El domingo
por la mañana planeé mi paseo, como es habitual, con un itinerario de
contraste. Primero recorrí desde la Puerta de Alcalá la acera que linda con el
Retiro. Los jardines estaban muy bien cuidados, la luz era prodigiosa, apenas
nos encontramos con algún peatón y no pasaban máquinas de movilidad por la
carretera. Fueron treinta minutos fantásticos, llenos de sensaciones
gratificantes. Frente a la puerta del paseo de coches, en la calle Alcalá, mi
perra se obstinaba en querer entrar. No entendía que no era posible. No
comprendió mis explicaciones de que estaba cerrado por la crueldad resultante
de las sinergias entre los epidemiólogos, administradores de la vida en este
tiempo, y las autoridades municipales, convertidas en una casta patética y hermética, que impone la no-vida determinada
por la pandemia.
Al llegar a
Menéndez Pelayo el panorama cambió radicalmente. Esta calle ha sido peatonalizada
los fines de semana, y era la hora de los mayores. El contraste brutal entre
los árboles y los jardines en espera de visitantes y los cientos de paseantes
entrados en años, estimuló mis sentidos. Los viejos están aterrorizados. Este
terror ha llegado a niveles inimaginables. Todos iban enmascarados, separados
entre sí, expresando la hostilidad latente hacia los demás. Era un extraño
circuito donde la pretensión de los participantes no era explayarse, gozar del
sol y del ambiente, que incluye la presencia del otro. No, las manifestaciones
de mal genio eran continuas. Mucha gente se separaba de nosotros mirando a mi
perra como un foco de infección. La ausencia de la cordialidad y el humor era
patente.
El triunfo
médico-epidemiológico es completo en este grupo de edad. El paseo es lo que
propone Simón. Una actividad física rigurosamente individual, que puede ser
medida en tiempo, ritmo, pasos, consumo de calorías y cronometración estricta.
La imposición de la distancia de dos metros significa la abolición de lo social
y la hiperreglamentación del espacio. El resultado de este disparate es
inquietante. Un espacio en el que deambulan seres extraños preocupados por
alejarse de los demás. Es una procesión de fantasmas, un espacio en el que está
abolida la risa, la conversación, los gestos amables, y hasta las miradas. Pero
el aspecto más preocupante era la manifiesta violencia latente entre los
paseantes.
Me
impresiona muchísimo que los epidemiólogos hayan decretado la prohibición de
pararse y estar quieto disfrutando de las caricias del sol, de los árboles –en
ese paseo-tanatorio confinados tras las rejas que cierran el Retiro- . Los
mayores lo cumplen a rajatabla y devienen autoridad si alguien osa pararse.
Esta pauta denota una condena a la vida vivida como una cadena de momentos y
actos gratificantes. Me gusta decir que la vida tiene momentos que pueden ser
calificados como sublime menor. Me
encanta pasear por lugares que albergan sistemas sociales vivos, que propician
usos múltiples y simultáneos del espacio. Imaginé lo que hubiera sido una
mañana así con el Retiro abierto. Gentes de todas clases realizando distintas
actividades y vivencias. Entre ellos los enclavados en un lugar donde estar,
mirar y sentir.
En este
paseo premortuorio destaca un aspecto relevante, este es la forma de pasear de
las parejas. Nadie iba cogido de la mano, ni del brazo, ni emitiendo señales
amorosas. Todo eso ha desaparecido en esta generación, tomada por la casta de
expertos que la convierten en una competición para maximizar la longevidad
sacrificando los pequeños placeres de la vida. En este sentido, se puede
afirmar que el progreso se ha consumado, consiguiéndose resultados mucho
mejores que los que logró la Iglesia, en su esfuerzo por persuadir a la gente,
y a los mayores, que la vida era un valle de lágrimas, un tiempo de transición
hacia otra vida sublimada.
Este espacio
espectral que alberga a esta penalizada clase de edad, testimonia una
individuación extrema y un estado psicológico exasperado, que deviene en una
desconfianza hacia los otros que es la antesala de la violencia. El
confinamiento ha hecho estragos. Separados de sus descendientes, aislados y
bombardeados por los operadores de los mercados audiovisuales del dolor
mediante la televisión, los mayores acusan los terribles impactos de la
reclusión extrema. Todos los días son convocados como espectadores a presenciar
la evolución de lo que se define como una guerra. Los generales hacen acto de
presencia para actualizar el catálogo de los horrores, los muertos, las amenazas
y las contingencias de la batalla. Después son presentados los enemigos
internos, los traidores, los incumplidores del estado de excepción. Estos
adquieren el estatuto de penalizados.
Además, los
mayores son específicamente penalizados por la supresión de las apuestas y el
fútbol. En ambos casos, son actividades que otorgan sentido a sus vidas,
dotándolas de dimensiones imaginarias que compensan las rutinas. Estas
actividades organizan la temporalidad de manera estricta. Cada sorteo concluye
con una renovación hasta el siguiente intervalo, en el que se activa la
fantasía, que imagina al sujeto jugador como premiado, de modo que tiene que
administrar el patrimonio llovido del cielo. Al igual los partidos de fútbol.
Tras el penúltimo se abre la ilusión por el siguiente. Esta es la cadena de
ficciones que otorga sentido a la cotidianeidad. Sin estas, el carácter se
agria inevitablemente y la ilusión se difumina. La vida se localiza frente al
televisor, donde cada uno es seducido por puestas en escena ficcionales. Se
nota mucho la disipación de estas actividades vinculada a la fantasía para este
atormentado grupo de edad.
Este acoso
mediático por tierra, mar y aire, concertado por las instituciones rectoras del
estado en esta guerra, tiene un impacto demoledor sobre los aislados. En este
grupo de edad activa temores que escapan del control de cualquier racionalidad.
El imaginario revivido de guerra implica la presencia de infiltrados. El virus
se encarna en cuerpos de subversivos que pueden estar en todas las partes
generando cadenas de contagio. Así se sientan las bases del confinamiento en sí
mismo, que representa una forma acumulada de encierro. Las salidas al espacio
público adquieren la naturaleza de peligro de afectación por los demás. Es
menester preservarse a salvo de los agentes del mal.
El resultado
es el espíritu de la guerra, que se suscita mediante la construcción de un
enemigo. En este caso, el otro es invisible o ubicuo, puede ser cualquiera. Así
se constituye el imperio del recelo y de la agresividad. Ayer experimenté en
este paseo-tanatorio a la sagrada hora de los mayores. Fui solo con una
mascarilla en la mano, que en condiciones de terror colectivo es percibido como
la mayor forma de transgresión y amenaza. Caminé despacio, rompiendo la ley del
carril continuo y haciendo pausados movimientos horizontales. Es una lástima
que no hubiera nadie con talento que lo pudiera haber grabado. Las reacciones
fueron equivalentes a las de un negro en los años cincuenta que se sienta en el
autobús entre blancos. Pude revivir la condición de apestado entre los
temerosos y violentados transeúntes.
Desde estas
experiencias puedo afirmar que, una vez que un acontecimiento es definido y
declarado como una guerra, adquiere la naturaleza de guerra imaginaria, y termina
teniendo algunos efectos de una guerra verdadera. La peor es la activación de
los sentimientos de conservación, que se sobreponen a cualquier otra
consideración. La factura del confinamiento y de la gestión de poblaciones
subsiguiente, irá apareciendo en los próximos meses. Algunos acontecimientos
como las caceroladas y otros de comportamiento colectivo, pueden ser releídos
desde estas coordenadas. Los daños psicológicos son inmensos, y en este grupo
de edad destructivos. El confinamiento doméstico y la restricción horaria
subsiguiente es una etapa anterior de preparación para su confinamiento
definitivo en internados de ancianos.
Esta
asunción de mentalidad de guerra frecuente en esta clase de edad, tiende a
reforzarse en el futuro inmediato, en tanto que la razón epidemiológica se
encuentra con dos obstáculos insalvables: el procedente de lo económico y aquél
que se referencia en la vida. Ambos comienzan a imponer sus exigencias mediante
presiones, desborde de reglamentaciones y reconquista del espacio público. En
estos días, miles de pequeños actos lo atestiguan. De esta contradicción
ineludible resulta una sensación de desorden que ampara la conciencia de guerra
y peligro prevalente en este grupo de edad. En las próximas semanas tendrán
lugar tensiones que acrecientan el confinamiento perceptivo de los ancianos.
La única
respuesta posible es rescatar el viejo grito pronunciado colectivamente en las
calles en la guerra de Irak: No a la guerra. Esto no es una guerra, no debe ser
una guerra. Es una catástrofe que es preciso superar rescatando pequeños
fragmentos de vida, que siempre es social, espontánea y desreglamentada. El paseo no es
un acto mecánico e individual, sino una práctica social dotada de la grandeza
de lo sensorial. Apela a los sentidos, a sentirse bien por unos momentos
liberándose de las constricciones del trabajo y de la posición social. También a la vista, el oído, el tacto y la piel. Es una posibilidad de lo apoteósico cotidiano en la relación con el entorno físico y social.
Hola Juan: te agradezco esta crónica tan vivida. La diferencia de continentes me permite percibir no más que muchos días despues de que vos las vas sintiendo, pensando
ResponderEliminarcontando las escenas que van teniendo lugar en el aislamiento y su vigilada salida. Me he sentido acompañada por tus textos de este tiempo y por las lecturas que invitaste a hacer desde tu blog. He necesitado compartirlas con amigos y estudiantes. Te agradezco profundamente. Me gustaría hacerte llegar un material que quizás pueda interesarte pero pero mí condición analógica no me permite ver un mail al que escribirte
Si me lo facilitas lo podré intentar
Gracias Cecilia
ResponderEliminarEl programa de este blog solo me permite responderte por este medio.
Mi correo es juanirigoyen222@gmail.com
Ahí espero tu material y además podemos conversar