El sistema
métrico decimal me convoca de nuevo. Esta es la entrada quinientos del blog. El proyecto original se encontraba
determinado, tanto por la situación social del post-15 M, como mi situación
biográfica, marcada por la pérdida de Carmen y el bloqueo profesional en la
universidad y el campo sanitario. Este tiempo esperanzador ha devenido en un
tiempo espectral, que se manifiesta en estos días mediante la vigorosa tercera
medicalización, que ampara un poder que procede a la demolición del antiguo
social, para reemplazarlo por una masa de moléculas individuales, localizadas,
separadas, clasificadas, inventariadas, observadas, documentadas y dirigidas
estrictamente. La sociedad de control intuida por Deleuze se ha hecho
súbitamente realidad, ahora en nombre de la conservación de la salud.
Me invade
una sensación de desolación por la ausencia de respuestas críticas de los
átomos individuales que me rodean, así como por el tejido asociativo, que
adquiere la imagen de lo espectral. La obediencia se impone por todos los
lados. Esta conduce a una infantilización general, que se manifiesta en la
proliferación de comportamientos de transgresión, que ceden ante las
conminaciones de los agentes de la policía, que agiganta su papel como guardián
de la ortodoxia de una vida regida –aparentemente- por la razón médico-epidemiológica.
Nadie discute el sinsentido de las propuestas que pretenden reglamentar todos
los actos. No me cabe duda de que la hiperconformidad es la antesala de una
gran recesión en lo social y cultural, que ensombrece el paisaje social. El
matrimonio más clamoroso del siglo XXI, es el del Covid-19 y el neoliberalismo,
que es un gran proyecto de individuación y sometimiento de la sociedad. La
salud y sus guardianes abren el camino ahora, pero pronto serán reemplazados
por otros operadores de la domesticación, que heredarán sus métodos de rastreo
y gestión de la población.
Las imágenes
de la rebelión de los ilustres ubicados en el barrio de Salamanca han
movilizado mi memoria y mis emociones. Desde mi jubilación me encuentro en
Madrid reviviendo mis primeros años. Cuando camino por este barrio, me invade
una sensación extraña. Los seres humanos que deambulan por sus calles parecen
los mismos que los de mi infancia. Así experimento una suerte de reversión
biográfica, que significa un regreso a casa tras un largo viaje. Parece que
nada ha cambiado y son las mismas personas que lo habitaban en mis años
jóvenes.
Nací en la calle
Maldonado 24, entre Castelló y Núñez de Balboa. Mi primer colegio fue uno de
monjas, el Jesús y María, ubicado en un edificio formidable en Juan Bravo,
entre Núñez de Balboa y Velázquez. El edificio sigue allí igual, viendo pasar
el tiempo, como la Puerta de Alcalá. Cuando paso por allí imagino que le
requiero a voces para que saque al patio
todos los secretos cobijados en él. Mi segundo colegio fue el Sagrado Corazón,
en la calle Claudio Coello, muy cerca de Serrano. Nuestra marcha a Bilbao me
liberó de esta zona noble durante varios años. Regresé con quince años para
vivir en el vértice del Barrio, la calle Francisco Silvela esquina con Diego de
León. Mis estudios universitarios dieron
paso a la militancia comunista, que hizo de mí un nómada ajeno al barrio de mi
infancia. En estos años pude conocer bien los barrios, entonces industriales,
de Madrid.
Tras tantos
años me ha conmovido la rebelión de los cuantiosos en bienes, que ahora se
movilizan clamando la libertad. Mi perplejidad se encuentra más allá de lo
finito, en tanto que he vivido mi infancia entre ellos, y conozco profundamente
la antropología del autoritarismo que los sustenta. Pero el aspecto que más me
ha turbado radica en la actuación de la policía frente a las
manifestaciones-caceroladas diarias. Los pudientes son los propietarios del
derecho, por eso viven en un permanente estado de excepción con respecto a las
normas. En este caso, la policía que ha impuesto un millón de denuncias en dos
meses, actuando con saña frente a incumplidores enclavados en los barrios donde
habitan las gentes desprovistas de nobleza y distinción. Pero esta rinde
honores a los señores escoltando sus incumplimientos generalizados.
Las
televisiones sancionan la actuación de los policías, configurando una distorsión
monumental. Presentan imágenes con audios condenatorios a gentes que se
concentran en playas o terrazas, llegando al estado superlativo en la condena y
exigencia de sanción. Al tiempo, presentan las imágenes de la fiesta política
de los nobles, transgrediendo impúdicamente las normas, ubicándolo en la
casilla de lo político, más allá de la obediencia requerida para todos al
dispositivo epidemiológico-policial. Las normas no son para todos. Así se
configura una exhibición impúdica del último grado en el que se instala la
desigualdad: el del cumplimiento de las normas. Los poderosos se encuentran
excluidos de su obediencia, en tanto que verdaderos propietarios de las
instituciones, sancionados por la aceptación tácita de los operadores políticos
y mediáticos.
Tras muchos
años de ejercicio profesional en la sociología, me impresiona muchísimo la
apoteosis del concepto de clase social. En estos días se hace patente su
existencia obscena. Tal y como ocurre con todas las prácticas sociales, se
encuentra grabado sólidamente en las mentes de todos los agentes sociales. Los
policías en particular, actúan de acuerdo con sus representaciones sociales,
guardando el debido respeto a los señores, que cuando se apoderan de la calle
lo hacen acreditando su competencia de lo que entienden como mandar, un concepto esencial para los
que habitan en las posiciones altas de la estructura social.
La reversión
biográfica afecta también a mi familia. La condena moral dictada en mis años
adolescentes, deviene en una pena perpetua inapelable. En una reciente boda
familiar, uno de mis tíos -hermano de mi madre, arquitecto enriquecido en la
Costa del Sol, residente en Marbella, pero en aquellos años en la señorial
calle de Claudio Coello- cuando alguien preguntó por mí, dijo en un tono
enérgico que “a Juan lo tenían que meter en un avión y tirarlo al mar”. Como es
sabido, en esas ceremonias se termina diciendo la verdad. No obstante, esta
anécdota denota que se sigue manteniendo un vínculo familiar. Este es la
admiración por los argentinos. En mi caso es a sus poetas y escritores. En el
de mi tío es a los milicos, que ya inventaron con éxito esta práctica.
La extraña
reversión biográfica, también se arraiga en mi historia profesional, una de
cuyas facetas es mi presencia en el sistema sanitario tantos años. En este
campo, estos días se confirma una involución. Recuerdo que en los primeros años
comparecían discursos ubicados en la promoción de la salud, que hacían énfasis
en la consideración de la salud como un factor favorecedor de una buena vida.
La catarata de discursos referenciados en Alma-Ata y Otawa resultó un
espejismo. En los años siguientes, mi diabetes me llevó a comprender el patio
interior de las significaciones del control de los pacientes crónicos. Así se
han creado las condiciones para la asunción de la realidad como resultante de
sucesivos recortes, no sólo materiales, sino también en contenidos de los
proyectos originarios.
La tempestad
del Covid-19 ha mostrado la debilidad de las posiciones de los que en el comienzo de la reforma, en
los años ochenta, fueron creativos e innovadores. Esta es una generación
amortizada, que se encuentra atrapada en el laberinto sanitario, que el mercado
tiene sujetado sólidamente, sin posibilidad de escape. Con las excepciones de
rigor, esta generación está experimentando el poder de absorción de la
administración, con respecto a cualquier proyecto, que termina por vaciarlo
inexorablemente. El ejemplo de la atención primaria lo hace patente. La industria de la enfermedad termina por devorar a (casi) todos sus hijos díscolos.
Ya he
cumplido setenta años y soy un diabético convicto y confeso. Mi horizonte
personal es sombrío, en tanto que sobre mi persona se cierne una
descalificación monumental. Me gusta decir a mis amigos que la asistencia
sanitaria, al modo de la industria alimentaria, trabaja disociando los frescos
de los congelados. Los crónicos y los mayores, los portadores de patologías
–porque quién a esta edad no tiene alguna arraigada en su cuerpo- son los
congelados. Para estas personas se modifican sustantivamente los sentidos de la
asistencia. Estos radican en ser conservados para la gloria de la esperanza de
vida, que como es bien sabido, constituye un valor del que se muestran
orgullosos los operadores de la asistencia.
No para la
vida, la mejor vida que sea posible, forzando los límites de las inevitables
constricciones. No, para servir a la esperanza de vida. Tras esta pauta se
esconde el gran secreto de la asistencia sanitaria: para conservarlos el máximo
tiempo posible, es menester encerrarlos, arte en el que se están experimentado
en estos días de apocalipsis viral. La propuesta imperativa de las autoridades
profesionales es limitar severamente mi vida mediante un aislamiento gradual y
vigilado. Una geriatra de Santander, compañera en mis correrías profesionales
sanitarias en mis primeros años, me advertía de que llegaría a tener varias
enfermedades crónicas. De momento no se ha cumplido esta premonición, pero
ciertamente en el horizonte aparecerán señales de tormenta cronificadora.
Para mí es
decisivo conservar mi autonomía y sortear los sucesivos encierros que me
proponen. Tengo que vivir ahora en una sociedad medicalizada que me asigna el
estatuto especial de cuerpo a conservar mediante su ubicación en un sistema
variable de encierro. Tendré que movilizar todos mis saberes y recuperar mi
condición de hacedor de prácticas para vivir en los intersticios del sistema con
autonomía. Voy a revisitar a Michel de Certeau para mejorar mis defensas. Tendré que ser lagartija para aparecer por las grietas a tomar el
sol y replegarme bajo las piedras cuando aparezcan mis guardianes. Mi apuesta
es vivir con autonomía hasta el último minuto que me sea posible. También tengo
claro que no quiero vivir una vida encerrada ni custodiada por gentes que han
excluido los afectos desde su misma formación profesional.
Acabo de
sacar a pasear a mi perra y me he encontrado con una persona que pedía dinero
sin experiencia alguna. Me ha conmovido profundamente la conversación. También
mi expectativa de que mañana se abre por fin el Retiro y estaré bajo los
árboles viviendo intensamente mis rutas, consciente de que tendré que inventar
algunas nuevas. Mi capacidad de sentir me dice que todavía estoy vivo y que debo
escapar del proyecto de enlatarme, fundado en la visión de mi cuerpo como
portador de varias variables biológicas medibles y encuadrables en el sistema
de significación de derogación de la vida vivida para prolongar la vida
artificial bajo supervisión médica. Tengo que vivir siendo mayor y crónico en el mundo de la tercera medicalización, y aprender a sortearla. Este será el mejor indicador de que estoy vivo.
Felicidades por tu quingentésima entrada en el blog, Juan. Saludos revolucionarios a tu tío y ánimos para seguir viviendo sin someterte a esta insana idea de salud con la que nos abruman. Un abrazo fuerte. Iñigo
ResponderEliminarTe sigo desde Granada, como siempre.
ResponderEliminarMuchos abrazos y mucho ánimo para pasear en tu "retiro"
Bueno Juan tu ya me conoces, me gusta hablar con ironía a pesar de que soy prediabético y tengo 69, vamos que te sigo de cerca, pero aunque sea meterme donde no me llaman...¿como se te ocurrió volver a Madrid con tantos lugares tranquilos que hay en la España vaciada? ahora en el pecado llevas la penitencia y además te saldría mas barato y tu perra gozaría mas, yo en cuanto me jubilé me largué de BCN a un lugar tranquilo de cuyo nombre no me acuerdo debe de ser un fallo de mi memoria, Un abrazo y sigue rebelde.
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