que deposita su esperanza en la policía y requiere su intervención. De este modo se reconstituye el vínculo histórico entre la institución de la gendarmería y su base social, debilitada durante muchos años. Este nexo es esencial para respaldar la eficacia de sus actuaciones. Una de las mejores películas que he visto con anterioridad al confinamiento es “Los miserables”, en la que se narran las vicisitudes de una patrulla policial en París,  patrullando un barrio adverso, en la que carece de apoyos. Sus limitaciones son patentes en un medio en el que la transgresión es la norma y ellos mismos son exteriores a esos sistemas sociales.

La crisis del Covid y la emergencia de un renovado estado clínico, cuyas actuaciones se basan en la comunicación audiovisual intensiva, combinada con la promulgación de normas duras que interfieren la vida ordinaria, determinando que la gestión de la coerción constituya el eje de sus actuaciones. Así se restablece el nexo con una población ansiosa de seguridad, que respalda desde los balcones la acción enérgica de los gendarmes frente a la última versión de Alien, el octavo pasajero de la mítica película, que se aloja en cualquier cuerpo transgresor amenazando a los normales, a los puros, a los obedientes, a los buenos. La policía adquiere en este entorno una preponderancia y legitimidad insólita, que ampara cualquier exceso frente a los cuerpos en los que se puede encontrar alojado ese repudiado pasajero.

Esta situación reactiva las memorias históricas de los grandes sectores sociales identificados con el autoritarismo franquista. Recuerdo en mi infancia y juventud lo que era “un guardia”. Sus actuaciones eran contundentes y tenían la potestad de ser indiscutibles e indiscutidas. Para que los lectores que no hayan conocido esa época puedan entender el arraigo de la autoridad, un acomodador en un cine, un hombre de sesenta años, pequeño y desgastado, expulsaba a un grupo de adolescentes del mismo después que estos hubieran tenido comportamientos inadecuados. Nadie lo discutía, los alborotadores abandonaban sin rechistar el local. La apoteosis de autoridad se encontraba arraigada en todos los espacios de la sociedad.

Este amplio contingente social quedó progresivamente huérfano de autoridad con la instauración de una sociedad de consumo de masas desbocado. La estimulación de la nueva figura del cliente, que es quien finalmente decide comprar el producto o el servicio, erosiona los convencionales sistemas de autoridad, generando subjetividades incompatibles con el rígido orden condensado en la tríada industrial reglas/jerarquía/disciplina. Las tensiones derivadas de esa orfandad, constituyen una nostalgia autoritaria muy extendida entre múltiples sectores. Las calles y los locales de ocio son tomados por los desreglamentados para recrear su mundo extraño a las normas. Pero este territorio se expande, penetrando en las aulas, las consultas médicas y otros ámbitos antaño estrictamente regulados.

Los nostálgicos de la autoridad se ubican no solo en los espacios desregulados y definidos por Lipovetsky como constituidos por la regla de la personalización, sino también en contingentes del mundo del trabajo y de las bases sociales de la izquierda. La crisis de las normas genera anomias que producen un clima social de inseguridad en muchos de los territorios donde se asienta la vieja clase obrera y sus versiones sucesoras, constituidas por la gran desregulación postfordista. La demanda de policía deviene casi universal, se multiplican los agentes de seguridad y la vigilancia se despliega en múltiples formas. Así se configura la securitización, un proceso central las sociedades neoliberales avanzadas, que ahora se refuerza con la presencia del virus letal, encarnado, como Alien, en distintos cuerpos y acontecimientos cotidianos.

El orden instaurado desde las coordenadas del laboratorio es desbordado por la vida, y los sujetos concebidos desde este desertan masivamente cuando tienen la mínima oportunidad. Las imágenes de las playas, las terrazas y las áreas de tránsito son elocuentes. La deserción es la norma, reafirmando el viejo precepto de que el comportamiento racionalizado se establece solo en determinadas esferas y momentos  de la vida. Pero en otras esferas y tiempos las pasiones establecen su hegemonía. Así, una persona se comporta con respecto a reglas habitualmente, pero se transforma radicalmente cuando se encuentra inmerso en cualquier ámbito en el que se produce euforia, que es un estado desconocido por las ratas de laboratorio. Las barras de los bares y el fútbol van a ejercer un testimonio relevante de esta afirmación.

Pero las normas estrictas no solo son incumplibles en su integridad, sino que conllevan una selección arbitraria de sus excepciones. Las imágenes de Núñez de Balboa, en las que la policía acompaña la protesta expresada en la abolición de la distancia de seguridad entre los ilustres manifestantes, denotan la arbitrariedad de las instituciones estatales. Precisamente, esta es una de las características esenciales de la institución-policía. Esta no persigue por igual conductas reguladas por el código penal, sino que actúa según su propia percepción. Su autonomía en situaciones específicas alcanza cotas inusitadas. Los agricultores propietarios, los transportistas, los aficionados al fútbol y otros colectivos, tienen un estatuto especial de tolerancia policial, que suaviza su intervención manifiestamente.

Por el contrario, los jornaleros, los trabajadores en conflicto, los movimientos sociales por derechos civiles, los inmigrantes, los nómadas urbanos y las gentes integradas en los mundos derivados de las marginaciones, son objeto de una intervención policial extrema. Las diferencias son insólitas. Muchas veces me he preguntado cómo actuarían ante comportamientos tan desafiantes y transgresores como los que se producen en una huelga de transporte o los hooligans desbocados en un partido de fútbol. En esta diferencia se expresa un sistema de pesos y medidas inequívocos, que se encuentra inscrito en el código genético de la institución. Muchas veces he pensado que me gustaría ser un turista europeo desmadrado en una zona de playa, dotado de licencia para la barbarie sin límites. En este caso la tolerancia es la norma que guía las actuaciones policiales.

Se puede establecer un pronóstico factible de que muy pronto se produzca un rebrote del virus, en tanto que la apertura al turismo de masas y el fracaso de las medidas pensadas para los seres que habitan el laboratorio, son factores de un riesgo imposible de gestionar. En este escenario se van a fundir las demandas de seguridad de los huérfanos del orden, aterrorizados por la ubicuidad de Alien, con las frustraciones de la policía por la inoperancia de sus actuaciones. La situación puede llegar a ser explosiva, en la que se fusionen todos los malestares. Mientras tanto, haremos lo posible por conseguir pequeños sorbos de vida.

Así se hace inteligible la afirmación de Bataille que abre este texto. Lo ubicado en el más allá de la norma y lo prohibido desempeñan un papel central en la vida social. Lo subterráneo que aparece en la superficie y se disipa frente a miradas normativizadoras para regresar de nuevo, es un ingrediente esencial de la vida. El misterio de las sociedades del presente es que condenan oficialmente comportamientos y prácticas sociales generalizadas. Este episodio indica una crisis de conocimiento y un excedente de investigación de laboratorio. 





domingo, 14 de junio de 2020

CARMEN Y LA ALFOMBRA MÁGICA


En los próximos días se cumplen ocho años de la muerte de Carmen, mi compañera en tantos años de vida. La crisis del Covid y el confinamiento han activado mi memoria de ella, que se ha hecho más presente que nunca en mi casa cercada por el dispositivo somatocrático,  la vigilancia policial  y las miradas inquisitivas de los guardianes de los balcones. Su imagen ha comparecido en todos los rincones, pero en el primer momento en busca del sueño, así como al despertar, su efigie me ha acompañado sin excepciones, ayudándome a escapar del hermético mundo que subordina lo cotidiano al orden autoritario y rigorista de la salud amenazada, sumergiéndome en una dulce nostalgia.

Los largos años de la enfermedad de Carmen me han marcado decisivamente.  He logrado controlar mi diabetes, emancipándome de esa pandemia terrible que llaman control de la cronicidad, de modo que he minimizado los daños derivados del progreso de la enfermedad, pero, sobre todo, de los descalabros que produce, en una gran parte de pacientes, el tratamiento automatizado y despersonalizado de los demiurgos de los programas asistenciales. Pero en el caso de Carmen, el tratamiento inevitable de su granulomatosis de Wegener, era devastador y la iba devorando. El proceso de deterioro concluyó con la aparición del cáncer en su debilitado cuerpo, que terminó por expandirse terminando con su vida.

La enfermedad terrible de Carmen me enfrentó con el sistema sanitario en su versión auténtica. Durante muchos años he vivido profesionalmente entre discursos médicos benevolentes que disfrazaban la realidad asistencial, que terminó por comparecer brutalmente ante mí, tanto en el caso de mi diabetes como en la de su Wegener. En este viaje pude vivir en directo y primera persona lo que había debajo de las alfombras, que constituían las ideologías médicas que aparecían en las clases, los textos y las representaciones de las venerables instituciones de asistencia y su canónica formación continuada. Carmen se reía cuando le decía en tono apesadumbrado que mis años de colaboración en la atención en la salud me habían convertido en un vendedor de alfombras, sobre las que era capaz de elaborar un discurso imaginario que se inscribía en lo prodigioso, homologándome con el mítico Aladino, que volaba sobre ella liberándose del prosaico hábitat del suelo.

Los años de enfermedad y declive de Carmen me legaron un dolor permanente. A las vicisitudes de la enfermedad, que adoptaban la forma de escalera, cabe añadir las de los sucesivos descubrimientos de los secretos encerrados en los bajos del laberinto asistencial. Entre todas las desdichas, lo peor fue descubrir que la única garantía de que fuera bien tratada era comprar un salvoconducto médico. Este es uno de los aspectos más perniciosos para mi castigada conciencia personal, marcada por el imaginario de la izquierda. Como propietario de ese pasaporte providencial pude conocer, en las estancias de Carmen en el hospital, a gentes sencillas desprovistas de ese recurso, que en algunos casos determinaban un itinerario asistencial fatal. Estas son las vivencias críticas en el mejor sistema sanitario del mundo que me han modelado como persona.

Mis vivencias se encontraban frontalmente con las ideologías gerenciales, que se sobreponen en este tiempo a las culturas médicas. En mis actividades docentes con médicos y enfermeras, que fueron cediendo su lugar a personal de gestión puro y duro, se reflejaba inevitablemente mi distanciamiento de los saberes de los tratantes de cosas, que imponían sus representaciones en los contextos en los que los tratados eran personas. Mis experiencias me proporcionaban una posición privilegiada desde la que mirar sobre las fantasías de la excelencia y la calidad, que en el caso de tratamiento de pacientes no cuadraban con los preceptos de fabricación de productos materiales inanimados. Esta brecha no dejó de crecer hasta mi retirada voluntaria de este campo.

El dolor difuso derivado de inteligirme a la contra de tan poderoso sistema de significación y de prácticas, cuyo techo y suelo se fusionaban en múltiples alfombras mágicas de todas las formas, tamaños y colores imaginables, vivenciando así mi propia insignificancia ante el formidable dispositivo asistencial, adquirió un rango cronificado. Pero este se incrementaba en tanto que Carmen, debilitada irreversiblemente por la enfermedad, adoptaba una posición pragmática definida por el fatalismo. No quería siquiera hablar de las situaciones y comportamientos perversos que vivíamos conjuntamente. Así se fue contagiando del arquetipo de enfermo que renuncia a comprender la realidad que vive y genera una esperanza infundada en su futuro. La imagen cercana de Lourdes y Fátima, en el que un contingente de enfermos incurables comparecen estimulados por las técnicas de animación ejercidas por los religiosos, nos amenazaba en nuestra inmediatez. La idea del milagro se encuentra más arraigada en el imaginario de los pacientes de lo que podemos imaginar.

 En estos días contemplo con asombro las imágenes emitidas en el dispositivo central de la televisión, en las que un paciente sale de la UCI tras muchos días de estancia. En torno a él se congregan las cámaras y los sanitarios devienen en aplaudidores, poniendo en escena un ritual festivo. Los sentidos de la emisión no son otros que celebrar este insigne milagro laico, en espera de que este represente un estímulo a los atribulados contingentes amenazados por el riesgo del Covid. La promiscuidad entre ciencia, religión y milagrería deviene en un espectáculo que desempeña un papel relevante en el orden epidemiológico-comunicativo.

Carmen era una persona dura, capaz de asumir umbrales de dolor insufribles para la mayoría. Así, fortificada en el azar con rostro médico, pudo vivir varios años de adversidad suprema. La aparición del cáncer y sus cirugías aceleró el final. En este tiempo final mi dolor se incrementó, en tanto en que ella persistía en la fantasía del milagro terapéutico, fomentada por los oncólogos y cirujanos. En este momento, le propuse irnos a Cabo Verde, que era nuestra fuga imaginaria de un mundo en el que no encajábamos bien. Imaginaba unos meses en este paraíso atlántico soñado por ambos. Ella lo rechazó y su pragmatismo asociado a su situación de debilidad remodeló su milagro terapéutico, reduciéndolo a mínimos. Los últimos meses aspiraba sólo a seguir igual, arrastrándose por el pantano de la quimio el tiempo que fuera posible.

Nuestro vínculo se fortaleció en la larga navegación frente a la adversidad. Tuvimos que comenzar a vivir tras las convulsas rupturas y disidencias que atravesaron nuestras vidas. La primera fue el cisma terrible con la sociedad franquista tardía que interfería nuestras vidas. Por ello tuve que pagar un alto precio en persecuciones, cárceles e interrupción de mi vida académica. Pero esta disidencia fue compartida con otras gentes que nos acompañaron. Tras varios años, la disidencia con el partido comunista, que fue más traumática y menos social que la primera. Tuvimos que rehacer nuestras vidas, que fueron adquiriendo la condición de poco comprensibles. Pero la más dura y menos social fue la tercera, con el capitalismo global, postfordista y neoliberal. Esta fue la menos social, en tanto que tuvimos que aprender a vivir maquillando nuestros posicionamientos, en tanto que estos tenían una inquietante tasa de incomunicabilidad. En estos años, los últimos de Carmen, nuestra relación se fortificó en varios asedios.

Tras el shock experimentado por su muerte, su memoria se ha asentado permanentemente en mí. Siempre que descubro algo nuevo o disfruto de un don minúsculo de la vida, comparece en mi memoria, de modo que me veo obligado a contárselo e imaginar cómo lo hubiera disfrutado. Presumo sus reacciones ante todas las cosas nuevas y lamento que se pierda algunos acontecimientos de la vida que hubiera gozado. Así se ha forjado un extraño diálogo interior que me reconforta en un tiempo en el que tengo que sobrevivir solo afrontando mi tercera disidencia, que ahora adquiere la forma de un extraño gulaj doméstico en defensa de la salud amenazada.

Días antes de morir me pidió que cuidase de nuestra perra Totas, y que le diera una buena vida y una buena muerte. La perra extraña a Carmen tantos años después. No hay cosa que más le reconforte que la visita de una mujer a la casa, proporcionándole múltiples atenciones en espera de ser correspondida. Así rememora a su vieja ama, imaginando la posibilidad de su retorno. Totas está ya muy mayor y no aguanta un paseo de un par de horas por la Casa de Campo, con sus largos trayectos de metro en la ida y la vuelta. En la última semana, cojea de una pata delantera. La he llevado al veterinario y le ha recetado antiinflamatorios, lo cual sanciona la terrible expansión diagnóstica de esta época desbocada, que llega al tratamiento de los animales, convirtiéndolo en sobretratamiento agresivo. Menos mal que soy un experimentado y avezado paciente, dotado de la capacidad de sortear las terapéuticas fatales. Lanecesidad de una prevención cuaternaria se extiende a la galaxia veterinaria.

En estos días de posconfinamiento y contacto con la naturaleza, he rememorado a Carmen, recordando las músicas que acompañaron nuestro viaje imaginario que el cáncer canceló. Estos tres vídeos le gustaban mucho. El primero, Fada, es el que puse en su despedida, en la que su cuerpo eran ya cenizas que terminarían, tanto en el Cantábrico, en un lugar cercano a su mítica “Maruca” de la infancia en Santander, como en un lugar de la Sierra de Huétor Santillán, en Granada, en el que hemos disfrutado mucho con nuestras perras en paseos grandiosos para nuestros sentidos. El segundo, es una síntesis en imágenes de Cabo Verde. El tercero, Fidjo Maguado representa muy bien el estado de nostalgia que me afecta cuando recuerdo nuestro amor y los momentos fantásticos que nos regaló la vida. Todos son de Cesarea Evora, que nos ayudó durante muchos años a consumar pequeñas fugas cotidianas fantásticas, tras las que regresábamos al mundo del capitalismo avanzado, que en nuestro entorno era leído como una democracia dotada con la capacidad de adormecer. 








jueves, 11 de junio de 2020

EL AUTOCONFINAMIENTO DE LOS SUBALTERNOS



El concepto subalternidad es muy adecuado para designar las múltiples situaciones de dependencia de los distintos poderes sociales. En este tiempo adquiere una intensidad inusitada, multiplicando las categorías sociales afectadas por esta relación. A las posiciones sociales veteranas en esta condición, se unen ahora otras nuevas resultantes del avance del proceso de reclasamiento derivado del viaje hacia la sociedad neoliberal avanzada. En particular, quiero destacar a los segmentos pertenecientes a profesiones clásicas que se encuentran en un proceso de proletarización intensivo. Este se ejecuta mediante la fragilización del vínculo laboral, pero, todavía es más importante la expropiación de sus saberes y autonomía profesional.

En el caso de los médicos y de los profesores, la subalternización, se efectúa mediante su conversión de ejecutores ciegos de protocolos. La automatización de las nuevas posiciones laborales que desempeñan estos sujetos rigurosamente precarizados, alcanza límites inimaginables. Pero lo peor estriba en que este proceso de automatización incluye un guion individualizador extremo, que separa al profesional de sus antaño compañeros, para convertirlo en una unidad en evaluación permanente. La automatización implica la decadencia de iniciativas grupales y colectivas, conformando un contingente de gentes integralmente domesticadas y asociales, en el sentido de disolver sus lazos mutuos como colectivo profesional y como grupo con intereses comunes.

He conocido a muchos jóvenes sociólogos y médicos en su etapa de estudiantes, en la que se mostraban vivos, críticos, activos y relativamente independientes. Años después, la mayor parte de ellos se muestran silenciosos, oscuros, parcos y obedientes, en tanto que cumplidores de los guiones que les han sido asignados. En este sentido afirmo que el MIR y el doctorado, son instancias que acaban con una persona independiente. Su neutralización se efectúa mediante varios dispositivos concertados, pero el factor más destructivo es la proliferación de pequeñas actividades rutinarias que ocupan el tiempo de los novicios y van socavando su vitalidad y proyecto individual. Ahora estoy preocupado por  y varias personas formidables que he conocido en las aulas, en la sospecha de que las están sometiendo a un proceso de bonsaización, para que su crecimiento sea dirigido y limitado. Así se consuma un homicidio académico, al sepultar su especificidad, siendo homologados y convertidos en numeradores.

El proceso de conversión de los profesionales a la condición de subalternos, tiene unas consecuencias especialmente en estos días. El confinamiento general ha funcionado como una medida eficaz de disciplinamiento y subordinación, cuyos efectos se hacen visibles en todas las esferas. El postconfinamiento tiene que aceptar la comparecencia de dos fuerzas formidables: el mercado y la vida. Los grupos con intereses económicos toman la iniciativa de desbordar los límites impuestos por los tontos útiles que les acompañan en este viaje: los salubristas, epidemiólogos y otras especies médicas. Su vigor es asombroso. Hoy abren de nuevo las casas de apuestas por la presión ejercida por el complejo económico en nombre de la restauración del PIB y la prosperidad.

Obviamente, estos grupos de intereses económicos no han sido sometidos a la automatización, conservando así sus sentidos e iniciativa, que actúan incrementando su capacidad de interlocución y réplica. Hoy más que nunca, se reconstituyen como grupo de presión recuperando su iniciativa para rectificar en su favor las directrices emanadas del dispositivo político-epidemiológico. En una situación crítica, como la actual, el tiempo adquiere una significación trascendental. Es menester comparecer activa y enérgicamente en el campo social para defender sus intereses.

Pero los sectores desprofesionalizados, automatizados y sometidos por las instituciones de la gestión y la conducción que actúan concertadamente en los ciclos superiores de la educación y el mercado de trabajo subalterno, cuya figura esencial es el becario, actúan según las pautas que han internalizado en una obediencia encomiable, en la que han sido forjados. Así, no actúan como grupo de presión activo y esperan pasivamente que cualquier dios del olimpo político, experto o salubrista, les conceda la gracia de reincorporarse en unas condiciones aceptables. La inacción es la última fase de la proletarización.

El resultado de esta disparidad en el campo social es la explosión de las actividades con valor económico, que arrollan a los operadores epidemiológicos sin piedad alguna. Los comercios, bares, restaurantes, hoteles, discotecas y otros, restauran sus actividades con limitaciones. La presión que se está efectuando para que en el fútbol haya público, es formidable. Las limitaciones y reglamentaciones son rebasadas sin consideración alguna. La prohibición de los salubristas autoritarios de celebrar los goles abrazándose, ha sido desbordada en una semana en la Bundesliga. Las reglamentaciones de acontecimientos en los que las pasiones están presentes son absurdas. Los aforos requeridos de los templos de la vida, expresados en mitades, tercios y cuartos, solo funcionan en la fantástica industria del –para mí- sagrado líquido de la cerveza, cuyos envases son exactos en cuanto a su capacidad expresada en mililitros.

En este escenario, la reconfiguración del sistema sanitario, mediante la recuperación de la institución hospital, así como la centralidad de las UVI, penalizando de facto la nueva teleatención primaria, implica la consumación de una reforma sanitaria secreta, además de la llegada a una nueva fase de la precarización profesional, que es aquella en la que contingentes de contratados acuden para resolver una demanda temporalizada, tal y como ocurre en las cosechas. Este proceso se realiza sin que los afectados ejecuten ninguna réplica. La consagración de IFEMA como la nueva figura de hospital de temporada, tiene unas consecuencias irreversibles para todo el sistema sanitario. Así se inaugura un sistema en el que la estacionalidad desempeña un papel axial.

Y todo esto sin deliberación pública profesional alguna. Los médicos y las enfermeras se consuman como una figura análoga a la de los operadores de la fábrica automatizada. Son ejecutores de protocolos elaborados por los expertos de lo que Minzberg denominó “tecnoestructura”. Así son expropiados profesionalmente, ahora derivados a la telemedicina, que en un sistema sobrecargado y desorganizado, adquiere un perfil que se ubica en la frontera de lo patético. El anuncio inquietante de un robot inteligente que resuelva la mayor parte de las preguntas de los atribulados usuarios y ejecute instrucciones protocolizadas, ya no es una pesadilla, sino un horizonte inmediato. Los mismos profesionales debilitados se han ubicado en la condición de prescindibles.

Al igual en la enseñanza y la universidad. El proceso de neutralización de maestros, profesores de todos los niveles e investigadores ha tenido un éxito espectacular. Ya solo responden a sus condiciones laborales, emancipándose de la cuestión de los modelos de enseñanza. Esta es la competencia en régimen de monopolio de las castas universitarias, los tecnócratas de las agencias y los operadores del mercado, que diseñan los modelos sin deliberación alguna con el contingente devaluado y desprofesionalizado de los docentes. Aquí se propone la quimera de la educación virtual, que degrada a los profesores, en tanto que para que esta sea efectiva, requiere una inversión en horas de trabajo que hace imposible que un grupo sea mayor de 15 alumnos. Este es el límite de la supervisión efectiva. De ahí para arriba, se convierte en una simulación indisimulada.

Uno de los sociólogos que me ha acompañado durante largos años, Piotr Sztompka, enuncia su concepto de campo social. Entiende que las sociedades son campos en los que suceden múltiples interacciones. Estos tienen cuatro entramados o niveles que interactúan mutuamente: El de las ideas; el de las reglas; el de las acciones, y el de los intereses. Estos acogen múltiples procesos que se suceden en el campo. De ellos se deriva en un momento determinado el estado del campo, que manifiesta las correlaciones entre los agentes sociales en los cuatro planos. Estos equilibrios siempre son abiertos y susceptibles de modificación según la acción colectiva de los agentes.

Desde esta perspectiva, el estado del campo social a la salida del confinamiento refleja una realidad inquietante. En tanto que los grupos de interés en turismo, transporte, finanzas y otros sectores productivos toman posiciones en la promoción de sus intereses, realizando acciones y comunicaciones, compareciendo activamente en la calle y en la infosfera, los colectivos sociales ubicados en el mundo del trabajo, tales como los desprofesionalizados y otros, permanecen inactivos en espera de su suerte, que es delegada en el gobierno, las corporaciones locales o las burocracias sindicales.

Esta inacción en un tiempo crucial, significa, tal y como reza el título de este texto, autoconfinarse del mismo campo social en el que se encuentran inscritos. Esta es una conducta, en términos de sus propios intereses, que puede calificarse como un suicidio dulce. Este se realiza renunciando a su propia acción y delegándolo en las instancias fantasmáticas del gobierno y las corporaciones. Se espera que sus intereses se sancionen mediante las actuaciones de líderes providenciales en el teatro del congreso de los diputados, las asambleas autonómicas o de las televisiones buenas, en las que los tertulianos buenos triunfen sobre los malos, en la ficcionalización del acontecer político.

Esta situación denota el éxito del proceso neoliberal, que ha socavado eficazmente varios tejidos sociales, quedando desamparados sus miembros, ahora individualizados mediante su adscripción a la sagrada institución de la evaluación. En esta se establecen, reproducen incesantemente y se gestionan, las diferencias individuales entre los atribulados y eternos aspirantes a tener un lugar bajo el sol de la república quimérica de la calidad y la excelencia. En esta esfera no existe oposición alguna. El revés más duro para mí fue cuando, tras analizar la mística del currículum como herramienta indispensable de la destrucción de los vínculos horizontales entre sujetos evaluados, un aspirante a doctor comentó en este blog que hacía el currículum abreviado mediante la colaboración.

Ausentarse del campo y ceder las instancias en las que se dirimen los equilibrios entre intereses anuncia un tiempo sombrío. Desayuno con mi perra en una terraza frente al Retiro. Mi desayuno costaba tres euros justos antes del confinamiento. Ahora vale tres con cincuenta. Es una subida espectacular. Lo peor es que los analistas simbólicos de la izquierda parlamentaria y los columnistas digitales, lo interpretarían positivamente en términos de que los costes laborales han aumentado. No, es justamente lo contrario. Esta es una buena oportunidad para los intereses fuertes ante la inacción de los intereses “débiles”, que depositan su confianza en alguna deidad que los salve. Pero la teoría del campo social de Sztompka es inapelable. El equilibrio solo puede resultar de la acción de los agentes en los cuatro niveles.

La pesadilla que denomino como “rural” va incrementando su factibilidad. Esta es la de un propietario llegando a un lugar donde están concentrados los aspirantes a trabajar ese día. Con su dedo prodigioso designa arbitrariamente a los afortunados, en tanto que los rechazados generan sentimientos que discurren cercanos al carril de la autoculpabilización y el fatalismo. En esta pesadilla, comparecen en la sede del rectorado de Granada, El Hospital Real, varios cientos de aspirantes a dar clase ese día. Comparece un tipo que combina en sus modos el porte de un señor del campo, un miembro ilustre de una casta académica y un activo responsable de recursos humanos. Con un tono de voz fuerte les dice que tengan en sus manos el currículum abreviado. Efectúa su elección por facultades con una energía y altivez encomiables.

La otra versión es la de los médicos y enfermeras, pero esa la dejo para otro día, recordando que la subalternidad es una condición que puede acrecentarse si el ocupante de una posición subalterna, y el grupo de ubicados en posiciones similares, consienten con ese equilibrio. Un tío mío, latifundista valenciano, me decía en mi infancia "Juan, tú a lo tuyo y a joder a los demás". Ahora entiendo su mensaje que anticipaba el tiempo presente.


domingo, 7 de junio de 2020

LA LAPIDACIÓN DIAGNÓSTICA DE LOS MAYORES


La catástrofe del Covid-19 en España, que combina la alta incidencia y mortalidad con la suspensión del sistema productivo y el confinamiento total de la población, es un acontecimiento que ha desbordado las capacidades perceptivas, tanto de los analistas como las de las personas. La gradual salida del encierro supone la comparecencia de testigos que van a desvelar las facetas más duras de estos días oscuros. En ausencia de otras instituciones capaces de abordar las realidades vividas, estas terminan por judicializarse. La catarata de denuncias y testimonios va a nutrir a los medios, estimulados por este nuevo mercado audiovisual del dolor, la muerte y la negligencia política y sanitaria. La ironía de la historia, se materializa en este caso, en que los aplausos en los balcones van a abrir paso a las iras incontenibles e inducidas.

En una sociedad como la española, que manifiesta un nivel de inteligencia crítica muy cercano al cero, y en la que la universidad y la cultura se ausentan de lo político y lo social desde la misma transición, parapetándose  bajo el paraguas de los poderes fácticos, es irremediable que este asunto termine por ubicarse en las instituciones políticas, en las que los partidos se culpan mutuamente de lo sucedido en una secuencia interminable de infamias. El abandono de los ancianos internados en las residencias y de aquellos que habitan en soledad en sus domicilios, es un problema inequívocamente estructural, que visibiliza las carencias escandalosas de los servicios sociales, así como del “mejor sistema sanitario del mundo”. Este es un episodio que muestra las miserias de las políticas públicas de tan flamante y modernizada sociedad. El silencio sepulcral de la profesión médica ante la catástrofe vírica y la asistencial, se inscribe en el molde de “la obediencia debida”, proyectando la responsabilidad hacia arriba, a los mandos políticos. Pero, en los próximos meses, va a salir a la superficie la inconsistencia de la ética en situaciones de emergencia sanitaria, así como sus dilemas y sus agujeros negros.

En este ambiente hipermediatizado de crispación, en el que se van a proyectar los sentimientos de hostilidad incubados en el encierro, va a tener lugar la deliberación pública del sacrificio de los ancianos internados, laminados de facto de la asistencia sanitaria universal. La manipulación política va alcanzar cuotas inimaginables, según se vayan acumulando las historias y los testimonios, apareciendo las primeras grietas en la pétrea ley del silencio ejercida por las profesiones sanitarias. Los huracanes de emociones se van a suceder, reemplazando a una reflexión sólida de las políticas sociales y sanitarias, que quedan a merced del mercado y la mirada liviana de los medios. 

En este contexto quiero suscitar una cuestión fundamental, que es el problema de fondo por el que los internados en residencias han sido sacrificados sin consideración alguna. Esta es la preponderancia de los criterios médicos en una sociedad tan medicalizada. En esta, la historia clínica deviene en una sentencia social y cotidiana, para aquellas personas portadoras de diagnósticos o de lo que se entiende por discapacidades. Siendo diagnosticado con diabetes de tipo 2 en 1986, un ilustre endocrino me dijo que podía ir a la playa, incluso darme un chapuzón, siempre con precaución por supuesto. Así, el diagnóstico implicaba una condena a ser dependiente en mi vida cotidiana. Desde entonces he metido mi cuerpo en varios mares, en todos los que he podido, y detesto la naturaleza constrictiva y coercitiva de los diagnósticos.

La clausura de las residencias de ancianos a la atención médica, no se puede comprender sin la apelación al papel que representan los diagnósticos médicos. Estos son acumulados en las historias clínicas, que son reinterpretadas por los demiurgos del mercado del trabajo, por las industrias del imaginario y por la sociedad medicalizada. Así se produce un fenómeno de conversión de las personas con un alto índice combinado de años y diagnósticos, en verdaderos reos, que son lapidados públicamente mediante una lluvia de diagnósticos-piedras. Los operadores de la factoría de la salud totalitaria lo escriben y lanzan la primera piedra, pero son seguidos por las instituciones y las huestes mediatizadas y medicalizadas que pueblan toda la vida y la sociedad.

Los mayores se encuentran inexorablemente insertos en un proceso de decadencia biológica, pero eso no los incapacita para el ejercicio de múltiples actividades de la vida. La historia clínica hace inventario de las dolencias y problemas experimentado por su portador. Estos son calificados mediante un conjunto de palabrotas diagnósticas que se asocian a un espíritu punitivo, que conforma una condena y un estigma. El portador debe ser vigilado y supervisado en nombre de la ciencia médica, reconfigurándose como un ciudadano de segundo orden, un ser patologizado. La medicalización de las sociedades contemporáneas ha llegado un nivel en el que los diagnosticados son marcados en otras estructuras, como el trabajo, el ocio y otras. 

La visión médica implica que una persona es definida por el sumatorio de diagnósticos inventariado en la historia. La mirada médica adquiere una preponderancia inquietante. Porque, aún admitiendo que los diagnósticos implican limitaciones variables, el centro de una persona no es el estado de salud. Más allá de este, existen un conjunto de dimensiones que influyen en distinta medida en las actividades que conforman la vida. Cada cual no es, principalmente, su historial médico. Una persona es mucho más que eso, incluso diría que es otra cosa que eso. Me inquieta mucho que, al ser etiquetado como diabético, esto implique ser homologado con otros diabéticos con los que no comparto otra cosa que la avería en el pinche páncreas. 

Los ancianos internados han sido reducidos, en el interior de su confinamiento permanente, a sus historias clínicas, siendo sentenciados a una vida asistida, y en lo que lo principal radica en subsistir con la carga de su paquete diagnóstico. Así, sancionado por la medicina y epidemiología como un grupo dependiente y subordinado, han creado las condiciones por las que han sido brutalmente excluidos de la asistencia en la catástrofe del coronavirus.  Los diagnósticos han devenido en un arma de destrucción masiva, en un arsenal de materiales destructivos, que descalifican severamente a sus portadores. Cuando un segmento de población es descalificado mediante su etiquetación diagnóstica, adquiere la condición de vulnerable. En mi opinión, esa palabrota “vulnerable”, implica dependencia de operadores externos profesionales, que tratan a los afectados despojándolos de su condición individual. He tenido muchos desencuentros en consultas médicas cuando he percibido que era tratado como un caso y no como una persona. La casi totalidad de la gente que me ha tratado, o, más bien, ha intentado tratarme, lo ha hecho manejando un diagnóstico alojado en mi cuerpo, prescindiendo sin consideraciones de Juan.

En la crisis del Covid-19 el sistema sanitario ha trabajado según las pautas prevalentes en esta institución, que se muestra ahora nítidamente como una fábrica de diagnósticos y tratamientos. La lógica industrial ha priorizado que se conceda prioridad a los productos de mayor calidad, desechando aquellos afectados por el riesgo de las imperfecciones. Así, ha funcionado la lógica de la pirámide de diagnósticos. Los pacientes pluripatológicos y portadores de diagnósticos fatales han sido desplazados, siendo sacrificados a la eficacia del conjunto del sistema. Esta operación, invisible a la mirada de la sociedad, va a reflotar en los próximos meses, compareciendo distintos casos que son más que discutibles desde las coordenadas de cualquier ética. Después de los días del virus, siguen días en los que se manifestarán episodios de cólera.

Termino presentando a varios ancianos insignes, que han roto el estigma recombinado de la edad y la salud, entendida como el recuento de diagnósticos especificado en su historia clínica, en la que cada especialista añade una hoja fatal, que termina unificando la atención primaria, que representa una sentencia a su autonomía personal. Muchos de ellos han vivido sus vidas intensamente, al igual que sus días de declive físico, pero conservando su vitalidad. Las huellas de sus vivencias tienen que estar presentes en sus hígados, cerebros, sistemas circulatorios y otros ilustres componentes de su entidad biológica. Pero sus prácticas vitales, fundadas en su espíritu creativo y vigoroso, compensan sobradamente sus hándicaps. Como reza la célebre canción del caballo viejo “Pero no se dan de cuenta que un corazón amarrao', Cuando le sueltan la rienda, Es caballo desbocao'”. Cualquier revisión de las políticas públicas, tiene que asumir soltar las riendas a los portadores de cumpleaños y diagnósticos acumulados.

La primera anciana sublime es Chavela Vargas. En el video comparece su rostro tan enigmático y bello, dotado de arrugas y en donde se han depositado todas las vicisitudes de una vida que ha sido todo menos neutra. Su imagen es descartada por el complejo de dermatólogos, médicos estéticos, así como por los distintos profesionales de la legión estética, acompañados por los industriosos operadores del extraño mundo industrial de la imagen ¿Os imagináis su historia clínica? A Chavela ni siquiera le permitirían darse el chapuzón vigilado. Sí querida Chavela, este mundo es cada vez más raro para una sensibilidad suprema como la tuya. 



Nuria Espert es una persona especial para mí, en todas mis épocas. De niño, su imagen suscitaba efectos prodigiosos en mi sensibilidad en aquella España de blanco y negro. El choque que provocaba su presencia imponente en mí era definitivo. Su inteligencia y sensualidad alcanzaban lo sublime. Siempre he estado enamorado de ella, que me interpela con el teatro, una actividad que tiene para mí un misterio indescifrable. Mi admiración se ha reproducido en los distintos tiempos. Aquí la presento en un video del premio que recibió en Asturias. Siento mucho que aparezcan en él muchas personas que representan justo lo contrario a las artes escénicas, pero en el contraste la figura de Nuria adquiere un esplendor inigualable. Es tan hermosa que me produce una turbación indescriptible. En su figura se concitan todas las virtudes imaginables. En su caso no puedo pensar siquiera la presencia de un diagnóstico. Nuria se encuentra mucho más allá de cualquier historia clínica, reduciendo lo biológico a un factor poco significante de su persona.



Borges representa en mi imaginario personal el arquetipo de la belleza. Sus obras suscitan en mí algo similar a una inmersión en un mundo completamente diferente al que vivo. Esto me ha sucedido en todas las épocas. Esta entrevista presenta un Borges muy anciano y desgastado, pero que conserva su inteligencia literaria y su porte prodigioso. Imagino lo que diría más de un neurólogo ante este video, conformándolo como sospechoso de varios diagnósticos estigmáticos. En estas imágenes, su declive no puede ocultar su grandeza.



Chomsky es otra de las personas que se ubica en mi vida en todos los tiempos. En este video, el viejo Chomsky acredita su lucidez intacta y su espíritu vital fundado en una vida en un medio adverso. Su grandeza ética inconmensurable, acreditada aquí en contra del estigma resultante de la suma de los años y los diagnósticos. La inteligencia y la integridad de este sublime anciano, adquiere esplendor por contraste con la gran mayoría de pensadores de generaciones siguientes, anudados por las grandes corporaciones e instituciones. 



Los Roling Stones representan un modelo de envejecimiento en el que se hace patente el declive físico con la conservación de su espíritu de los sesenta. Su creatividad y sus músicas constituyen un desafío a la biología y sus determinismos. Imagino la reacción de Jagger ante la limitación horaria de sus paseos y de sus actividades. Puedo intuir que el sumatorio de diagnósticos de los cuatro en vidas tan plenas podía desbordar varias sesiones clínicas y reventar las interconsultas de cualquier hospital. Mi devoción por Keit Richards es máxima. En este video tenía 73 años. Ahora tiene 76 y se ha emancipado completamente de las segmentaciones por edad que hacen los gestores de poblaciones.



 Todas estas personas forman parte del pelotón de autoexcluidos de la dictadura geriátrica que reduce a las personas de edad a los diagnósticos que portan, así como de candidatos inminentes a la aparición de diagnósticos nuevos. Escribiendo he recordado a los bluesman sublimes y longevos, que viven intensamente sus músicas hasta el último momento. La lapidación diagnóstica ha funcionado como la condición esencial para su exclusión en la operación institucional de la determinación de las prioridades. Seguiré próximamente con este tema, tratando de distanciarme de las contingencias del lodazal político/mediático/judicial. Pero no quiero contribuir al silencio, ni admitir que esta es una cuestión de expertos.