“Ahora bien, contar, medir, equivale a negar
y no conceder su lugar a las fuerzas del goce y a exponerse al brutal retorno
de lo rechazado […] El fantasma de la productividad, el positivismo a ultranza
y la unidimensionalidad son corazas que, por su misma rigidez, generan
estallidos […] El problema, pues, no es tanto saber cómo controlar la vida sino
cómo gastarla disfrutando de ella”
Michel
Maffesoli.
Las lúcidas
palabras de Maffesoli suenan atronadoramente en el tiempo de desescalada. El
confinamiento ha legado un aturdimiento y desconcierto generalizado. En los
primeros días que ha sido posible encontrarse con la naturaleza y con los
otros, se han producido microestallidos de la vida, interpretados como portadores
de peligros de involución viral. Las rígidas reglamentaciones de la
cotidianeidad, proclamadas por el dispositivo estatal epidemiológico, apenas
resisten la emergencia de dos fuerzas colosales: la vida y el mercado. Han
bastado contados días para la rectificación radical del plan de desescalada
ante la presión de la hostelería y la industria del turismo. Las últimas
imágenes de la vida, emitidas el día anterior al comienzo del encierro por las
televisiones, mostraban cientos de turistas británicos en Benidorm exhibiendo
sus liturgias de turismo de playa. Los dos colosos se encuentran unificados en España
por el culto al sagrado dios romano Baco, inspirador de situaciones de frenesí
dotadas de una vitalidad indestructible.
En este
tiempo confusional, la mascarilla se erige en símbolo de la alerta,
instalándose en el espacio público. He tenido que ceder y ponérmela sobre mi
atribulado rostro, dada su obligatoriedad imperativa. Experimento un gran
sentimiento de humillación que tiene sus raíces en mi subjetividad e historia
personal. Esta es una dimensión excluida de las cosmovisiones de los
epidemiólogos, de los legisladores y de los policías. Tengo una sensación
desagradable de someterme a los imperativos de un poder dotado de mil caras. La
actual es la de la salud obligatoria amenazada por el malvado virus, pero
pronto adoptará otra faz, en tanto que el enemigo imaginario que le constituye
experimente una mutación. Este va a ser, con seguridad, el de los empobrecidos disconformes, cuando
emitan las primeras señales de desafección.
Me siento
ridículo caminando por lugares en los que las distancias son considerables y
los cuerpos solo se aproximan fugazmente en el momento en que se cruzan. En el
imago epidemiológico, nos perciben, tal y como señala Javier Aymat, como si “la gente actúa por la calle como
si nos fuéramos estornudando a la cara unos a otros”. Comprendo que la mascarilla sí es útil en
determinadas situaciones de contigüidad. Pero detesto su reglamentación por
gentes ajenas a la vida, así como por su público seguidor, que resulta de la
acción perpetua de las televisiones y los dispositivos de comunicación del
poder. Los presentadores del género del corazón devienen en denunciantes
cargados de ira contra los incumplidores. Así transfieren a sus audiencias la
imagen del enemigo interno, sembrando el odio y movilizando el estado de
vigilia de los más fieles. Las miradas matan en estos días en los que reflota
la vida tímida, pero inexorablemente, en la superficie del espacio público. La
escisión entre los hooligans de la protección y los que recuperan la vida es
manifiesta, pudiendo pronosticarse la aparición de microconflictos de variadas
clases.
He tenido
que reinventarme como desobediente, condición que detento desde que de niño me
escapaba en la calle cuando salía con mis abuelos, que terminaron por no
llevarme a los paseos. He inventado horarios y rutas libres de mascarillas, por
las que transito libre de las absurdas gramáticas de la vida impuesta por las
castas sanitarias. Cuando me encuentro en zonas de alta densidad de contactos,
yo mismo me la pongo, explotando una ventaja inconmensurable, que resulta de
que mi rostro se encuentra protegido de miradas panópticas, pudiendo así cantar
cancioncillas demoledoras de mofa de las autoridades protagonistas de la segunda
catástrofe, que es la de la respuesta a la pandemia, sintetizada en la paradoja
de los resultados más letales acompañados del confinamiento más estricto.
También
emito palabras de burla, género que tiene muchas exigencias para la inteligencia
y la creatividad. Además les doy las gracias a autores que me han aportado
mucho, a Amador Fernández Savater, con sus análisis de los comportamientos de los
que no tienen poder, o a Michel de
Certeau, que en este tiempo revive en mí su enésima vida. Su libro sobre “La invención de lo Cotidiano”, sobre
todo el primer volumen, Las artes de
hacer, es el libro que le regalaría a Marc Casañas, uno de los jóvenes
talentos críticos que puebla el espacio virtual, y con el que comparto entre
otras cosas la visión inequívoca que tenemos ambos de la universidad. Sin otra
alternativa, tenemos que actuar microscópicamente y apoderarnos gradualmente
del territorio en el que vivimos siendo imperceptibles para las distintas
noblezas expertas que lo miran desde arriba, escoltadas por sus guardias de
corps.
La
mascarilla representa simbólicamente el elemento fundamental del
desconfinamiento gradual. Los espacios públicos pueden ser clasificados por
sus usos. Su cumplimiento es estricto en
las actividades laborales, comerciales y el transporte público, es decir, en
aquellos lugares en los que Dionisio se encuentra ausente. También en estos constituye
una pareja estable con la distancia social. Pero, en el tiempo, que el poder epidemiológico
define como “de paseo o para hacer deporte”, su cumplimiento tiende a
desvanecerse, así como a divorciarse de su pareja. Al atardecer, Dionisio se
hace presente sobre las gentes que pueblan las calles, los parques y las
terrazas. En este tiempo la mascarilla tiende a decrecer, al tiempo que los
cuerpos se acercan inevitablemente. Las risas, las conversaciones vivas y las
voces altas denotan la euforia vital que acompaña el rencuentro. Así, la
mascarilla es destituida provisionalmente hasta la mañana siguiente.
El aspecto
más importante de la mascarilla radica en que oculta el rostro. La importancia
de este en la identidad personal y el reconocimiento mutuo, tiene un impacto
radical en las relaciones sociales y en los espacios de encuentro. Las personas
enmascaradas generan un recelo al otro incuestionable. La desconfianza mutua se
hace patente y cada cual tiende a fortificar sus fronteras con los demás
extraños enmascarados. Pero, con el rostro oculto, se refuerza la idea matriz
de los gestores de poblaciones, en este caso los de la salud amenazada. Esta es
que una persona es una fracción independiente en un conjunto poblacional que
puede ser formado, no por relaciones sociales, sino por la recombinación de
atributos. Así se disuelve a la persona singular, que dotada de un rostro único,
distinguible inequívocamente de los demás, es también su haz de relaciones
sociales. El enmascaramiento sienta las bases de la peligrosa utopía de las
personas intercambiables, en tanto que rostros intercambiables.
El
sociólogo-antropólogo David Le Breton lo plantea esta cuestión elocuentemente. “Ningún espacio del cuerpo es tan apropiado
para marcar la singularidad del individuo y señalarla socialmente.
<<Aparte del rostro humano, dice Simmel, no existe en el mundo ninguna
figura que permita la cristalización de tantas formas y planos en una unidad de
sentido tan absoluta>>. Desde el primer momento el rostro tiene sentido,
traduciendo bajo una forma viva y enigmática el absoluto de una diferencia
individual que sin embargo es ínfima. El rostro es una cifra, en el sentido
hermético del término, una invitación a comprender el misterio que allí se
encierra, a la vez tan próximo y tan impenetrable. Es la distancia
infinitesimal a través de la cual cada hombre se identifica. Los rostros
presentan infinitas variaciones sobre una base simple. Millares de formas y
expresiones surgen de un alfabeto de una simpleza desconcertante. La estrechez
del espacio del rostro no es impedimento para una multitud de combinaciones. Simultáneamente el rostro
acerca a una comunidad social y cultural por la forma de las facciones y de la
expresividad, pero también traza una vía imponente para diferenciar al
individuo y traducir su unicidad. A medida que una sociedad concede mayor
importancia a la individualidad, aumenta el valor del rostro”.
El espacio
público poblado por enmascarados denota las relaciones marcadas por la
distancia abismal entre los cuerpos. Cuando las mascarillas se retiran
comparecen los rostros y las relaciones se reestructuran drásticamente. La
mascarilla, más allá de su funcionalidad, en este caso la protección frente a
la transmisión del virus, adquiere el valor de una herramienta uniformadora de
la población. Todas las organizaciones en las que las personas se subordinan rotundamente
a lo colectivo, imponen la neutralidad de las expresiones faciales. El ejército,
en la posición de formación y otras similares, sanciona el valor del rostro,
sometido a una unificación requerida.
La abolición
del rostro es una condición esencial para la consolidación del poder establecido,
y no me refiero solo al político. Los soldados muertos en las batallas, los
enfermos fallecidos en las residencias y las UVI, los arruinados por la crisis
económica derivada del Covid. Todos ellos carecen de rostro, son enmascarados
para propiciar su uniformización, siendo privados de su singularidad como seres
humanos. Así, son convertidos en un material estadístico preparado para ser
utilizado en la contienda política, o para amparar distintos intereses de
grupos poderosos. Los africanos que se ahogan en el Mediterráneo no tienen
rostro. Siempre son fotografiados en planos lejanos y en grupo.
La
coherencia de muchas gentes que se despojan de sus mascarillas al anochecer, es
manifiesta desde esta perspectiva. Recuperan así, durante un tiempo, su condición
de seres vivientes singulares, imprescindible para establecer relaciones
sociales en un mundo vital dotado de la grandeza de no tener ninguna finalidad
establecida. La relación es un juego que estimula la conversación, la risa, los
sentimientos y las emociones. Esta dimensión de lo social, escapa a la mirada
epidemiológica, que entiende la vida como la ejecución de varias funciones. La
racionalización total de la vida se ha mostrado siempre inviable. También en catástrofes, guerras y pandemias. Es imposible concluir sin aludir a un libro
fundamental, “La parte maldita” de Georges Bataille. En este se conceptualiza
admirablemente la cuestión de los sentidos de la vida.
La gente que
puebla el espacio público al caer la noche, confirmando las palabras de
Maffesoli que abren este texto, está gastando la vida, su vida. Me pregunto por
la dificultad de entender esto por parte de las gentes que fueron determinadas
como personas al pasar por Anatomía Patológica. No, el cuerpo y el ser humano
es otra cosa distinta a la que se exhibe en este museo científico.
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