Tránsitos Intrusos se propone compartir una mirada que tiene la pretensión de traspasar las barreras que las instituciones, las organizaciones, los poderes y las personas constituyen para conservar su estatuto de invisibilidad, así como los sistemas conceptuales convencionales que dificultan la comprensión de la diversidad, l a complejidad y las transformaciones propias de las sociedades actuales.
En un tiempo en el que predomina la desestructuración, en el que coexisten distintos mundos sociales nacientes y declinantes, así como varios procesos de estructuración de distinto signo, este blog se entiende como un ámbito de reflexión sobre las sociedades del presente y su intersección con mi propia vida personal.
Los tránsitos entre las distintas realidades tienen la pretensión de constituir miradas intrusas que permitan el acceso a las dimensiones ocultas e invisibilizadas, para ser expuestas en el nuevo espacio desterritorializado que representa internet, definido como el sexto continente superpuesto a los convencionales.
Juan Irigoyen es hijo de Pedro y María Josefa. Ha sido activista en el movimiento estudiantil y militante político en los años de la transición, sociólogo profesional en los años ochenta y profesor de Sociología en la Universidad de Granada desde 1990.Desde el verano de 2017 se encuentra liberado del trabajo automatizado y evaluado, viviendo la vida pausadamente. Es observador permanente de los efectos del nuevo poder sobre las vidas de las personas. También es evaluador acreditado del poder en sus distintas facetas. Para facilitar estas actividades junta letras en este blog.
Las
sociedades del presente se encuentran sometidas a una gran conmoción
determinada por un conjunto de cambios de gran profundidad que desbordan el
paradigma convencional del progreso. Una de las dimensiones de esta mutación
radica en que una gran parte de la población se encuentra en movimiento
perpetuo. Según los distintos móviles de estos movimientos, se puede recurrir
al concepto de trashumancia, que adquiere perfiles nuevos. Así, se puede establecer
una analogía con los movimientos de población que determinó la revolución
industrial. La nueva sociedad tecnológica avanzada implica un terremoto
demográfico.
Sin ánimo de
agotarlos, cabe distinguir entre varios flujos de poblaciones en movimiento. El
principal es aquél compuesto por distintos segmentos de poblaciones de países
no desarrollados que se desplazan buscando mercados de trabajo definidos por la
temporalidad. Así se configura un ejército de reserva circulante que sigue las
rutas del espacio-mundo para realizar tareas agrícolas principalmente. Junto a
éste, el capitalismo cognitivo genera un espacio-mundo académico por el que se desplazan los
contingentes en situación de acumulación de capital académico, en espera de su
acceso al trabajo inmaterial, rigurosamente credencializado. En este blog, este
proceso fue definido como "la fiebre del oroinmaterial”. La tercera diáspora
es aquella que tiene como móvil escapar de los sistemas de control social, que
hasta hoy son principalmente estáticos y territoriales, mediante una vida
caracterizada por dosis variables de errancias.
La
multiplicación de diásporas y movimientos en este tiempo contrasta con el sesgo
estático que caracteriza a los saberes de la población, que proceden a la
deificación del censo, que es un mapa quimérico y engañoso en este tiempo. Los
saberes médicos referenciados principalmente en la epidemiología, constituyen
miradas afectadas gravemente por el sesgo censal. Así se incuba una concepción
de la población como un conjunto estable y anclado en un territorio, que
distorsiona la realidad del movimiento creciente y perpetuo. Las televisiones
informan acerca del número de movimientos en fines de semana de los ciudadanos
convertidos en viajeros de ocasión, muchos de ellos confinados en sus
portentosas máquinas de la movilidad, que devienen en el sector industrial más
relevante.
El Covid-19
representa una contradicción patente. Se instala en las sociedades mediante su
acceso a los cuerpos viajeros, que lo diseminan por todo el espacio social,
siendo transferido aleatoriamente a cuerpos ubicados en lo espacial-estático.
La respuesta del confinamiento general tiene como consecuencia la suspensión de
los movimientos, penalizando la expansión de este virus viajero. Sin embargo,
tras un tiempo de recuperación, es imprescindible restablecer de nuevo los
viajes. En esta restauración de los movimientos, prevalecen los obligatorios.
Los temporeros de la agricultura no pueden esperar, en tanto que las frutas y
las verduras tienen su tiempo, siendo esperadas por los ilustres confinados y
sometidos a la restricción de movimientos. Así, la imagen de las calles vacías
es una información sesgada, que hace invisibles los tránsitos obligados de este
formidable segmento de riesgo, carente de patria audiovisual, ni discurso experto
en la defensa de su seguridad.
El ejército
de reserva circulante sigue desplazándose por su red de rutas, de posadas, de
casas de acogida y refugio, de ayuda mutua, de estaciones de autobuses sórdidas,
de coches de quita y pon que han pasado por muchas manos. Esta subsociedad deviene invisible a
los ojos del poder somatocrático, de sus operadores de seguridad, de sus
expertos epidemiológicos y sus asesores de imágenes editadas y fragmentadas.
Pero está ahí. Los instalados estamos comiendo fresas, cerezas, melocotones y
otras frutas y verduras que los ordenadores no pueden recolectar. No, han sido
ellos, seguro. El resultado es la constatación de una gran área ciega, que
funciona mediante la magia del teletrabajo, que niega a estas categorías de población,
situándolos en el umbral de la no-existencia.
El
confinamiento y la posterior desescalada, ha tenido el efecto de blindar a
grandes sectores y espacios sociales frente a la expansión del virus. Las
clases altas y medias han fortificado sus espacios y establecido defensas
frente a las contingencias de relaciones sociales que puedan ser portadoras de algún
peligro. Su pericia recién adquirida es celebrada por los agentes
gubernamentales, los epidemiólogos de guardia y los operadores televisivos,
todos afectados por el sesgo del censo. Mientras tanto, el camino a la nueva
normalidad, la nueva versión dulcificada del orden nuevo, constituye una nueva
edición de la edad media, en el que contrastaba la seguridad de los recintos
amurallados donde se asentaban los estables, con los caminos y vías de
tránsito, llenas de peligros.
El resultado
de esta secuencia es que el virus, que comienza a difundirse mediante su
instalación aleatoria en cuerpos de todas las clases, ahora se hace selectivo y
dual, renunciando a penetrar en los espacios fortificados de los asentados,
para alcanzar los cuerpos desarmados de los transeúntes forzosos. Los rebrotes
son selectivos y afectan a nudos de las redes del ejército de reserva
circulante. El Covid termina por ser un agente activo de la dualización social,
concentrándose en los espacios de libre acceso, que se corresponden con los que
realizan los trabajos imposibles de virtualizar, que, además, son rigurosamente
estacionales, lo que determina la precarización de sus ejecutores.
Así, los
rebrotes se localizan principalmente en mataderos, industrias cárnicas, centros
de acogida, empresas agrarias, pateras y otros espacios de concentración de los
circulantes laborales. Estos contingentes se encuentran desprotegidos debido a
sus condiciones, una de cuyas divisas es la transitoriedad. Pero el estado
mayor de la guerra contra el virus, sigue manteniendo discursos universalistas
referidos a toda la población sin distinciones. De este modo, se presupone que
los rebrotes se deben al comportamiento individual irresponsable. Así se
proyecta la culpabilidad en los circulantes obligados, que no pueden acceder al
privilegio del universo on line y sus beneficiarios.
Los primeros
efectos de esta gran estigmatización son las órdenes de busca y captura de
varias personas responsables de varias infecciones debido a su movilidad
obligatoria y falta de arraigo. Así se instituye una medievalización en la que
es más que probable que estallen violencias en contra de los temporeros de las
distintas clases. El miedo y la mediatización total se funden en la
configuración de un estigma inquietante. Ahora se hacen inteligibles las
coherencias de la presencia de las fuerzas de seguridad en el dispositivo
somatocrático. Es la defensa de los buenos, los responsables, los solidarios,
los limpios, los normales, los ciudadanos. Estos son amenazados por los nuevos
metecos circulantes y peligrosos. La vigilancia y el rastreo alcanzan su
apoteosis.
En tanto que
el protagonismo de los rebrotes recae en el ejército de reserva circulante, los
turistas irrumpen en los escenarios del ocio estival. Estos no son sometidos a
vigilancia de modo equivalente al ejército de reserva del trabajo. Así se
confirma la ley del valor económico establecida en la sociedad del rendimiento.
Parece obvio que el gasto por día de estancia, es la licencia para ser aceptado
y eximido del estigma de portador de riesgo. Cada diáspora tiene asignado un
estatuto diferencial, en perjuicio de los caminantes en busca de un salario
temporal, o algo que se parezca a esto.
En mis
últimos años como profesor de sociología, una alumna europea de Erasmus
presentó en la clase un trabajo elogiando a los viajes y los viajeros.
Identificaba estos en los turistas, los viajeros buscadores de experiencias,
los nómadas laborales cognitivos y universitarios en trance de vivir un tercer ciclo
enriquecedor. Cuando concluyó le pregunté acerca de los africanos y asiáticos
que realizan desplazamientos en los que se viven experiencias límite, tales
como ahogarse, ser esclavizado u objeto de violencias superlativas, que
culminaban en no pocos casos en la muerte. Esta intervención era una
premonición de este tiempo que el Covid ha venido a apuntalar. La dualización
rigurosa de los desplazamientos y el tratamiento diferencial de los viajeros.
El discurso
oficial universal, y los discursos expertos que lo sustentan, que construyen la
normalidad como propiedad de una persona con arraigo espacial estable,
acompañado por una ubicación estable en el mercado de trabajo, parte integrante
de una familia estable, y dotado de un estilo de vida de consumo normalizado,
contribuye a generar un estigma sobre las numerosas categorías sociales que
acampan en el exterior de este espacio social confortable. Las precauciones de
los integrados con sus sirvientes externos, que en el confinamiento han sido distanciados discretamente, es un acontecimiento que permite vislumbrar un futuro de la
novísima edad media on line. Se pueden esperar violencias que se correspondan
con estos códigos. Trascender el censo es imprescindible para descriminalizar a
los nuevos trashumantes.
Me pregunto acerca de su acceso imposible a la asistencia sanitaria, blindada al exterior y facturada como servicio on line que prescinde de los cuerpos, sustituidos ahora por las historias clínicas, que alcanzan el estatuto angelical. Espero que siga existiendo algún médico benevolente que atienda los problemas de estos transeúntes arraigados en sus propios cuerpos en movimiento.
La crisis
del Covid-19 ha situado a la salud pública, entendida como salud colectiva, en
el centro de la vida social. En la nueva situación, los profesionales salubristas,
siempre subordinados al imperio de la asistencia médica - concentrada principalmente
en los hospitales y en donde nunca se pone el sol - han adquirido una
importancia inusitada. Situados en la cúspide del estado, adquieren la
competencia de regular la totalidad de la vida cotidiana de toda la población,
respaldados por los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, los medios de
comunicación y las legiones movilizadas por el miedo. El Covid-19 instaura
súbitamente el milagro de hacer efectivo el sueño salubrista acerca del control
efectivo de la población para incrementar el nivel de salud de la misma.
Los
dispositivos de la salud pública han desarrollado sus actuaciones dirigidas a
determinados colectivos o a la población general mediante un conjunto de
métodos cuya pretensión era cambiar los comportamientos mediante la persuasión
e influencia. Los resultados obtenidos son, en general, muy modestos. La
envergadura de los dispositivos sociales, principalmente instalados en el
mercado, que influyen negativamente en la salud es colosal. Así, apenas se han desarrollado métodos
basados en la coacción, sólo en el caso de los colectivos marginalizados. Pero
la emergencia vírica ha legitimado la intervención basada en la coacción. Tras
el confinamiento, esta apoteosis de coerción parece haber ofrecido buenos resultados
en el control de la pandemia. Sin embargo, esta realidad es manifiestamente engañosa. En
los próximos meses comparecerán los efectos negativos del encierro en términos
de salud, así como en el sistema sanitario, dañado y obligado a cerrarse sobre
sí mismo y establecer una selección efectiva de los pacientes a tratar.
El estado de
excepción sanitario que ha rehabilitado al salubrismo, catapultando a algunos
de sus ilustres miembros al olimpo mediático, ha generado un estado de euforia
entre los epidemiólogos y salubristas, que se encuentran reconocidos
socialmente, en contraste con su inexistencia mediática y política anterior a
la llegada del virus. La licencia para rastrear las relaciones de los
infectados y sospechosos, remite a la insigne función de detectives de la vida,
que es un supuesto subyacente que siempre he confirmado en mis interacciones
con esta comunidad científica, aspirante a la instauración de una gran
racionalización de la vida. El desayuno de los niños, el ocio saludable de los
jóvenes, el sujeto sano liberado de enfermedades o adicciones, son figuras que
representan el imaginario de la salud entendida en formulaciones inscritas en
lo místico.
Pero el
estado de euforia vigente en esta comunidad científica, se encuentra
inevitablemente con los mismos problemas de salud que antes de la llegada del
nuevo Alien, huésped indeseable que se
asienta en los cuerpos arbitrariamente. En los problemas estructurales de la
salud colectiva no es posible utilizarmétodos coactivos, en tanto que los agentes de
comportamientos poco saludables son grandes estructuras sistémicas que
desempeñan un papel fundamental en el sistema productivo. Esta es la razón por
la que he decidido recordar los grandes problemas existentes en la promoción de
la salud y la eficacia en la intervención. He rescatado un modelo que utilicé
en mis clases y en algunas intervenciones en foros profesionales de salud comunitaria.
Estas son las falacias de Polgar. Este es un antropólogo norteamericano que en
los años cincuenta del pasado siglo colaboró en distintos programas de salud
pública haciendo aportaciones fértiles.
Sus
falacias, representan una sabiduría encomiable, y pueden sintetizarse en el
precepto de que nadie es propietario de la población o de un sector de esta. Por
el contrario, la población es un sistema vivo y abierto que resulta de la
diversidad de las estructuras y de los procesos de interacción social. En este
sistema nadie es otra cosa que un agente que puede influir el estado del campo
total, pero que se encuentra limitado por el curso de otros procesos. Las
iniciativas en el campo de la Salud Comunitaria u otras formulaciones
equivalentes, son ejecutadas por una agencia especializada, que tan solo ocupa
una posición en el campo social total. En estas condiciones, la factibilidad de
modificar las estructuras que generan los problemas o las condiciones de vida
de la gente, que determinan sus prácticas - que siempre son invenciones
sociales nacidas en este suelo - es, cuanto menos, muy limitada.
La
problemática de la intervención en salud se encuentra determinada por una
cuestión esencial: los agentes que intervienen proceden a la reducción del
campo social total mediante una gran distorsión. Así se atribuyen la totalidad
de la autoridad y reducen a la población objeto de la intervención a una
homogeneidad y simplicidad descomunal. En este sentido cumplen con el sabio
precepto enunciado por Nicolás De Cusa, teólogo y filósofo alemán, que dice que
“Donde quiera que se halle el observador pensará que está en el centro”. Esta
es la tragedia de muchos proyectos en el presente, el sesgo de sus promotores
en cuanto a su ubicación en el campo social. Así, la promoción de la salud se
encuentra afectada por una suerte de etnocentrismo que moldea artificialmente
la sociedad en torno a su posición. He conocido distintas teorizaciones al
respecto, que varían en el tiempo, desde la mitología de los consejos locales
de salud, o a los activos de salud, que implican lecturas de la realidad en la
que la multiplicidad de agentes sociales se encuentran subordinados en la
galaxia imaginaria de la salud.
Polgar
define cuatro falacias, presentes en las intervenciones de salud pública, que
disminuyen la eficacia de los programas de intervención. Estas son
independientes unas de las otras, aunque he vivido en distintas ocasiones la
recombinación entre ellas. Estas son: La falacia del Arca Vacía; La falacia de
la Cápsula Separada; La falacia de la Pirámide Única, y la falacia de los
Rostros Intercambiables.
La falacia
del Arca Vacía es la propensión a actuar como si el sistema social receptor se
encontrase vacío por la inexistencia de culturas populares y prácticas sociales
con respecto a la salud y a la asistencia. Así, la intervención se concibe
según la metáfora del trasplante. La información científica y profesional es
vehiculada a los receptores, entendidos como vasos vacíos que es preciso
rellenar con raciones de información. Los métodos utilizados en muchas
intervenciones se asemejan a los modelos coloniales, en los que “los salvajes”
deben ser instruidos por los colonizadores. Durante muchos años he vivido en primera
persona este tipo de acción en el Plan Nacional de Drogas y sus constelaciones
asociadas. En sus actividades no existe, ni puede existir, el diálogo
recíproco. Parte de una condena del sujeto consumidor que debe ser salvado
mediante su salida guiada de su medio social y su tratamiento, del que se debe
obtener su adhesión.
El supuesto
que rige el Arca Vacía imposibilita la construcción de una alternativa
determinada por la relación de ambas partes, y que tenga en cuenta los saberes
(representaciones sociales) y prácticas de los afectados. Se trata de exportar
el paquete saludable en su integridad para ser instalado en los destinatarios. El
fracaso estrepitoso de las intervenciones en alimentación, alcohol, drogas y
otros campos es patente. Así se forja un mundo social segregado, propio de los
equipos de intervención, que asumen supuestos que son manifiestamente
fundamentalistas con respecto a la vida diaria. La asunción del arca vacía
convierte en marginales a los dispositivos de intervención. He vivido episodios
fantásticos de automarginación labrada como una excelsa obra de arte. La
cruzada contra las bebidas alcohólicas, la bollería industrial y la comida
rápida termina mediante el hundimiento de la flota saludable salvadora.
El vaciado
de los sujetos destinatarios y sus mundos sociales se extiende a la
investigación. He visto numerosos estudios realizados con metodologías
cualitativas en los que los investigadores imponen sus definiciones y
convierten a los investigados en sujetos afectados por la ecolalia. La
reducción de la investigación a la metodología utilizada, en ausencia de la
reflexión, cierra las puertas a cualquier indagación. He sentido mucha
vergüenza en la exposición de trabajos que se referenciaban en la
investigación-acción o participativa, que refrendaban las hipótesis de los
investigadores en una apoteosis de negación de la especificidad de los
supuestamente investigados, convertidos de facto en cobayas.
La falacia
de la Cápsula Separada se puede definir por la tendencia a establecer los
límites de la intervención sanitaria en términos de representaciones sociales y
prácticas exclusivas, aisladas de la integridad de las personas y sus
contextos. Aquí se suscita el dichoso problema de la (ultra)sectorialidad. La
salud es una cosa, la educación otra y los problemas sociales otra distinta. Un
proyecto sectorial segrega al sujeto destinatario del conjunto de su propia
persona y ambiente, disgregando sus necesidades. Esta falacia tiene como efecto
perverso la lluvia de intervenciones desintegradas, cuando no rivales, en un
mismo espacio social. El aspecto más negativo de las cápsulas separadas radica,
no sólo en que los resultados tienen un techo bajo, sino en que cada red
interviniente plantea su acción en términos de cooptar nativos para su proyecto, desplazando a sus propios objetivos
específicos.
La falacia
de la Cápsula Separada tiene sus efectos más perversos en lo que llamamos
educación, disgregando esta en múltiples versiones competitivas entre sí:
Educación para la salud, Educación Sexual, Educación para la Movilidad,
Educación Cívica, Educación para las drogas, Educación para la igualdad de
género, Educación para la nutrición… Estas educaciones parciales no pueden
eludir la cuestión de fondo de la educación, que no es disponer de un arsenal
de conocimientos especializados, sino lograr la capacidad de utilizar los
disponibles de cada uno para vivir mejor. Siempre que me he encontrado con
distintos educadores de la salud les he planteado acerca de si su intervención
incrementaba las capacidades generales de los educados, más allá del ámbito del
programa específico. Volveré a esta cuestión de la educación sanitaria.
La falacia
de la Pirámide Única radica en atribuir una homogeneidad a los colectivos
sociales unificados por compartir una característica común. La simplificación
de una población estriba en fraccionarla en paquetes según variables
establecidas por la organización administrativa. Así, las zonas de salud, las
áreas, los distritos municipales y otras unidades de población artificialmente
establecidas, no se corresponden con realidades en los sistemas sociales. La
tendencia a construir un interlocutor artificial atribuyéndole la homogeneidad,
erosiona la eficacia de cualquier programa. El aspecto más patético de las
experiencias de intervención, radica precisamente en atribuir representatividad
a conglomerados heterogéneos. En los antiguos consejos de salud, el éxtasis de
los legisladores alcanzó niveles insólitos. Se designaba a un representante de
un conglomerado dispar de asociaciones voluntarias.
La falacia
de los Rostros Intercambiables ignora las diferencias individuales y no tiene
en cuenta las relaciones interpersonales. Combinada con la falacia anterior
otorga representatividad a personas que encarnan a categorías sociales radicalmente
dispares. Así, se opera el milagro de que una mujer o un joven sean designados
como representantes de una categoría social, es decir, de un colectivo que
comparte un rasgo común, pero que no tiene la condición de grupo, en tanto que
no existe la interacción. Así se procede a generar pequeñas monarquías
ficcionales en los espacios de intervención.
El efecto
combinado y acumulado de estas falacias conforma a la promoción de la salud
como un campo estancado en el que reina la autorreferencialidad. En este se
producen acontecimientos cuando arriba una nueva profesión en busca de
anclajes, cuando llega un nuevo método o técnica de intervención que reactiva
el imaginario de la comunidad profesional, que le atribuye virtudes milagrosas.
Asimismo, cuando comparece un nuevo autor que contribuye a una extraña
regeneración psicológica en todos los practicantes. El campo de las drogas es
paradigmático. Suelo decir que este es un sector en el que un participante puede
abandonar durante muchos años y regresar mediante un reciclaje mínimo,
consistente en conocer la nueva jerga, porque en el fondo todo sigue
exactamente igual.
La trasgresión organizada forma con
lo prohibido un conjunto que define la vida social
Georges
Bataille
La crisis
del Covid ha determinado una importante ruptura en las sociedades del presente,
mucho más allá de lo estrictamente relacionado con la salud. Una de las
dimensiones fundamentales del nuevo orden social es el reforzamiento de las
funciones del estado en el control de la vida y de las poblaciones. Este factor
determina un verdadero renacimiento de la policía como institución, que
adquiere la potestad de inspeccionar a toda la población. La definición de la
situación como “guerra contra el virus” significa una contienda contra los
portadores del mismo, que se encuentran insertos en la población. Así se forja
la licencia para intervenir bajo el principio de que todos somos sospechosos,
en tanto que el mal puede encontrarse alojado en cualquier cuerpo.
El
confinamiento total ha representado la recuperación del imaginario policial
como propietario del espacio público, dotado de la potestad de vigilar a los
transeúntes y determinar la pertinencia de sus desplazamientos. Las calles
vacías son el espacio perfecto para ejercer en régimen de monopolio el control
total. El millón largo de multas impuestas, así como las múltiples actuaciones
que se inscriben en el concepto de “excesos policiales”, testifican la
restitución de la policía-institución como agente fundamental del estado en
tiempos de guerra, en este caso, de una guerra fantasmática e imaginaria. En
esta situación de excepción, la policía tenía la capacidad de identificar a los
transgresores sin investigaciones laboriosas, solo por su presencia en la vía
pública.
La desescalada
en busca de la nueva normalidad suscita
una situación diferente, pero que mantiene las prerrogativas de la policía. El
nuevo estado epidemiológico reglamenta estrictamente la vida, estableciendo
horarios, turnos, vetos a grupos de edad, espacios prohibidos, reglas de
conducta y prohibiciones. El problema de esta hiperreglamentación es que muchos
de sus preceptos son inaplicables en distintos contextos sociales. Sus
diseñadores son gentes cuyo imago ha sido forjado en el laboratorio, que es un
medio en el que la complejidad se reduce para poder aislar las variables. Pero,
una vez ascendidos súbitamente a la cúpula del estado, convertidos en nuevos
pastores, sus definiciones con respecto a las prácticas de la vida son
manifiestamente distorsionadas. Siempre que salgo de la consulta de un
endocrino, me digo a mí mismo “Este tío es un marginal, un verdadero
marginado”, en tanto que acredita sobradamente su incapacidad radical de
comprender la vida.
Así como en
el confinamiento las situaciones eran sencillas de gestionar, interfiriendo a
un transeúnte y requiriendo sus motivos, en las siguientes fases, todo se
complica. Lo patético alcanza niveles de comedia, en tanto que es imposible
verificar si los grupos de quince son familiares, si los que caminan juntos en
pareja son convivientes o intervenir en las terrazas, en tanto que en ninguna
se respeta la distancia de seguridad, en la versión mística de los
epidemiólogos. Las situaciones de trasgresión son tan generalizadas, que hacen
imposible la intervención de la policía. Esta se reserva para las grandes
ocasiones en las que concurran los niveles altos de transgresión con la
naturaleza de los actores, determinados por su percepción. Los jóvenes
marginales, los empobrecidos, los extranjeros de lugares subalternos del
sistema-mundo y aquellos caracterizados por su “mala pinta”, son objeto de
intervención policial, que contrasta con el consentimiento de los incumplidores
dotados con distintos grados de señorío.
Esta
situación, en la que las reglas proclamadas son desbordadas por doquier en los
espacios públicos, activa el terror a los efectos del virus en los sectores
sociales más amenazados por este. Así se configura una demanda desbocada de
seguridad, que deposita su esperanza en la policía y requiere su intervención.
De este modo se reconstituye el vínculo histórico entre la institución de la
gendarmería y su base social, debilitada durante muchos años. Este nexo es
esencial para respaldar la eficacia de sus actuaciones. Una de las mejores
películas que he visto con anterioridad al confinamiento es “Los miserables”,
en la que se narran las vicisitudes de una patrulla policial en París, patrullando un barrio adverso, en la que
carece de apoyos. Sus limitaciones son patentes en un medio en el que la
transgresión es la norma y ellos mismos son exteriores a esos sistemas
sociales.
La crisis
del Covid y la emergencia de un renovado estado clínico, cuyas actuaciones se
basan en la comunicación audiovisual intensiva, combinada con la promulgación
de normas duras que interfieren la vida ordinaria, determinando que la gestión
de la coerción constituya el eje de sus actuaciones. Así se restablece el nexo
con una población ansiosa de seguridad, que respalda desde los balcones la
acción enérgica de los gendarmes frente a la última versión de Alien, el octavo
pasajero de la mítica película, que se aloja en cualquier cuerpo transgresor
amenazando a los normales, a los puros, a los obedientes, a los buenos. La
policía adquiere en este entorno una preponderancia y legitimidad insólita, que
ampara cualquier exceso frente a los cuerpos en los que se puede encontrar
alojado ese repudiado pasajero.
Esta
situación reactiva las memorias históricas de los grandes sectores sociales
identificados con el autoritarismo franquista. Recuerdo en mi infancia y
juventud lo que era “un guardia”. Sus actuaciones eran contundentes y tenían la
potestad de ser indiscutibles e indiscutidas. Para que los lectores que no
hayan conocido esa época puedan entender el arraigo de la autoridad, un
acomodador en un cine, un hombre de sesenta años, pequeño y desgastado,
expulsaba a un grupo de adolescentes del mismo después que estos hubieran
tenido comportamientos inadecuados. Nadie lo discutía, los alborotadores
abandonaban sin rechistar el local. La apoteosis de autoridad se encontraba
arraigada en todos los espacios de la sociedad.
Este amplio
contingente social quedó progresivamente huérfano de autoridad con la
instauración de una sociedad de consumo de masas desbocado. La estimulación de
la nueva figura del cliente, que es quien finalmente decide comprar el producto
o el servicio, erosiona los convencionales sistemas de autoridad, generando
subjetividades incompatibles con el rígido orden condensado en la tríada
industrial reglas/jerarquía/disciplina. Las tensiones derivadas de esa
orfandad, constituyen una nostalgia autoritaria muy extendida entre múltiples
sectores. Las calles y los locales de ocio son tomados por los desreglamentados
para recrear su mundo extraño a las normas. Pero este territorio se expande, penetrando
en las aulas, las consultas médicas y otros ámbitos antaño estrictamente
regulados.
Los
nostálgicos de la autoridad se ubican no solo en los espacios desregulados y
definidos por Lipovetsky como constituidos por la regla de la personalización, sino
también en contingentes del mundo del trabajo y de las bases sociales de la
izquierda. La crisis de las normas genera anomias que producen un clima social
de inseguridad en muchos de los territorios donde se asienta la vieja clase
obrera y sus versiones sucesoras, constituidas por la gran desregulación
postfordista. La demanda de policía deviene casi universal, se multiplican los
agentes de seguridad y la vigilancia se despliega en múltiples formas. Así se
configura la securitización, un proceso central las sociedades neoliberales
avanzadas, que ahora se refuerza con la presencia del virus letal, encarnado,
como Alien, en distintos cuerpos y acontecimientos cotidianos.
El orden
instaurado desde las coordenadas del laboratorio es desbordado por la vida, y
los sujetos concebidos desde este desertan masivamente cuando tienen la mínima
oportunidad. Las imágenes de las playas, las terrazas y las áreas de tránsito
son elocuentes. La deserción es la norma, reafirmando el viejo precepto de que
el comportamiento racionalizado se establece solo en determinadas esferas y
momentos de la vida. Pero en otras
esferas y tiempos las pasiones establecen su hegemonía. Así, una persona se
comporta con respecto a reglas habitualmente, pero se transforma radicalmente
cuando se encuentra inmerso en cualquier ámbito en el que se produce euforia,
que es un estado desconocido por las ratas de laboratorio. Las barras de los
bares y el fútbol van a ejercer un testimonio relevante de esta afirmación.
Pero las
normas estrictas no solo son incumplibles en su integridad, sino que conllevan
una selección arbitraria de sus excepciones. Las imágenes de Núñez de Balboa,
en las que la policía acompaña la protesta expresada en la abolición de la
distancia de seguridad entre los ilustres manifestantes, denotan la
arbitrariedad de las instituciones estatales. Precisamente, esta es una de las
características esenciales de la institución-policía. Esta no persigue por
igual conductas reguladas por el código penal, sino que actúa según su propia percepción.
Su autonomía en situaciones específicas alcanza cotas inusitadas. Los
agricultores propietarios, los transportistas, los aficionados al fútbol y
otros colectivos, tienen un estatuto especial de tolerancia policial, que
suaviza su intervención manifiestamente.
Por el
contrario, los jornaleros, los trabajadores en conflicto, los movimientos
sociales por derechos civiles, los inmigrantes, los nómadas urbanos y las
gentes integradas en los mundos derivados de las marginaciones, son objeto de
una intervención policial extrema. Las diferencias son insólitas. Muchas veces
me he preguntado cómo actuarían ante comportamientos tan desafiantes y
transgresores como los que se producen en una huelga de transporte o los
hooligans desbocados en un partido de fútbol. En esta diferencia se expresa un
sistema de pesos y medidas inequívocos, que se encuentra inscrito en el código
genético de la institución. Muchas veces he pensado que me gustaría ser un
turista europeo desmadrado en una zona de playa, dotado de licencia para la
barbarie sin límites. En este caso la tolerancia es la norma que guía las
actuaciones policiales.
Se puede
establecer un pronóstico factible de que muy pronto se produzca un rebrote del
virus, en tanto que la apertura al turismo de masas y el fracaso de las medidas
pensadas para los seres que habitan el laboratorio, son factores de un riesgo
imposible de gestionar. En este escenario se van a fundir las demandas de
seguridad de los huérfanos del orden, aterrorizados por la ubicuidad de Alien,
con las frustraciones de la policía por la inoperancia de sus actuaciones. La
situación puede llegar a ser explosiva, en la que se fusionen todos los
malestares. Mientras tanto, haremos lo posible por conseguir pequeños sorbos de
vida.
Así se hace
inteligible la afirmación de Bataille que abre este texto. Lo ubicado en el más
allá de la norma y lo prohibido desempeñan un papel central en la vida social.
Lo subterráneo que aparece en la superficie y se disipa frente a miradas
normativizadoras para regresar de nuevo, es un ingrediente esencial de la vida.
El misterio de las sociedades del presente es que condenan oficialmente
comportamientos y prácticas sociales generalizadas. Este episodio indica una
crisis de conocimiento y un excedente de investigación de laboratorio.
En los
próximos días se cumplen ocho años de la muerte de Carmen, mi compañera en
tantos años de vida. La crisis del Covid y el confinamiento han activado mi
memoria de ella, que se ha hecho más presente que nunca en mi casa cercada por
el dispositivo somatocrático, la
vigilancia policialy las miradas
inquisitivas de los guardianes de los balcones. Su imagen ha comparecido en
todos los rincones, pero en el primer momento en busca del sueño, así como al
despertar, su efigie me ha acompañado sin excepciones, ayudándome a escapar del
hermético mundo que subordina lo cotidiano al orden autoritario y rigorista de
la salud amenazada, sumergiéndome en una dulce nostalgia.
Los largos
años de la enfermedad de Carmen me han marcado decisivamente. He logrado controlar mi diabetes,
emancipándome de esa pandemia terrible que llaman control de la cronicidad, de
modo que he minimizado los daños derivados del progreso de la enfermedad, pero,
sobre todo, de los descalabros que produce, en una gran parte de pacientes, el
tratamiento automatizado y despersonalizado de los demiurgos de los programas
asistenciales. Pero en el caso de Carmen, el tratamiento inevitable de su
granulomatosis de Wegener, era devastador y la iba devorando. El proceso de
deterioro concluyó con la aparición del cáncer en su debilitado cuerpo, que
terminó por expandirse terminando con su vida.
La
enfermedad terrible de Carmen me enfrentó con el sistema sanitario en su
versión auténtica. Durante muchos años he vivido profesionalmente entre
discursos médicos benevolentes que disfrazaban la realidad asistencial, que
terminó por comparecer brutalmente ante mí, tanto en el caso de mi diabetes
como en la de su Wegener. En este viaje pude vivir en directo y primera persona
lo que había debajo de las alfombras, que constituían las ideologías médicas
que aparecían en las clases, los textos y las representaciones de las
venerables instituciones de asistencia y su canónica formación continuada.
Carmen se reía cuando le decía en tono apesadumbrado que mis años de
colaboración en la atención en la salud me habían convertido en un vendedor de
alfombras, sobre las que era capaz de elaborar un discurso imaginario que se
inscribía en lo prodigioso, homologándome con el mítico Aladino, que volaba
sobre ella liberándose del prosaico hábitat del suelo.
Los años de
enfermedad y declive de Carmen me legaron un dolor permanente. A las
vicisitudes de la enfermedad, que adoptaban la forma de escalera, cabe añadir
las de los sucesivos descubrimientos de los secretos encerrados en los bajos
del laberinto asistencial. Entre todas las desdichas, lo peor fue descubrir que
la única garantía de que fuera bien tratada era comprar un salvoconducto
médico. Este es uno de los aspectos más perniciosos para mi castigada
conciencia personal, marcada por el imaginario de la izquierda. Como
propietario de ese pasaporte providencial pude conocer, en las estancias de Carmen
en el hospital, a gentes sencillas desprovistas de ese recurso, que en algunos
casos determinaban un itinerario asistencial fatal. Estas son las vivencias
críticas en el mejor sistema sanitario del mundo que me han modelado como
persona.
Mis
vivencias se encontraban frontalmente con las ideologías gerenciales, que se
sobreponen en este tiempo a las culturas médicas. En mis actividades docentes
con médicos y enfermeras, que fueron cediendo su lugar a personal de gestión
puro y duro, se reflejaba inevitablemente mi distanciamiento de los saberes de
los tratantes de cosas, que imponían sus representaciones en los contextos en
los que los tratados eran personas. Mis experiencias me proporcionaban una
posición privilegiada desde la que mirar sobre las fantasías de la excelencia y
la calidad, que en el caso de tratamiento de pacientes no cuadraban con los
preceptos de fabricación de productos materiales inanimados. Esta brecha no
dejó de crecer hasta mi retirada voluntaria de este campo.
El dolor
difuso derivado de inteligirme a la contra de tan poderoso sistema de
significación y de prácticas, cuyo techo y suelo se fusionaban en múltiples
alfombras mágicas de todas las formas, tamaños y colores imaginables,
vivenciando así mi propia insignificancia ante el formidable dispositivo
asistencial, adquirió un rango cronificado. Pero este se incrementaba en tanto
que Carmen, debilitada irreversiblemente por la enfermedad, adoptaba una
posición pragmática definida por el fatalismo. No quería siquiera hablar de las
situaciones y comportamientos perversos que vivíamos conjuntamente. Así se fue
contagiando del arquetipo de enfermo que renuncia a comprender la realidad que
vive y genera una esperanza infundada en su futuro. La imagen cercana de
Lourdes y Fátima, en el que un contingente de enfermos incurables comparecen
estimulados por las técnicas de animación ejercidas por los religiosos, nos
amenazaba en nuestra inmediatez. La idea del milagro se encuentra más arraigada
en el imaginario de los pacientes de lo que podemos imaginar.
En estos días contemplo con asombro las
imágenes emitidas en el dispositivo central de la televisión, en las que un
paciente sale de la UCI tras muchos días de estancia. En torno a él se
congregan las cámaras y los sanitarios devienen en aplaudidores, poniendo en
escena un ritual festivo. Los sentidos de la emisión no son otros que celebrar
este insigne milagro laico, en espera de que este represente un estímulo a los
atribulados contingentes amenazados por el riesgo del Covid. La promiscuidad entre
ciencia, religión y milagrería deviene en un espectáculo que desempeña un papel
relevante en el orden epidemiológico-comunicativo.
Carmen era
una persona dura, capaz de asumir umbrales de dolor insufribles para la
mayoría. Así, fortificada en el azar con rostro médico, pudo vivir varios años
de adversidad suprema. La aparición del cáncer y sus cirugías aceleró el final.
En este tiempo final mi dolor se incrementó, en tanto en que ella persistía en
la fantasía del milagro terapéutico, fomentada por los oncólogos y cirujanos.
En este momento, le propuse irnos a Cabo Verde, que era nuestra fuga imaginaria
de un mundo en el que no encajábamos bien. Imaginaba unos meses en este paraíso
atlántico soñado por ambos. Ella lo rechazó y su pragmatismo asociado a su
situación de debilidad remodeló su milagro terapéutico, reduciéndolo a mínimos.
Los últimos meses aspiraba sólo a seguir igual, arrastrándose por el pantano de
la quimio el tiempo que fuera posible.
Nuestro
vínculo se fortaleció en la larga navegación frente a la adversidad. Tuvimos
que comenzar a vivir tras las convulsas rupturas y disidencias que atravesaron
nuestras vidas. La primera fue el cisma terrible con la sociedad franquista
tardía que interfería nuestras vidas. Por ello tuve que pagar un alto precio en
persecuciones, cárceles e interrupción de mi vida académica. Pero esta
disidencia fue compartida con otras gentes que nos acompañaron. Tras varios
años, la disidencia con el partido comunista, que fue más traumática y menos
social que la primera. Tuvimos que rehacer nuestras vidas, que fueron
adquiriendo la condición de poco comprensibles. Pero la más dura y menos social
fue la tercera, con el capitalismo global, postfordista y neoliberal. Esta fue
la menos social, en tanto que tuvimos que aprender a vivir maquillando nuestros
posicionamientos, en tanto que estos tenían una inquietante tasa de
incomunicabilidad. En estos años, los últimos de Carmen, nuestra relación se
fortificó en varios asedios.
Tras el
shock experimentado por su muerte, su memoria se ha asentado permanentemente en
mí. Siempre que descubro algo nuevo o disfruto de un don minúsculo de la vida,
comparece en mi memoria, de modo que me veo obligado a contárselo e imaginar
cómo lo hubiera disfrutado. Presumo sus reacciones ante todas las cosas nuevas
y lamento que se pierda algunos acontecimientos de la vida que hubiera gozado.
Así se ha forjado un extraño diálogo interior que me reconforta en un tiempo en
el que tengo que sobrevivir solo afrontando mi tercera disidencia, que ahora
adquiere la forma de un extraño gulaj doméstico en defensa de la salud
amenazada.
Días antes
de morir me pidió que cuidase de nuestra perra Totas, y que le diera una buena
vida y una buena muerte. La perra extraña a Carmen tantos años después. No hay
cosa que más le reconforte que la visita de una mujer a la casa,
proporcionándole múltiples atenciones en espera de ser correspondida. Así
rememora a su vieja ama, imaginando la posibilidad de su retorno. Totas está ya
muy mayor y no aguanta un paseo de un par de horas por la Casa de Campo, con
sus largos trayectos de metro en la ida y la vuelta. En la última semana, cojea
de una pata delantera. La he llevado al veterinario y le ha recetado
antiinflamatorios, lo cual sanciona la terrible expansión diagnóstica de esta
época desbocada, que llega al tratamiento de los animales, convirtiéndolo en
sobretratamiento agresivo. Menos mal que soy un experimentado y avezado
paciente, dotado de la capacidad de sortear las terapéuticas fatales.
Lanecesidad de una prevención cuaternaria se extiende a la galaxia veterinaria.
En estos
días de posconfinamiento y contacto con la naturaleza, he rememorado a Carmen,
recordando las músicas que acompañaron nuestro viaje imaginario que el cáncer
canceló. Estos tres vídeos le gustaban mucho. El primero, Fada, es el que puse
en su despedida, en la que su cuerpo eran ya cenizas que terminarían, tanto en
el Cantábrico, en un lugar cercano a su mítica “Maruca” de la infancia en
Santander, como en un lugar de la Sierra de Huétor Santillán, en Granada, en el
que hemos disfrutado mucho con nuestras perras en paseos grandiosos para
nuestros sentidos. El segundo, es una síntesis en imágenes de Cabo Verde. El
tercero, Fidjo Maguado representa muy bien el estado de nostalgia que me afecta
cuando recuerdo nuestro amor y los momentos fantásticos que nos regaló la vida.
Todos son de Cesarea Evora, que nos ayudó durante muchos años a consumar
pequeñas fugas cotidianas fantásticas, tras las que regresábamos al mundo del
capitalismo avanzado, que en nuestro entorno era leído como una democracia
dotada con la capacidad de adormecer.
El concepto
subalternidad es muy adecuado para designar las múltiples situaciones de
dependencia de los distintos poderes sociales. En este tiempo adquiere una
intensidad inusitada, multiplicando las categorías sociales afectadas por esta
relación. A las posiciones sociales veteranas en esta condición, se unen ahora
otras nuevas resultantes del avance del proceso de reclasamiento derivado del
viaje hacia la sociedad neoliberal avanzada. En particular, quiero destacar a
los segmentos pertenecientes a profesiones clásicas que se encuentran en un
proceso de proletarización intensivo. Este se ejecuta mediante la fragilización
del vínculo laboral, pero, todavía es más importante la expropiación de sus
saberes y autonomía profesional.
En el caso
de los médicos y de los profesores, la subalternización, se efectúa mediante su
conversión de ejecutores ciegos de protocolos. La automatización de las nuevas
posiciones laborales que desempeñan estos sujetos rigurosamente precarizados,
alcanza límites inimaginables. Pero lo peor estriba en que este proceso de
automatización incluye un guion individualizador extremo, que separa al
profesional de sus antaño compañeros, para convertirlo en una unidad en
evaluación permanente. La automatización implica la decadencia de iniciativas
grupales y colectivas, conformando un contingente de gentes integralmente
domesticadas y asociales, en el sentido de disolver sus lazos mutuos como
colectivo profesional y como grupo con intereses comunes.
He conocido
a muchos jóvenes sociólogos y médicos en su etapa de estudiantes, en la que se
mostraban vivos, críticos, activos y relativamente independientes. Años
después, la mayor parte de ellos se muestran silenciosos, oscuros, parcos y
obedientes, en tanto que cumplidores de los guiones que les han sido asignados.
En este sentido afirmo que el MIR y el doctorado, son instancias que acaban con
una persona independiente. Su neutralización se efectúa mediante varios
dispositivos concertados, pero el factor más destructivo es la proliferación de
pequeñas actividades rutinarias que ocupan el tiempo de los novicios y van
socavando su vitalidad y proyecto individual. Ahora estoy preocupado pory varias personas formidables que he conocido
en las aulas, en la sospecha de que las están sometiendo a un proceso de
bonsaización, para que su crecimiento sea dirigido y limitado. Así se consuma
un homicidio académico, al sepultar su especificidad, siendo homologados y
convertidos en numeradores.
El proceso
de conversión de los profesionales a la condición de subalternos, tiene unas consecuencias
especialmente en estos días. El confinamiento general ha funcionado como una
medida eficaz de disciplinamiento y subordinación, cuyos efectos se hacen
visibles en todas las esferas. El postconfinamiento tiene que aceptar la
comparecencia de dos fuerzas formidables: el mercado y la vida. Los grupos con
intereses económicos toman la iniciativa de desbordar los límites impuestos por
los tontos útiles que les acompañan en este viaje: los salubristas,
epidemiólogos y otras especies médicas. Su vigor es asombroso. Hoy abren de
nuevo las casas de apuestas por la presión ejercida por el complejo económico
en nombre de la restauración del PIB y la prosperidad.
Obviamente,
estos grupos de intereses económicos no han sido sometidos a la automatización,
conservando así sus sentidos e iniciativa, que actúan incrementando su
capacidad de interlocución y réplica. Hoy más que nunca, se reconstituyen como
grupo de presión recuperando su iniciativa para rectificar en su favor las
directrices emanadas del dispositivo político-epidemiológico. En una situación
crítica, como la actual, el tiempo adquiere una significación trascendental. Es
menester comparecer activa y enérgicamente en el campo social para defender sus
intereses.
Pero los
sectores desprofesionalizados, automatizados y sometidos por las instituciones
de la gestión y la conducción que actúan concertadamente en los ciclos
superiores de la educación y el mercado de trabajo subalterno, cuya figura
esencial es el becario, actúan según las pautas que han internalizado en una
obediencia encomiable, en la que han sido forjados. Así, no actúan como grupo
de presión activo y esperan pasivamente que cualquier dios del olimpo político,
experto o salubrista, les conceda la gracia de reincorporarse en unas
condiciones aceptables. La inacción es la última fase de la proletarización.
El resultado
de esta disparidad en el campo social es la explosión de las actividades con
valor económico, que arrollan a los operadores epidemiológicos sin piedad
alguna. Los comercios, bares, restaurantes, hoteles, discotecas y otros,
restauran sus actividades con limitaciones. La presión que se está efectuando
para que en el fútbol haya público, es formidable. Las limitaciones y
reglamentaciones son rebasadas sin consideración alguna. La prohibición de los
salubristas autoritarios de celebrar los goles abrazándose, ha sido desbordada
en una semana en la Bundesliga. Las reglamentaciones de acontecimientos en los
que las pasiones están presentes son absurdas. Los aforos requeridos de los
templos de la vida, expresados en mitades, tercios y cuartos, solo funcionan en
la fantástica industria del –para mí- sagrado líquido de la cerveza, cuyos
envases son exactos en cuanto a su capacidad expresada en mililitros.
En este
escenario, la reconfiguración del sistema sanitario, mediante la recuperación
de la institución hospital, así como la centralidad de las UVI, penalizando de
facto la nueva teleatención primaria, implica la consumación de una reforma
sanitaria secreta, además de la llegada a una nueva fase de la precarización
profesional, que es aquella en la que contingentes de contratados acuden para
resolver una demanda temporalizada, tal y como ocurre en las cosechas. Este
proceso se realiza sin que los afectados ejecuten ninguna réplica. La consagración
de IFEMA como la nueva figura de hospital
de temporada, tiene unas consecuencias irreversibles para todo el sistema
sanitario. Así se inaugura un sistema en el que la estacionalidad desempeña un
papel axial.
Y todo esto
sin deliberación pública profesional alguna. Los médicos y las enfermeras se
consuman como una figura análoga a la de los operadores de la fábrica
automatizada. Son ejecutores de protocolos elaborados por los expertos de lo
que Minzberg denominó “tecnoestructura”. Así son expropiados profesionalmente,
ahora derivados a la telemedicina, que en un sistema sobrecargado y
desorganizado, adquiere un perfil que se ubica en la frontera de lo patético. El
anuncio inquietante de un robot inteligente que resuelva la mayor parte de las
preguntas de los atribulados usuarios y ejecute instrucciones protocolizadas,
ya no es una pesadilla, sino un horizonte inmediato. Los mismos profesionales
debilitados se han ubicado en la condición de prescindibles.
Al igual en
la enseñanza y la universidad. El proceso de neutralización de maestros,
profesores de todos los niveles e investigadores ha tenido un éxito
espectacular. Ya solo responden a sus condiciones laborales, emancipándose de
la cuestión de los modelos de enseñanza. Esta es la competencia en régimen de
monopolio de las castas universitarias, los tecnócratas de las agencias y los
operadores del mercado, que diseñan los modelos sin deliberación alguna con el
contingente devaluado y desprofesionalizado de los docentes. Aquí se propone la
quimera de la educación virtual, que degrada a los profesores, en tanto que
para que esta sea efectiva, requiere una inversión en horas de trabajo que hace
imposible que un grupo sea mayor de 15 alumnos. Este es el límite de la
supervisión efectiva. De ahí para arriba, se convierte en una simulación
indisimulada.
Uno de los
sociólogos que me ha acompañado durante largos años, Piotr Sztompka, enuncia su
concepto de campo social. Entiende que las sociedades son campos en los que
suceden múltiples interacciones. Estos tienen cuatro entramados o niveles que
interactúan mutuamente: El de las ideas; el de las reglas; el de las acciones,
y el de los intereses. Estos acogen múltiples procesos que se suceden en el
campo. De ellos se deriva en un momento determinado el estado del campo, que
manifiesta las correlaciones entre los agentes sociales en los cuatro planos.
Estos equilibrios siempre son abiertos y susceptibles de modificación según la
acción colectiva de los agentes.
Desde esta
perspectiva, el estado del campo social a la salida del confinamiento refleja
una realidad inquietante. En tanto que los grupos de interés en turismo,
transporte, finanzas y otros sectores productivos toman posiciones en la
promoción de sus intereses, realizando acciones y comunicaciones, compareciendo
activamente en la calle y en la infosfera, los colectivos sociales ubicados en
el mundo del trabajo, tales como los desprofesionalizados y otros, permanecen
inactivos en espera de su suerte, que es delegada en el gobierno, las
corporaciones locales o las burocracias sindicales.
Esta
inacción en un tiempo crucial, significa, tal y como reza el título de este
texto, autoconfinarse del mismo campo social en el que se encuentran inscritos.
Esta es una conducta, en términos de sus propios intereses, que puede calificarse
como un suicidio dulce. Este se realiza renunciando a su propia acción y
delegándolo en las instancias fantasmáticas del gobierno y las corporaciones.
Se espera que sus intereses se sancionen mediante las actuaciones de líderes
providenciales en el teatro del congreso de los diputados, las asambleas
autonómicas o de las televisiones buenas, en las que los tertulianos buenos
triunfen sobre los malos, en la ficcionalización del acontecer político.
Esta
situación denota el éxito del proceso neoliberal, que ha socavado eficazmente
varios tejidos sociales, quedando desamparados sus miembros, ahora
individualizados mediante su adscripción a la sagrada institución de la
evaluación. En esta se establecen, reproducen incesantemente y se gestionan,
las diferencias individuales entre los atribulados y eternos aspirantes a tener
un lugar bajo el sol de la república quimérica de la calidad y la excelencia.
En esta esfera no existe oposición alguna. El revés más duro para mí fue
cuando, tras analizar la mística del currículum como herramienta indispensable
de la destrucción de los vínculos horizontales entre sujetos evaluados, un
aspirante a doctor comentó en este blog que hacía el currículum abreviado
mediante la colaboración.
Ausentarse
del campo y ceder las instancias en las que se dirimen los equilibrios entre
intereses anuncia un tiempo sombrío. Desayuno con mi perra en una terraza
frente al Retiro. Mi desayuno costaba tres euros justos antes del
confinamiento. Ahora vale tres con cincuenta. Es una subida espectacular. Lo
peor es que los analistas simbólicos de la izquierda parlamentaria y los
columnistas digitales, lo interpretarían positivamente en términos de que los
costes laborales han aumentado. No, es justamente lo contrario. Esta es una
buena oportunidad para los intereses fuertes ante la inacción de los intereses
“débiles”, que depositan su confianza en alguna deidad que los salve. Pero la
teoría del campo social de Sztompka es inapelable. El equilibrio solo puede
resultar de la acción de los agentes en los cuatro niveles.
La pesadilla
que denomino como “rural” va incrementando su factibilidad. Esta es la de un
propietario llegando a un lugar donde están concentrados los aspirantes a
trabajar ese día. Con su dedo prodigioso designa arbitrariamente a los
afortunados, en tanto que los rechazados generan sentimientos que discurren
cercanos al carril de la autoculpabilización y el fatalismo. En esta pesadilla,
comparecen en la sede del rectorado de Granada, El Hospital Real, varios
cientos de aspirantes a dar clase ese día. Comparece un tipo que combina en sus
modos el porte de un señor del campo, un miembro ilustre de una casta académica
y un activo responsable de recursos humanos. Con un tono de voz fuerte les dice
que tengan en sus manos el currículum abreviado. Efectúa su elección por
facultades con una energía y altivez encomiables.
La otra
versión es la de los médicos y enfermeras, pero esa la dejo para otro día, recordando que la subalternidad es una condición que puede acrecentarse si el ocupante de una posición subalterna, y el grupo de ubicados en posiciones similares, consienten con ese equilibrio. Un tío mío, latifundista valenciano, me decía en mi infancia "Juan, tú a lo tuyo y a joder a los demás". Ahora entiendo su mensaje que anticipaba el tiempo presente.
La
catástrofe del Covid-19 en España, que combina la alta incidencia y mortalidad
con la suspensión del sistema productivo y el confinamiento total de la
población, es un acontecimiento que ha desbordado las capacidades perceptivas,
tanto de los analistas como las de las personas. La gradual salida del encierro
supone la comparecencia de testigos que van a desvelar las facetas más duras de
estos días oscuros. En ausencia de otras instituciones capaces de abordar las
realidades vividas, estas terminan por judicializarse. La catarata de denuncias
y testimonios va a nutrir a los medios, estimulados por este nuevo mercado
audiovisual del dolor, la muerte y la negligencia política y sanitaria. La
ironía de la historia, se materializa en este caso, en que los aplausos en los
balcones van a abrir paso a las iras incontenibles e inducidas.
En una
sociedad como la española, que manifiesta un nivel de inteligencia crítica muy
cercano al cero, y en la que la universidad y la cultura se ausentan de lo político
y lo social desde la misma transición, parapetándosebajo el paraguas de los poderes fácticos, es
irremediable que este asunto termine por ubicarse en las instituciones
políticas, en las que los partidos se culpan mutuamente de lo sucedido en una
secuencia interminable de infamias. El abandono de los ancianos internados en
las residencias y de aquellos que habitan en soledad en sus domicilios, es un
problema inequívocamente estructural, que visibiliza las carencias escandalosas
de los servicios sociales, así como del “mejor sistema sanitario del mundo”. Este
es un episodio que muestra las miserias de las políticas públicas de tan
flamante y modernizada sociedad. El silencio sepulcral de la profesión médica
ante la catástrofe vírica y la asistencial, se inscribe en el molde de “la
obediencia debida”, proyectando la responsabilidad hacia arriba, a los mandos
políticos. Pero, en los próximos meses, va a salir a la superficie la
inconsistencia de la ética en situaciones
de emergencia sanitaria, así como sus dilemas y sus agujeros negros.
En este
ambiente hipermediatizado de crispación, en el que se van a proyectar los
sentimientos de hostilidad incubados en el encierro, va a tener lugar la
deliberación pública del sacrificio de los ancianos internados, laminados de
facto de la asistencia sanitaria universal. La manipulación política va
alcanzar cuotas inimaginables, según se vayan acumulando las historias y los
testimonios, apareciendo las primeras grietas en la pétrea ley del silencio
ejercida por las profesiones sanitarias. Los huracanes de emociones se van a
suceder, reemplazando a una reflexión sólida de las políticas sociales y
sanitarias, que quedan a merced del mercado y la mirada liviana de los medios.
En este
contexto quiero suscitar una cuestión fundamental, que es el problema de fondo
por el que los internados en residencias han sido sacrificados sin
consideración alguna. Esta es la preponderancia de los criterios médicos en una
sociedad tan medicalizada. En esta, la historia clínica deviene en una
sentencia social y cotidiana, para aquellas personas portadoras de diagnósticos
o de lo que se entiende por discapacidades. Siendo diagnosticado con diabetes
de tipo 2 en 1986, un ilustre endocrino me dijo que podía ir a la playa,
incluso darme un chapuzón, siempre con precaución por supuesto. Así, el
diagnóstico implicaba una condena a ser dependiente en mi vida cotidiana. Desde
entonces he metido mi cuerpo en varios mares, en todos los que he podido, y
detesto la naturaleza constrictiva y coercitiva de los diagnósticos.
La clausura
de las residencias de ancianos a la atención médica, no se puede comprender sin
la apelación al papel que representan los diagnósticos médicos. Estos son
acumulados en las historias clínicas, que son reinterpretadas por los demiurgos
del mercado del trabajo, por las industrias del imaginario y por la sociedad
medicalizada. Así se produce un fenómeno de conversión de las personas con un
alto índice combinado de años y diagnósticos, en verdaderos reos, que son
lapidados públicamente mediante una lluvia de diagnósticos-piedras. Los
operadores de la factoría de la salud totalitaria lo escriben y lanzan la
primera piedra, pero son seguidos por las instituciones y las huestes
mediatizadas y medicalizadas que pueblan toda la vida y la sociedad.
Los mayores
se encuentran inexorablemente insertos en un proceso de decadencia biológica,
pero eso no los incapacita para el ejercicio de múltiples actividades de la
vida. La historia clínica hace inventario de las dolencias y problemas
experimentado por su portador. Estos son calificados mediante un conjunto de
palabrotas diagnósticas que se asocian a un espíritu punitivo, que conforma una
condena y un estigma. El portador debe ser vigilado y supervisado en nombre de
la ciencia médica, reconfigurándose como un ciudadano de segundo orden, un ser
patologizado. La medicalización de las sociedades contemporáneas ha llegado un
nivel en el que los diagnosticados son marcados en otras estructuras, como el
trabajo, el ocio y otras.
La visión
médica implica que una persona es definida por el sumatorio de diagnósticos
inventariado en la historia. La mirada médica adquiere una preponderancia
inquietante. Porque, aún admitiendo que los diagnósticos implican limitaciones
variables, el centro de una persona no es el estado de salud. Más allá de este,
existen un conjunto de dimensiones que influyen en distinta medida en las
actividades que conforman la vida. Cada cual no es, principalmente, su
historial médico. Una persona es mucho más que eso, incluso diría que es otra
cosa que eso. Me inquieta mucho que, al ser etiquetado como diabético, esto
implique ser homologado con otros diabéticos con los que no comparto otra cosa
que la avería en el pinche páncreas.
Los ancianos
internados han sido reducidos, en el interior de su confinamiento permanente, a
sus historias clínicas, siendo sentenciados a una vida asistida, y en lo que lo
principal radica en subsistir con la carga de su paquete diagnóstico. Así,
sancionado por la medicina y epidemiología como un grupo dependiente y
subordinado, han creado las condiciones por las que han sido brutalmente
excluidos de la asistencia en la catástrofe del coronavirus.Los diagnósticos han devenido en un arma de
destrucción masiva, en un arsenal de materiales destructivos, que descalifican
severamente a sus portadores. Cuando un segmento de población es descalificado
mediante su etiquetación diagnóstica, adquiere la condición de vulnerable. En
mi opinión, esa palabrota “vulnerable”, implica dependencia de operadores
externos profesionales, que tratan a los afectados despojándolos de su
condición individual. He tenido muchos desencuentros en consultas médicas
cuando he percibido que era tratado como un caso y no como una persona. La casi
totalidad de la gente que me ha tratado, o, más bien, ha intentado tratarme, lo
ha hecho manejando un diagnóstico alojado en mi cuerpo, prescindiendo sin
consideraciones de Juan.
En la crisis
del Covid-19 el sistema sanitario ha trabajado según las pautas prevalentes en esta
institución, que se muestra ahora nítidamente como una fábrica de diagnósticos
y tratamientos. La lógica industrial ha priorizado que se conceda prioridad a
los productos de mayor calidad, desechando aquellos afectados por el riesgo de
las imperfecciones. Así, ha funcionado la lógica de la pirámide de
diagnósticos. Los pacientes pluripatológicos y portadores de diagnósticos
fatales han sido desplazados, siendo sacrificados a la eficacia del conjunto
del sistema. Esta operación, invisible a la mirada de la sociedad, va a
reflotar en los próximos meses, compareciendo distintos casos que son más que
discutibles desde las coordenadas de cualquier ética. Después de los días del
virus, siguen días en los que se manifestarán episodios de cólera.
Termino
presentando a varios ancianos insignes, que han roto el estigma recombinado de
la edad y la salud, entendida como el recuento de diagnósticos especificado en
su historia clínica, en la que cada especialista añade una hoja fatal, que
termina unificando la atención primaria, que representa una sentencia a su
autonomía personal. Muchos de ellos han vivido sus vidas intensamente, al igual
que sus días de declive físico, pero conservando su vitalidad. Las huellas de
sus vivencias tienen que estar presentes en sus hígados, cerebros, sistemas
circulatorios y otros ilustres componentes de su entidad biológica. Pero sus
prácticas vitales, fundadas en su espíritu creativo y vigoroso, compensan sobradamente
sus hándicaps. Como reza la célebre canción del caballo viejo “Pero no se dan de cuenta que un corazón
amarrao', Cuando le sueltan la rienda, Es caballo desbocao'”. Cualquier
revisión de las políticas públicas, tiene que asumir soltar las riendas a los
portadores de cumpleaños y diagnósticos acumulados.
La primera
anciana sublime es Chavela Vargas. En el video comparece su rostro tan
enigmático y bello, dotado de arrugas y en donde se han depositado todas las
vicisitudes de una vida que ha sido todo menos neutra. Su imagen es descartada
por el complejo de dermatólogos, médicos estéticos, así como por los distintos
profesionales de la legión estética, acompañados por los industriosos
operadores del extraño mundo industrial de la imagen ¿Os imagináis su historia
clínica? A Chavela ni siquiera le permitirían darse el chapuzón vigilado. Sí
querida Chavela, este mundo es cada vez más raro para una sensibilidad suprema
como la tuya.
Nuria Espert
es una persona especial para mí, en todas mis épocas. De niño, su imagen
suscitaba efectos prodigiosos en mi sensibilidad en aquella España de blanco y
negro. El choque que provocaba su presencia imponente en mí era definitivo. Su
inteligencia y sensualidad alcanzaban lo sublime. Siempre he estado enamorado
de ella, que me interpela con el teatro, una actividad que tiene para mí un misterio
indescifrable. Mi admiración se ha reproducido en los distintos tiempos. Aquí
la presento en un video del premio que recibió en Asturias. Siento mucho que
aparezcan en él muchas personas que representan justo lo contrario a las artes
escénicas, pero en el contraste la figura de Nuria adquiere un esplendor
inigualable. Es tan hermosa que me produce una turbación indescriptible. En su
figura se concitan todas las virtudes imaginables. En su caso no puedo pensar
siquiera la presencia de un diagnóstico. Nuria se encuentra mucho más allá de
cualquier historia clínica, reduciendo lo biológico a un factor poco
significante de su persona.
Borges
representa en mi imaginario personal el arquetipo de la belleza. Sus obras
suscitan en mí algo similar a una inmersión en un mundo completamente diferente
al que vivo. Esto me ha sucedido en todas las épocas. Esta entrevista presenta
un Borges muy anciano y desgastado, pero que conserva su inteligencia literaria
y su porte prodigioso. Imagino lo que diría más de un neurólogo ante este
video, conformándolo como sospechoso de varios diagnósticos estigmáticos. En
estas imágenes, su declive no puede ocultar su grandeza.
Chomsky es
otra de las personas que se ubica en mi vida en todos los tiempos. En este
video, el viejo Chomsky acredita su lucidez intacta y su espíritu vital fundado
en una vida en un medio adverso. Su grandeza ética inconmensurable, acreditada
aquí en contra del estigma resultante de la suma de los años y los
diagnósticos. La inteligencia y la integridad de este sublime anciano, adquiere
esplendor por contraste con la gran mayoría de pensadores de generaciones
siguientes, anudados por las grandes corporaciones e instituciones.
Los Roling
Stones representan un modelo de envejecimiento en el que se hace patente el
declive físico con la conservación de su espíritu de los sesenta. Su creatividad
y sus músicas constituyen un desafío a la biología y sus determinismos. Imagino
la reacción de Jagger ante la limitación horaria de sus paseos y de sus
actividades. Puedo intuir que el sumatorio de diagnósticos de los cuatro en
vidas tan plenas podía desbordar varias sesiones clínicas y reventar las
interconsultas de cualquier hospital. Mi devoción por Keit Richards es máxima.
En este video tenía 73 años. Ahora tiene 76 y se ha emancipado completamente de
las segmentaciones por edad que hacen los gestores de poblaciones.
Todas estas
personas forman parte del pelotón de autoexcluidos de la dictadura geriátrica
que reduce a las personas de edad a los diagnósticos que portan, así como de
candidatos inminentes a la aparición de diagnósticos nuevos. Escribiendo he
recordado a los bluesman sublimes y longevos, que viven intensamente sus
músicas hasta el último momento. La lapidación diagnóstica ha funcionado como
la condición esencial para su exclusión en la operación institucional de la determinación de las prioridades. Seguiré próximamente con este tema, tratando de
distanciarme de las contingencias del lodazal político/mediático/judicial. Pero
no quiero contribuir al silencio, ni admitir que esta es una cuestión de
expertos.