He leído un texto de Santiago López Petit “El coronavirus como teatro de la verdad”, en El Lobo Suelto. Como siempre, me ha parecido clarificador. Su análisis vincula el acontecimiento con el devenir del capitalismo, alejándose de las interpretaciones que lo definen como un accidente externo inevitable que rompe algunas simetrías del sistema, imponiendo el imperativo sagrado de la adaptación. Por el contrario, la crisis del coronavirus supone el refuerzo de varios procesos esenciales que operan en el presente, apuntalando las tendencias en curso.
López Petit
es un filósofo no convencional, que ha representado una influencia fundamental
en mi segundo giro crítico. En el primero, un ensayo de Eduardo Subirats,
“Después de la lluvia”, me ayudó a sintetizar mis desavenencias con la entonces
nueva y flamante democracia. El 92 fue el acontecimiento de ruptura con este
orden neoautoritario, y el libro de Subirats el catalizador que me abrió un
nuevo horizonte. En los siguientes años mi conciencia crítica se extendió mucho
más allá de la política. En el año 2003 leí un libro fundamental que integró
mis críticas y ratificó mi disidencia total con el capitalismo de la época.
Este fue “Por una política nocturna” De Mar Traful. Este es un colectivo que
integraba a Santiago López Petit., que escribía un capítulo en este libro
memorable para mí.
Después me
fascinó la película “El taxista ful”, que pasé dos veces en la clase de
movimientos sociales. Leí “El ser y el poder. Una apuesta por el querer vivir”;
también otros textos suyos, entre los que se encuentra “La movilización global.
Breve tratado para atacar a la realidad”. Este es uno de los libros salvados de
la disolución de mi biblioteca personal, que he traído a Madrid. También tuve
el privilegio de acceder a textos de Espai en Blanc, dos de cuyos números
antológicos me siguen acompañando en mi menguado escritorio de exprofesor de
sociología. Junto con otros autores, incorporé aportaciones del posoperaismo y
de otros autores críticos, que han configurado mi esquema referencial personal.
En este
texto, siempre lúcido, de López Petit, se pone de manifiesto cómo detrás de la
guerra al nuevo enemigo interior, el virus, se encuentra el poder terapeutizado
y militarizado que ejecuta una verdadera guerra social. Esta guerra acrecienta
el autoritarismo, mediante el desarrollo y perfeccionamiento de los
dispositivos de control, que referenciados en el móvil e internet, convierten
el teletrabajo en una nueva forma de dominio. El resultado de esta crisis se
puede sintetizar en “lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos
cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el
sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es
decir, de ese mercado que se confunde con la vida”. El virus sería la
manifestación de un capitalismo desbocado que castiga a la naturaleza. La
respuesta a la crisis implica la puesta en marcha de un nuevo contrato social
basado en el control y la desconfianza. En sus propias palabras, “de una
subjetividad que suplica el poder vivir y se piensa a sí mismo como víctima”.
Muchas
gracias a Santiago y buena lectura.
El coronavirus como teatro de la
verdad // Santiago López Petit
Publicada en 26 abril 2020
¿Y si poner
el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de
confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para
escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad
casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no
conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿Y si parar (relativamente) el
mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se
convierte en desafío?
Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales: la
economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas
habituales etc. incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es
medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también
delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado
en una situación a la defensiva como la actual ¿Quién podría negarlo?
Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los
presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares,
médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del
poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida” nos
repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas – no olvidemos
que “estadística” deriva de la palabra Estado – para objetivar sus
decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la
constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse.
Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos
han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un
poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún
cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco
puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que
según Hobbes lo fundamenta y legitima.
En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la
acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de
escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica
directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea
la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea
el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que
un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus.
Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el
Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz.
Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos
personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e
interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad?
En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre
6.000 i 15.000 muertos; en Catalunya, 300000 personas (mayoritariamente
mujeres) están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o
sensibilidad química múltiple,y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta
de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se
aguantasen. Por cierto: ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado
de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO,
murieron de hambre el año pasado?
La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal
represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba
desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha
pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al
cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en
un mismo miedo a la muerte. Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura
de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa.
Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy
insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una
naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho
tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye un acto de
sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin
afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes
la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración
asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el
espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de
la verdad.
En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y
sus representantes no tienen ya cabida. Está el personal sanitario
en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad
de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta
sociedad (por favor: llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el
insulto que ya era); están las cajeras de los supermercados; y los riders
corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan
acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a
las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la
entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque
puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y
comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena
conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los
grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas
personas que no saben qué será de su vida.
La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al
capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya
una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia
mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento
facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se
está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que
admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica.
Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en
particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la
posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo
de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono
móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio
político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva
indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos,
resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta
nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.
La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de
readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos
que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado
nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más
atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio
de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese
mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una
situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y
que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis
sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella – y
gracias a ella – se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el
control y la desconfianza. Por eso hay que entender el confinamiento como una
etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una
subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima,
aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo
las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el
trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.
#Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento
iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez,
visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por
coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5%
(500/100.000, el índice más alto de la ciudad) de la población de Roquetes
(Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07%
(76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por
eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la
acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar
cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente
redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida (permanentemente) en
viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora,
solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas
a un deuda infinita. A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde
la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una
cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que
nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de
la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma
se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que,
habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta
realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida
movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña
libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y
entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre
sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda
a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del
algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la
pesadilla que nos envuelve.
Pues a mi en particular y con todos los respetos, me interesa mas el enfoque hacia lo inmediato en estos momentos en que veo al filósofo irse por las ramas, buenas ramas pero que las tiene siempre a mano, prefiero priorizar análisis sencillos y pegados a lo próximo del juez Joaquin Bosch que nos dice: "Quienes dicen que se tenía que haber acordado el confinamiento en febrero, entonces callaban o decían lo contrario. Han exigido una cuarentena muy drástica y ahora gritan que así se anula la libertad. Ya hemos aprendido que la primera víctima de una epidemia es la coherencia."
ResponderEliminarEste señor Lopez Petit es el que dice que las CUP son tragicómicas y Podemos unos cínicos y digo yo ¿el como se autocalificará?, hay personas que no comulgan con aquello de que lo mejor es enemigo de lo bueno, es tan respetable como poco práctico, si es que hay algo que sirva en estos momentos de confinamiento pues pueden asaltar al respecto dudas razonables, se critica el leninismo y se critica a las CUP que son asamblearias, me parece bien, no hay que dejar títere con cabeza.
Bueno a seguirnos cuidando, yo también soy de riesgo, 70 years y alguna patología previa, un abrazo Juan.