Resistir al conformismo al que le
basta con decir lo que le gustaría que fuera, o lo que la moral debería ser.
Someterse es dar muestra de invención, es decir, esa capacidad creadora de
exponer a la luz (in venire) lo que es. Es ciertamente una paradoja que hace de
los amateurs del mundo los más feroces opositores de todo lo instituido,
trátese de conformismo intelectual o de institución esclerosada, o de ambos.
El pensamiento solo es interesante
cuando es peligroso. Peligroso para la opinión establecida y runruneante que le
sirve de fundamento a todos esos “peritajes” con los que el poder se fortalece.
Palabrería atronadora. Jerga disparatada
que toma el lugar del pensamiento. Cada vez es mayor el número de los que no
tienen nada que decir y lo dicen bien alto. He aquí lo que tiende a dominar.
Una repugnante vulgata en la que comparece la mediocridad y la mediocracia
unidas en un espasmo incestuoso.
Michel
Maffesoli. El ritmo de la vida.
Anoche
cometí el error de sentarme frente al televisor para contemplar la puesta en
escena de los expertos sanitarios de la sexta. El horror se apoderó en pocos
minutos de mí, porque hablaban acerca de la vida regulada por el dispositivo
político/mediático/epidemiológico/policial. Los disparates acerca de pautas que
son coherentes con el mundo del hospital, pero en ningún caso de la vida. Para
ellos la vida era la ejecución estricta de unas instrucciones que constituyen
una racionalización para no ser infectado. El comandante en jefe del
dispositivo somatocrático-mediático, Fernando Simón, fue capaz de sintetizar su
concepto del comportamiento, homologándolo a las instrucciones para montar los
muebles de Ikea. Muy elocuente con respecto a su imaginario.
Tuve que
abandonar mi posición en la poltrona culividente para, a falta de quien abrazar
físicamente, entregarme en los libros de Maffesoli, que siempre me reportan
gratificantes estímulos que terminan en sonrisas, y, a veces, incluso en risas.
La distancia entre la vida y las distintas disciplinas consagradas por la
academia, es sideral y creciente. En el caso de los médicos y la estrella
ascendiente en la eterna circulación de poderes expertos, los epidemiólogos,
según la vieja fórmula de muchas (más que tres) personas distintas y un solo
dios verdadero, esta distancia adquiere una dimensión insólita. Las propuestas
se formulan desde el laboratorio de la clínica, que en el hospital adquiere la
condición de divino, emancipándose de lo terrenal, o bien desde las taxonomías
artificiales para organizar a la población. Los sujetos resultantes, bien
portadores de riesgos, enfermedades o variables, son aislados de su contextos
para ser integrados en un social imaginario que no existe.
Ayer y hoy
han sido días muy especiales, en tanto que han concurrido dos circunstancias
extraordinarias: la primera jornada de desconfinamiento parcial y el primer día
de calor intenso. Las calles han registrado la vuelta de la vida, que desborda
las reglamentaciones de epidemiólogos, policías y operadores de los medios
audiovisuales. Tras el largo tiempo de retención de la vida, esta tarde ha sido
apoteósica para mis castigados sentidos. Siempre he sido uno de esos amateurs a
los que aludía Maffesoli, y por supuesto no me limito a mis franjas horarias,
ni acepto ser separado de los niños. Por eso, esta tarde espléndida, he salido
a las cinco de la tarde con mi perra en busca de alguna sensación que me
recupere como vagabundo y peatón urbano.
El balance
ha sido muy emocionante. Las calles estaban llenas de niños y papás,
relativamente alborozados, que deambulaban
realizando distintas prácticas. La mayoría de los infantes aprovechaba
para experimentarse como sujetos pertenecientes al mundo de la rueda y la
movilidad. He podido ver distintos patinetes, bicis y otros artefactos de
deslizamiento. Pero los reyes de la calle eran los que iban montados en
pequeños coches de cuatro ruedas, entrenándose para el gran día que adquirirán
la ciudadanía completa, que es el que tengan en su poder el documento esencial:
el carnet de conducir.
La paradoja
de ver las aceras pobladas y las carreteras vacías, ha estimulado mi
imaginación, y me ha hecho retroceder a mi infancia, época en la que la
motorización de masas se encontraba en tiempo de espera. Sin el ruido de los
motores, las voces y risas de los niños sonaban a las mejores de las músicas.
En varias ocasiones se han acercado a mi perra preguntando su nombre, y en
algún caso solicitando tocarla. Los padres se apresuraban a recuperar la
distancia de seguridad y me observaban desconcertados por mi invitación a
tocarla. Lo que los epidemiólogos llaman paseo, que es definido en metros,
tiempos, ritmos, consumo de calorías y otras variables, era desbordado por la
alegría de estar en la calle, moverse en varias direcciones, avanzar y
retroceder, expandirse, descubrir algún pequeño detalle, entregarse al juego y
al incomparable don de la vista.
Pero, mi
emoción ha subido muchos grados cuando he visto a varias personas sentadas en
bancos. Soy mediterráneo y estar en la calle es una práctica sublime que
moviliza todos los sentidos. Uno de ellos es la vista, que se prodiga ante los
distintos microacontecimientos y situaciones que se ubican en su campo. No es
de extrañar que las reglamentaciones somatocráticas excluyan estar parado.
Tantas horas de deporte-individual, por supuesto- o de paseo, pero no se puede
parar. Pararse, estar ubicado en algún lugar es una experiencia fundamental.
Nunca olvidaré los mayores sentados largo tiempo en las plazas granadinas
cultivando el arte de ver. En alguna ocasión pregunté a personajes insólitos, y
alguno me respondió diciendo que estaba “viendo hembras”. No he podido evitar
recordar las viejas estaciones de trenes y autobuses, que eran sistemas
complejos y sofisticados de mirar y hacerse mirar.
El clímax de
la tarde ha sido encontrarme con una heladería abierta en la calle Narváez. La
cola era monumental. Padres y niños bulliciosos esperaban su turno para
disfrutar de su primer helado de la temporada. Los rostros crispados de los
transeúntes que me cruzado en estos días de excepción, contrastaban con los
rostros celebrativos de los niños, estimulados por su dulce premio. Este trozo
de vida se ha completado con un establecimiento de flores, que estaba cerrado,
pero preparando su apertura la próxima semana. Al estar semiabierta la puerta,
varias personas, a la ida y a la vuelta, preguntaban sobre su apertura y las
flores de las que dispondrían. Las
flores eran muy importantes en la vida de mi compañera, Carmen. Todas las
primaveras, desarrollaba muchas actividades con sus plantas, flores y bonsáis y
disfrutaba mucho. Supongo que para la razón experta dominante no es un servicio
esencial, en tanto que no se puede traducir a calorías y otras medidas
cuantificables.
Por último,
he tenido un agradable encuentro con un italiano que se encuentra atrapado en la
calle por una combinación fatal de distintas circunstancias. Me ha preguntado
por mi perra y hemos disfrutado de una conversación distendida. Ninguno de los
dos llevábamos mascarilla. La dinámica de la charla ha ido acortando nuestra
distancia. Hemos empezado a dos metros, como mandan las ordenanzas higienistas,
pero nos hemos ido reduciendo la distancia en el curso de la conversación. Tras
conocer la historia de mi perra –no la clínica-veterinaria, sino la de su
vida-, ha terminado recomendándome que la cuidara. Era una persona
representativa de los nuevos tipos de vulnerabilidad que empiezan a flotar por
las calles.Me he quedado pensativo acerca de la distancia social. Ignoro si
existe proporcionalidad entre la cuantía de la multa, la distancia total de la
transgresión y el tiempo de duración de este. ¿Alguien sabe si han promulgado
una tabla de distancias y sanciones?
Me alegra saber de tu agradable paseo primaveral, pero no bajes la guardia que el bicho es malo y los sanitarios están desesperados de pensar que se pueden escalar los contagios en la desescalada, que el que la desescale sin caer por los escalones buen desescalador será. :-))
ResponderEliminarPor suerte existe usted y yo puedo leerle. Gracias
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