La
medicalización de la sociedad es uno de los temas que más suscitan mi preocupación. Esta es
una faceta inseparable de la sociedad del crecimiento sin fin. En febrero de
2015 publiqué un texto de Norbert Bensaïd crítico con la medicalización. En
este se imagina una sociedad donde la vida ha sido sometida por completo a las
exigencias de la salud, entendida como valor absoluto. Toda la vida se encuentra
rigurosamente reglamentada por la medicina y los incumplidores son sometidos a
imputación de responsabilidad individual por sus enfermedades, así como a
reeducación sanitaria-moral. El texto
describe un panorama aterrador, del que algunos rasgos ya se encuentran
presentes, o apareciendo en el horizonte inmediato como señales.
La crisis
del Covid-19 genera una situación que tiene algunas analogías con la distopía
médica del texto. La salud deviene valor absoluto que se impone sobre toda la
vida. Las restricciones devienen en la regla central y los expertos diseñan
minuciosamente las acciones y las relaciones, sometiéndolas al imperativo de la
salud. He leído el libro de Bensaïd de nuevo y he decidido volver a publicar esta parte por su interés reactualizado.
Recomiendo vivamente su lectura y que cada cual saque sus conclusiones. Publico también mi entrada al texto, tal y como fue escrita. En los
cinco años transcurridos, la medicalización ha experimentado un salto
portentoso. Una de sus dimensiones es la disminución drástica de médicos que
sostengan posiciones críticas hacia ella. En estos días, todos somos sujetos
rastreables por el dispositivo de la salud, ahora fundamentado sobre
tecnologías formidables.
La medicalización expansiva sigue siendo definida desde una
perspectiva muy interna del sistema sanitario. Pocos filósofos,
sociólogos o antropólogos han desarrollado discursos más generales, que
trasciendan la ubicación sectorial de este fenómeno. Desde mi posición
personal, la medicalización es un proceso inseparable del contexto
global en el que se produce. Por eso me parece imprescindible entenderla
como un acontecimiento asociado a las nuevas sociedades de control.
Así, es importante distinguir entre, al menos, dos medicalizaciones
sucesivas. Nos encontramos en la segunda medicalización, en la que tiene
lugar una fusión del nuevo complejo médico-industrial con el entramado
emergente de esferas productivas, culturales, mediáticas y de poderes.
En
1981, Norbert Bensaïd publicó un libro " La Luz Médica. Las ilusiones
de la prevención". En este desarrolla una visión muy inteligente acerca
de los efectos de la conversión de la salud en un valor absoluto. El
pronóstico acerca del futuro de una sociedad que pierde el sentido de
las proporciones, es muy negativo. Treinta y cinco años después algunas
de las cuestiones intuidas por Bensaïd se han hecho realidad. Otras se
encuentran presentes como amenaza todavía más factible. Este es el
primer texto que leí, junto a Némesis Médica de Illich. Presento ahora
algunos fragmentos del prólogo, que sigue siendo un texto fascinante por
su capacidad de intuir. El vínculo con el post que escribí sobre Black
Mirror es manifiesto. Se trata sobre todo de una reconfiguración de la
vida, neutralizando las diversas formas de gozar, que es lo que imprime
su sentido más relevante. Lo científico-tecnico avasalla a la vida,
relegando los placeres de un modo más efectivo que el de las
prohibiciones religiosas convencionales.
Al sacarlo
ahora, mi intención es que lo pueda ser leido por algunos de los
estudiantes de medicina inconformistas con la línea que se reproduce en
las facultades. Es un buen estímulo para pensar juntos y movilizar las
inteligencias y las intuiciones. Comparar el pronóstico del texto con el
presente es un ejercicio más que estimulante. La salud es un valor
asociado a otros. Nada menos, pero nada más que eso. Restablecer la
proporción del valor salud en el conjunto, es el dilema más importante
para la inteligencia colectiva en el presente. Así puede ser posible
reducir los malestares generados en la era del exceso.
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Pórtico
UNA EXTRAÑA FELICIDAD
Es imprudente hacer proyectos, sobre todo en lo que se refiere al futuro.
Pierre Dac
A
las 6 horas 12 minutos Jean-Pierre 881 CVE 65 se despertó
espontá¬neamente. Nada le obligaba a despertar. Durante su última
estancia (bianual) en la SC 171 DBR (estación de control número 17,
división de balances y revisiones, que los nostálgicos todavía
denominaban «la Sal-pariere»), la sección cronobiológica había puesto
sus ritmos al día. La cantidad de sueño que necesitaba era, exactamente,
de 7 horas y 40 minu¬tos con una sola condición: que el sueño comenzara
y acabara a horas fijas. Un desajuste respecto al ciclo natural lo
trastocaba todo. Por tanto, se dormía todas las noches entre las 22,30 y
las 22,35 horas y se despertaba todas las mañanas entre las 6,10 y las
6,15. Se trataba, por supuesto, de horas biológicas que no correspondían
más que en raros casos a las convencionales, que obedecían a exigencias
y comodidades de órdenes muy distintos. Todos los relojes marcaban
simultáneamente ambas horas. Por otra parte, se le permitía un
repiqueteo de varios minutos al dormirse y al despertarse. Otros
fenómenos que no fueran el simple movimiento de la tierra en relación
con el sol, que aún eran poco conocidos, podían interve¬nir sin saberlo.
Fijar un horario demasiado rígido no tenía sentido y existía el riesgo
de provocar un desarreglo global de los ritmos biológicos, en perjuicio
del equilibrio y la salud. Por tanto parecía que 5 minutos serian
suficientes.
Antes de dejar la cama —una delgada capa de espuma
sobre un sopor¬te rígido— JP 8 (abreviatura de la matrícula oficial)
ejecutó, para despe¬jar los últimos restos del equilibrio-sueño que aún
subsistían en su sistema regulador, los 17 movimientos de recuperación
que le habían prescrito:
flexión metódica de los miembros,
movimientos respiratorios, extensiones vertebrales, etc. A continuación
se dio una ducha, 12 minutos a 24 grados centígrados sin jabón ni
champú. La ausencia de contaminación hacía innecesaria la limpieza a
fondo de tegumentos y faneras; con una ducha diaria se conservaba un
aseo suficiente, sin alterar por agresiones química o mecánica la
protección que las secreciones naturales proporcionaban a la piel y al
cabello. La dentadura justificaba una acción más agresiva: cepillo a
chorro y dentífrico con flúor, pero no la barba que jamás se apuraba al
afeitarla, dejándola a un cuarto de milímetro de la piel, también pa¬ra
respetar la integridad de la protección epidérmica. Las coqueterías
pilo-sas (barba, bigote, cabello largo) estaban excluidas desde hacía
tiempo, por carecer de sentido y ser antihigiénicas. Una vez hecho todo
esto, se vistió. En cuestión de atuendo se admitía en principio la más
absoluta fantasía. Las únicas reglas impuestas eran la prohibición de
todo lo que pudiera ir en contra de una fisiología armoniosa. Nada de
cinturones ni calcetines pegados al mollado, ni pantalones que
comprimieran la vejiga y el vientre apretando la entrepierna. Nada de
calzado antinatural, puntiagudo o de tacón alto, ni de telas sintéticas o
teñidas químicamente. Pero también la vigilancia de estos puntos era
extremadamente laxa. Se pensaba que a nadie podía ocurrírsele oponerse a
tales consignas, que eran fruto del sentido común, la comodidad y el
buen gusto. Pero como había que controlar bien, se hacía a posteriori.
Estaba
convenido que toda enfermedad imputable a incumplimiento de las reglas
era castigada. Los enfriamientos o las insolaciones, las afecciones
digestivas, cutáneas, circulatorias, sexuales que pudieran deberse sin
discusión a ropas demasiado ligeras o gruesas, excesivamente ajustadas o
teñidas fraudulentamente, eran atendidos, por supuesto, pero en
servicios especializados donde los infractores recibían,
simultáneamente, una reeducación moral. Solamente la estupidez, la
ausencia de espíritu cívico o una coquetería malintencionada podían
conducir a comportamientos tan aberrantes, así que la estancia en estos
servicios dejaba una marca infamante que no era fácil de borrar. Los
crímenes contra la salud eran los únicos verdaderos.
Después de
instaurarse la autogestión de la salud, la responsabilidad de cada uno
era, en efecto, total. Esto significaba que cada uno debía obedecer, de
buena gana, prescripciones lo bastante precisas para evitarle la
angustia intolerable de portarse mal por no saber exactamente cómo
hacerlo bien. Ya que la salud era el único bien absoluto de que disponía
cada uno, como las verdades de la medicina eran las únicas verdaderas y
el bien y el mal estaban perfectamente definidos, era inimaginable e
inaceptable no atenerse a las reglas. Una vez establecida la verdad
médica y habiendo difundido inteligentemente la reglamentación
higiénica, la libertad consistía, evidentemente, en respetarlas.
Por
otro lado las ocasiones para hacer el mal eran escasas. La ropa
reglamentaria sólo se podía adquirir en los almacenes oficiales y era
necesaria una especial obstinación por el mal para obtener prendas que
no lo fueran, o para transformar uno mismo las que lo eran. Un boletín
meteorológico preciso y detallado permitía elegir cada día el atuendo
apropiado en función de la sensibilidad de cada cual a las condiciones
climatológicas; así pues no era posible equivocarse en el vestuario,
elegir ropa demasiado caliente o excesivamente ligera a no ser que
existiera la voluntad de hacerlo mal. Sin embargo, habían subsistido
demasiadas costumbres antiguas, estúpidas y nocivas. Todavía se
producían a veces insolaciones o excesos de calor, testimonio de una
extraña creencia: que la exposición al sol era agradable y sana para
broncearse, como antes se decía. La ciencia había hecho justicia con
este prejuicio. El único efecto de tal bronceado era favorecer los
cánceres de piel, la desecación de la dermis y las arrugas
antiestéticas. A pesar de las repetidas y detalladas advertencias y de
haber redoblado la vigilancia en las playas, el error persistió largo
tiempo. Algunos imbéciles inveterados llegaban a extremos de perversión,
bronceando sólo las partes del cuerpo habitualmente cubiertas a fin de
no delatarse ante los demás. Al principio, la lucha contra el bronceado
dio lugar a errores lamentables. Se había sospechado injustamente de
individuos que tenían la piel naturalmente mate, pero bastó con añadir
el dato codificado en el carnet de identidad para evitar estos
malentendidos y parecía ser que, desde hacía algunos años, ninguna
persona tomaba baños de sol. En todo caso las estadísticas de los
tribunales ya no consignaban este delito. El desayuno esperaba a .11) 8
sobre la mesa de la cocina. Desde hacía tiempo, las prescripciones
dietéticas habían dejado de ser generalizadas e impersonales. Los
alimentos que cada uno debía ingerir los calculaba rigurosamente la
central dietética, se preparaban en una cocina central y se distribuían.
No era cuestión de dejar a cada cual la tarea de alimentarse según su
propio gusto. No es que se abandonaran los placeres de la mesa, pero
evidentemente se supeditaban a las exigencias sanitarias. Se había
descubierto con sorpresa que el que parecía más anodino de los siete
pecados capitales, la gula, era de hecho el de consecuencias más gra-ves
y uno de los más arraigados, tal vez por razones genéticas. Se hizo
necesario tener en cuenta esta disposición lamentable.
La
alimentación era pues controlada severamente. Tras la desaparición de
enfermedades de tipo infeccioso, traumático, climatológico y tóxico hubo
que rendirse a la evidencia: los hombres provocaban sus propias
enfermedades. Se hacían cómplices de los agentes patógenos externos y,
entre los agentes responsables, sobre todo de enfermedades
degenerati-vas (cardiovasculares, cerebrales, articulares), cancerosas
y, por supuesto, digestivas, la alimentación era uno de los más
importantes. El lema más difundido por los medios de comunicación era:
«Comer lo justo es vivir bien», pero se sabía que nadie podía comer lo
justo basándose en sus pro¬pios conocimientos y, menos aún, en sus
gustos o su instinto. Así los regímenes se programaban para una duración
de 6 meses y eran constantemente corregidos en función del peso, las
constantes biológicas y su rendimiento. Lo que en otros tiempos estaba
reservado a deportistas de competición, se había generalizado a toda la
población.
Pero no se tuvo en cuenta la glotonería: miembros de
una misma familia se intercambiaban los alimentos; otros obtenían
fraudulentamente productos que estaban prohibidos o racionados, y
finalmente otros no consumían todo lo que se les había prescrito. Por
tanto hubo que programar las salidas de alimentos distribuidos por la
estación central, pero también se hizo necesario controlar las
devoluciones. La cocina constaba únicamente de una mesa, 4 sillas y dos
ventanillas, una para lo que llegaba y otra para lo que se devolvía. No
obstante hubo que admitir que una serie de desobediencias escapaban a
todo control. Sucedía en efecto que se declaraban esporádicamente aquí y
allí, casos de enfermedades que sólo podían explicarse por una
alimentación mal adaptada. Tras muchas inves-tigaciones se formuló esta
hipótesis, pues sólo así se podía confirmar la exactitud de las medidas
médicas. Las enfermedades serían inconcebibles sin el engaño, y el
engaño indesvelable sin las enfermedades. Estas excepciones confirmaban
la regla.
A los 5 años de edad, JP 8 se había enterado de que
padecía intolerancia al sodio y de que hasta su muerte debería
abstenerse de cualquier ali-mento salado. Era el único medio, para
aquellos que como él padecían esta tara hereditaria, de evitar la
hipertensión arterial y los accidentes vasculares que resultarían
inevitables. Para JP 8 no suponían problema alguno. En las pocas
ocasiones en que, por accidente o curiosidad, se había saltado la
prohibición consumiendo sal, su sabor no le había agradado en absoluto.
Le gustaba lo que comía o, más exactamente, no pensaba en ello. Pensaba
que era más adecuado liberar su libido y sus pensamientos para
dedicarlos a objetos más dignos de interés. A veces se preguntaba cuáles
podían ser esos objetos, pero descubría espontáneamente por si mismo
que tal planteamiento era estúpido. Había sido condicionado para no
plantearse otras preguntas que aquellas que tenían una respuesta
pre-vista. Las preguntas sin respuesta sólo podían ser peligrosas.
Cuando le venían a la cabeza excepcionalmente, las rechazaba, pero en
cualquier caso la alimentación nunca fue para él fuente eventual de
placer. Pesaba lo que le habían fijado; las comprobaciones bianuales de
su organismo eran satisfactorias, estaban satisfechos de él, y eso le
bastaba.
Aunque sus hijos no eran suyos, se le parecían. Para
ellos la alimenta-ción no tenía interés alguno. Comían sin refunfuñar y
sin gozar todo lo que se les ofrecía. Habían tenido suerte de no conocer
ninguno de los ve-nenos que arruinaban la salud de niños y adultos en
otras épocas: caramelos, dulces, bombones, pasteles. Es cierto que la
desaparición de estos ve-nenos no habían bastado para suprimir todas las
tentaciones. El recuerdo de estas golosinas mortales perduraba en forma
de huellas inconscientes en bastantes memorias y, a pesar de una
censura meticulosa, ocurría que algunos libros hacían vagas alusiones a
ellos de tal forma que el efecto conjugado de estas perniciosas lecturas
y los recuerdos inconscientes empujaban a los desgraciados niños,
convertidos en víctimas, hacia perver-siones alimenticias muy
peligrosas. Al primer signo de estas tendencias malsanas, eran sometidos
a un recondicionamiento intensivo que en oca-siones, por desgracia,
había que repetir varias veces.
Afortunadamente los hijos de JP 8
habían escapado a todos estos peligros, disfrutaban, por suerte, de unos
dientes fluorados, una tez ater-ciopelada, un desarrollo pondoestatural
y psicomental perfectamente normales. A sus 13 años el mayor medía ya 1
metro 90. Los sabios de la prehistoria médica habían necesitado mucho
tiempo para comprender que la talla también estaba en función de la
alimentación. Generación tras generación, los niños crecían más que sus
padres porque comían mejor. Razas enteras crecían. Por ejemplo, había
bastado que la alimentación de un pueblo llamado japonés se aproximara a
la del más desarrollado, el norteamericano, para que su talla media
aumentara espectacularmente. Lo habían pagado caro contrayendo
enfermedades que les eran desconocidas, pero alineándose a la nueva
política dietética de los pueblos des-arrollados pudieron a su vez
deshacerse de otras.
Anna-Lise 266 GMA 92 (AL 2) era la única que
curiosamente presen-taba ciertos síntomas inquietantes. JP 8 la había
sorprendido cierto día le-yendo un libro de cocina rescatado de no se
sabe dónde y que escondía con tal cuidado que nunca fue capaz de
encontrarlo y destruirlo. Estaba tan ensimismada observando las
repugnantes imágenes que no le oyó lle-gar y al darse cuenta de su
presencia enrojeció hasta la raíz del cabello. Él mismo, tremendamente
molesto y descorazonado pese a lo poco que había logrado ver, se excusó y
se alejó. No mencionaron el asunto, pero era como si él tuviera una
ventaja sobre ella y, al mismo tiempo también, como si ella no le
perdonara que hubiera descubierto su secreto. Después de esto tan pronto
se mostraba demasiado dulce y sumisa como agresiva sin razón alguna.
JP
8 no fue capaz de decidirse a denunciar como debiera haber hecho.
Seguro de que los ortopsiquiatras estaban capacitados para curar este
residuo de gustos arcaicos, tenía que haber hablado en seguida, pero
intentó comprenderla primero. No llegó a conseguirlo y en poco tiempo se
hizo demasiado tarde. Se convirtió sin quererlo en cómplice de su
mujer, sujeto también él de reeducación. ¡Si al menos hubiera podido
encontrar y destruir aquel maldito libro! En eso pensaba al dirigirse
hacia la habitación donde aún dormía AL 2. Se despertaría a las 7,56.
Ella podría haber-se permitido dormir más tiempo, pues no trabajaba
fuera de casa, pero no había razón para sobrepasar las 8 horas y 25
minutos de sueño que le habían asignado; eso estaba descartado. De todos
modos, como estaba embarazada de su tercer hijo, tenía que acudir al
centro eugénico donde pasaría el día.
Sus hijos no eran,
evidentemente, de JP 8. Cuando se determinó que padecía intolerancia
genética a la sal le seccionaron los canales deferentes. El esperma de
calidad no escaseaba, no necesitaban el suyo especialmente; la
paternidad ya no tenía sentido ni interés y seguía utilizándose el
tér-mino «reproducción» sólo por comodidad. Los niños únicamente tenían
una remota, o nula, relación genética con sus padres que ya no los
reproducían. Por tanto no existía compromiso socioafectivo alguno entre
la pareja pues no comportaba consecuencias. Sin embargo, después de
haberla suprimido como institución, se volvió a ella evaluando
cien-tíficamente el crecimiento y la conducta de los niños que
identificaban a la persona que ejercía el papel de padre (HPP) y a otra
que ejercía el papel de madre (HPM). Se había constatado que eran más
satisfactorias que la de los niños que vivían en comunidades infantiles
mixtas (adultos-niños). De hecho se adoptó una solución de compromiso:
en cada bloque la familia disfrutaba de un apartamento, pero los niños
disponían de lugares re-servados. Las actividades conjuntas se
desarrollaban en lo que común-mente se denominaba SAC (sede de
actividades comunitarias).
Pero la reproducción tenía muy poco que
ver con esta estructura familiar y comunitaria que sólo pretendía
resolver los problemas de crianza. El eugenismo había sustituido
paulatinamente a la improvisación, que era casi una aventura. Gracias a
esta política eugenésica las enfermedades he-reditarias y transmisibles
estaban en vías de desaparición. El OMS (orde-nador médico y sanitario)
había calculado que en 60 años todos los adultos en edad de procrear
serían de tan buena calidad que la reproducción podría volver a ser
libre. Se estaban elaborando las medidas necesarias pa-ra que esta nueva
revolución fuera asimilada por la población. Se sabía que una cultura
metaboliza más difícilmente una nueva libertad que una nueva
servidumbre.
A decir verdad, el ordenador no era categórico. Se
había reservado su opinión; no estaba seguro de que solamente debieran
prevenirse las enfer-medades genéticas y transmisibles. Aun cuando el
concepto de buena y mala calidad no estaba claro, había que reconocer
que ciertos individuos pertenecientes a determinadas familias o
descendientes de antiguos grupos étnicos o culturales estaban,
inexplicablemente y sin padecer enfermedad clasificada alguna,
continuamente enfermos o eran poco resistentes a los agentes externos, o
incluso estaban socialmente mal integrados. De mo-mento estaban
autorizados a reproducirse, pero tal vez deberían ser elimi-nados como
reproductores. Una vez que desaparecieran los portadores de taras
genéticas, el OMS realizaría activamente un estudio estadístico
preventivo.
De la misma forma preocupó anteriormente el problema
de la inteligencia. Se era riguroso en la elección de los más
inteligentes, pero con el tiempo lo que planteaba dudas era si los
hombres debían ser inteligentes. Habían sido necesarias inteligencias
superiores para poner en marcha la civilización y salir así de la
barbarie, pero actualmente planteaban numerosos problemas y no eran
necesarias ya para resolverlos. Los ordenadores, que habían vislumbrado
su posible desaparición o deterioro (el riesgo era escaso pero no había
sido completamente eliminado) adoptaron en asamblea (el ordenador de
enlace se ocupó de ello) una solución de compromiso. Una civilización
basada en la eliminación de todos los riesgos no podía despreciar el
riesgo que suponía que los ordenadores se estropearan. Por tanto se
había continuado favoreciendo la reproducción de los más inteligentes y
la eliminación de los CIP (cociente intelectual perfeccionado)
inferiores a 120, pero al mismo tiempo se adoptaban todas las
disposiciones para neutralizar, mientras que los ordenadores funcionaran
convenientemente, a todos los que superaban un CIP de 150. Previendo
eventuales averías, sólo trabajaban bajo el control directo de los
orde¬nadores y a su servicio. Éste era el caso de JP 8.
A medida
que se acercaba a la habitación de AL 2 notó súbitamente cierto malestar
y una ligera vergüenza que lo obligaron a pararse sorprendido. La
víspera habían hecho el amor, pero no como de costumbre. Ser una
ovulatriz colmaba de orgullo a AL 2. Ella se defendía pensando que
ninguna emoción o sentimiento eran legítimos: sólo lo eran los que
estaban previstos, pero cuando se quedó embarazada de un hijo que sería
doblemente suyo —genética y obstétricamente— AL 2 se sintió
resplandeciente.
Sensible a esa luz que emanaba de ella, JP 8 se
sorprendió expresan¬do sentimientos en un acto que no justificaba tal
comportamiento. La intensa educación sexual que había recibido no los
mencionaba ni mínimamente. Tal vez él estaba enfermo, quizás, incluso,
corría el riesgo de convertirse en «sexualmente no actuante». Habían
realizado el acto según las reglas, pero una cierta distracción, unos
fuertes impulsos y arrebatos inesperados habían perturbado
incuestionablemente su desarrollo.
Decidió que en el futuro lo
evitaría, elegiría otras parejas. Las relaciones sexuales eran libres;
podían desarrollarse en el local familiar pero lo normal es que tuvieran
lugar en el SAC. La pluralidad de intercambios sólo tenían ventajas:
impedía la costumbre o el apego y permitía la even¬tual fecundación
directa de las ovulatrices por los inseminadores, lo que aliviaba el
febril trabajo de los centros de inseminación que debían consagrar todos
sus esfuerzos a la fecundación artificial o a la implantación de
embriones en los úteros de las portadoras. Hubo que establecer una
política genética: podía echarse de menos la comodidad de la fecundación
tradicional, «natural». Además también había sido necesario sustituir
to¬do lo que en épocas anteriores favorecía la convivencia: alcohol,
tabaco, hierba, juergas, espectáculos y conversación. No se habían
podido esclarecer por completo las leyes de la,conversación. ¿De qué
podían hablar los que en tiempos pasados conversaban? Como todo estaba
programado nunca había qué prevenir ni comentar. El sexo era por tanto
el único lazo, la única actividad común que podía subsistir. Se había
revalorizado y perfeccionado. La actividad sexual propiamente dicha se
realizaba en silen¬cio. Todos estaban suficientemente bien ejercitados
como para que hu¬biera necesidad de expresar la más leve petición, el
más ligero rechazo. Ni por supuesto la más leve emoción. Solamente el
placer.
No tuvo que despertar a AL 2. Ella le sonrió y
él correspondió a su sonrisa. Nada tenían que decirse; se callaron
encantados, pero molestos por las sonrisas que intercambiaban.
Intrigados también; no comprendían. Desde que reinaba el optimismo, todo
estaba cuidadosamente previsto. La salud fue considerada el objetivo
prioritario; primero porque respondía a la exigencia general y después
porque, en este campo al menos, la ciencia era capaz de responder con
premura a la demanda. El optimismo ya no era una simple disposición de
ánimo, sino la determinación de hacer óptimas las condiciones de vida .y
las facultades de cada uno. Es decir obtener el máximo efecto. Todo
había comenzado cuando la medicina se esforzaba por utilizar los
medicamentos, y en general los medios te¬rapéuticos en la forma más
favorable posible. Así se desencadenó la gran revolución de la calidad
frente a la cantidad: lo mejor había suplantado a lo mayor. Todos habían
aplaudido, salvo algunos reaccionarios atrasados, nostálgicos de no se
sabe qué fracasos y desgracias. El optimismo respondía con tanta
exactitud a las necesidades de cada cual, las preveía con tal precisión,
que ya no se manifestaba oposición alguna. No se puede plantar cara a
un gobierno de hombres que encarne simultáneamente la verdad y el bien.
En cuanto a los escasos oponentes, hacía tiempo que se comprendió que
había que tomarles por lo que realmente eran, unos enfermos. Se les
impedía reproducirse —tal disposición de ánimo no podía tener otro
origen que el genético— y se los cuidaba. Cuando fracasaba la psico
farmacología o el recondicionamiento, se recurría a varias aplicaciones
menores de láser, o a una pequeña intervención. El tratamiento de las
dolencias mentales, de éstas en particular, no planteaba ya problema
alguno.
JP 8 pensó que tal vez estaban enfermos de verdad. Aun en
esta ocasión se preguntó a sí mismo si no habría sido más razonable
ponerse en contacto con la central ortopsicológica (ortopsi como la
denominaban) y pedirles ayuda. Pero se dijo que una sonrisa de algunos
segundos no justificaba tan grave actitud. Se marchó. Fuera el aire era
fresco, cristalino. Ni la más leve contaminación, ni un solo ruido que
no perteneciera a la natu¬raleza más natural; por todas partes reinaba
un silencio que en épocas anteriores sólo existía en lo más recóndito de
la campiña. Si por ejemplo era obligatorio escuchar la radio en los
medios de transporte, había que hacerlo con un receptor individual. Más
concretamente los receptores se reducían al tamaño de un aparatito
acústico que se introducía en la oreja y únicamente podía escucharlo el
interesado. Era obligatorio hacerlo porque no había otro medio para
estar al día. JP 8 sólo había desobedecido una vez, y hubo de
arrepentirse de ello: ése día la radio le advirtió que su lugar de
trabajo había sido trasladado durante su vacación semanal de 3 días,
pero él no escuchó el aviso de su nueva dirección y los medios que debía
utilizar para llegar a él. En lugar de su antigua oficina se encontró
sorprendido ante una obra llena de enormes máquinas automáticas que
montaban una casa repleta de árboles completamente nuevos. No sabía
adónde
ir, ni siquiera a quién dirigirse. Aquello se solucionó, pero no sin
problemas. Conservaba de esta aventura un doloroso recuerdo y el
cons¬tante temor de no estar al corriente. Siempre le asombraba, y a la
vez le tranquilizaba, encontrar su casa cuando volvía a ella, y su
oficina cuando se dirigía al trabajo.
Trasladarse era sencillo, y a
la vez muy complicado. Únicamente los incendios (excepcionales), las
urgencias médicas (rarísimas) y el transporte de enfermos o ancianos
(aún subsistían algunos) justificaban el uso de vehículos aislados,
llamados «libres». Las calles estaban flanqueadas ininterrumpidamente
por medios de transporte eléctricos totalmente silenciosos y
teledirigidos que, por una referencia conmovedora y autorizada al pasado
lejano, todavía llamaban familiarmente «tranvías». Ya no había ciudades
propiamente dichas, sino un territorio indiferenciado formado por
elementos construidos repartidos por el campo y enlazados por una tupida
red de comunicaciones. No existía razón, considerándolo bien, para
preferir un sitio a otro y el tiempo transcurrido en los transpor¬tes,
que eran tan confortables, silenciosos y agradables, tampoco lo
justificaba. Una vez que se sabía que había que coger el 17 A 12 y
después el 23 G 42, etc. (hasta 10 vehículos distintos) para ir desde el
punto A al del territorio ya no era posible equivocarse, pero la
búsqueda de otro itinerario desde A hasta C o D (claro que sólo
excepcionalmente, pues no había razón para ir a C o D si se vivía en A y
se trabajaba en 13) era tan dificil que generalmente habla que
interrogar el terminal más próximo del ordenador de transportes, que
entonces entregaba una tarjeta donde figuraban todos los vehículos y los
puntos donde había que efectuar el cambio (semiautomático).
Como
uno de los principios fundamentales de la sociedad optimista era que
jamás debía producirse ruptura entre las actividades, los lugares y los
momentos, los desplazamientos suponían un ejercicio corporal, una
actividad cultural, un reciclaje informativo, etc. Así pues una sencilla
ley obligaba a todo el mundo a realizar a pie parte del trayecto. Sólo
estaba permitido coger el tranvía una estación más allá del punto de
partida y apearse una antes del punto de destino. Las estaciones estaban
separadas entre sí unos 500 metros lo que suponía un paseo diario
obligado de dos kilómetros (los días laborables, es decir, cuatro veces
por semana). Habitar en un bloque no sólo significaba vivir, dormir y
comer en él. Todas las demás actividades: sexo, ejercicio físico,
creatividad cultural, trabajos agrícolas, se realizaban también por
sectores. En el habitado por JP 8 y AL 2 la vitivinícola era la
actividad agrícola que más se practicaba. Claro que ya no se hacía vino.
Se comía uva, pero en poca cantidad (era dema¬siado rica en azúcar
directamente asimilable). La uva modificada y enri¬quecida solamente se
utilizaba como fuente excepcional de energía. Se había sopesado mucho el
riesgo de que los trabajadores saborearan el líquido que resultaba de
su fermentación, pero desde que ésta se realizaba en circuito cerrado,
en centrales automáticas, sin intervención humana, el peligro había sido
desterrado y el líquido combustible resultante de esta operación era
tan repugnante que nadie, salvo algunos ancianos, sabía a qué podría
saber lo que los manuales denominaban vino, aguardiente, etc.
Efectivamente,
en los libros se mencionaba a veces el tiempo pasado, sus errores y
locuras; el tiempo en que los hombres fumaban, ingerían be-bidas
alcohólicas, comían lo que les apetecía, fabricaban hijos a voluntad,
vivían en un mundo que contaminaban a placer, padecían enfermedades que
contraían por su culpa sin atender al bien público y morían tontamen-te
cuando podrían haberlo evitado. Sólo Dios sabe si tenían miedo a la
muerte. Por ejemplo, algunas películas conservaban imágenes de los
hombres de aquel tiempo practicando lo que denominaban jogging: corrían y
corrían sin prescripción médica ni control, pero, sobre todo, daban
largas carreras por las calles o por unos raquíticos islotes verdes que
llamaban «parques» o «bosques» y que estaban tan contaminados corno el
resto de la ciudad. Ofrecían un espectáculo asaz asombroso y paradójico.
Consumían considerables energías respirando un aire viciado por otras
fuentes energéticas. Corrían por el mero hecho de correr, sin meta ni
producción algunas. Hoy era impensable realizar un ejercicio físico no
programado e inútil. Toda actividad debía responder a una doble
exigen-cia sanitaria y energética. Según la concebían los médicos, era
siempre fuente, o más bien transformación, de energía. Una especie de
vehículo, complejo descendiente de las antiguas bicicletas, permitía
desplazarse por el campo, pasear, ejercitar los músculos y, además,
recargar las minúscu-las baterías cuya energía se utilizaba para las
necesidades domésticas.
Cuando JP 8 escuchaba la radio en el
tranvia, evidentemente no escuchaba la radio sino su radio. Para ser más
exactos, escuchaba la radio de los humanos de su categoría.
Efectivamente, exceptuando algunas escasísimas noticias destinadas al
público en general, el programa consistía fundamentalmente en
informaciones y órdenes individualizadas que dependían de la profesión,
edad, estado de salud, región y situación familiar. La individualización
había sido ampliamente desarrollada. Cada carnet de identidad contenía
tal cantidad de referencias que era imposi-ble pensar que pudieran
existir dos iguales. Por simple comodidad se habían constituido grupos
muy numerosos según las actividades (grupos dietéticos, de vestuario,
deportivos, intelectuales, geográficos, profe-sionales, etc.).
Los
asientos del tranvía habían sido proyectados para el descanso y para el
ejercicio. Cada persona, siguiendo las órdenes radiodifundidas, se
relajaba científicamente o, según los métodos gy-bio-yo-te (armoniosa
síntesis de todas las técnicas gimnásticas del mundo) recobraban el
domi-nio total de su propio cuerpo. Como cada cual recibía su propio
mensaje, los viajeros no realizaban simultáneamente el mismo ejercicio,
salvo por mera coincidencia, lo que estadísticamente era poco probable.
Pero cu-riosamente, a pesar de que lo que gobernaba la vida de los
hombres estaba dictado por la sabiduría médica y tenía como fin supremo
evitar la muerte, la idea y el miedo de morir no existían en absoluto.
Ya se sabía que to¬do estaba concebido para evitar la enfermedad y la
muerte únicamente. Al postular que la muerte era el mal absoluto y que
no había más muerte que la del cuerpo, la sociedad optimista había
adoptado las medidas convenientes, pero al mismo tiempo había hecho
olvidar para lo que estaban destinadas. Descubrieron que es la vida la
que mata y que para alejar la muerte había que reducir todo lo que no
fuera previsible en la vida y todo lo que hiciera el juego a la muerte:
la aventura, lo imprevisto, las invenciones, los vicios y los placeres.
Para neutralizar el peligro de muerte lo más sencillo era organizar
minuciosamente la vida más neutra posible.
No se moría ya de
enfermedades de origen externo ni de las de origen interno; sólo de
vejez. En efecto, ningún ser organizado puede vivir eternamente sin
escapar, tarde o temprano, al envejecimiento, al desgaste del tiempo. En
este punto fue donde la sociedad optimista tropezó y sufrió su crisis
más grave: si nadie debía morir más que por vejez, ¿qué hacer con los
viejos? Al retrasar el envejecimiento, al enlentecerlo, sólo conseguían
agravar el problema. En principio se había ideado parques de ancianos
donde las personas demasiado gastadas serían reunidas. Se pensaba que de
esta forma sufrirían menos por su decrepitud y no ofenderían la visión
del resto de la gente. Pero el intento fracasó. Separados del mundo los
ancianos eran aún más desgraciados. Aunque no los vieran, existían y los
demás lo sabían. Posteriormente se intentó definir el estado de salud a
partir del cual no se debía seguir viviendo. Se trataba simplemente de
liquidar físicamente a los agotados por la edad. Pero entonces, al
tiempo, reaparecieron el miedo a la vejez y a la muerte. Se acechaban
los signos fatales en uno mismo y en los demás y los difíciles criterios
cambiaban constantemente. ¿En qué basar la decisión? ¿En función del
estado físico mental, en la molestia que suponía para los demás o en el
propio sufrimiento de los ancianos? En una sociedad cuyo fin estaba
expresado por el prefijo «eu» (euforia, eutimia o humor equilibrado y
feliz, eusexualidad, eugenismo), la eutanasia caía por su peso. Sin
embargo todos estos euestados se obtenían por medio de ortoacciones
(ortopedia, ortodoncia, ortofonía, ortopsique, ortoptia, ortosociología)
y en el caso de la eutanasia no había ortomuerte imaginable. Era
arbitraria y resultaba algo chocante. La solución la aportó el ordenador
al que confiaban los problemas de lógica pura. Su veredicto fue claro y
simple: «En lo que respecta a la muerte, sólo el azar es necesario.»
A
partir de ese momento, se decidió que se podía morir a cualquier edad.
Para corregir el efecto en el conjunto de la población, se convino que
la distribución no sería igual en todos los grupos de edad: entre O y 5
años se condenaría a un niño entre 1000; entre 5 y 10 años, uno de cada
800, etc., y así hasta los grupos de edad más avanzada, en los que debía
perecer una tercera parte. En fechas fijadas por el azar, el azar
decidía quién debía morir. La muerte ya no era consecuencia de
enfermedad o degradación. Se había convertido en la diosa imprevisible
que escogía a sus víctimas con su guadaña. Pero a su vez la imprevisión
perdía su horror por no haber sido prevista. Como antes, seguían siendo
víctimas del destino, pero ahora era un destino decidido, y esto lo
cambiaba todo.
El ordenador Balthazar no se había parado aquí. JP 8
que, precisa¬mente, era quien lo servía, sabía que también había
previsto las modalidades de muerte, pero eso era todo. De hecho la gente
sabía que en los días u horas precedentes a su muerte, los condenados
disfrutaban de una felicidad totalmente nueva. Una sensación de
aventura, un sentimiento desconocido (ternura, amor), una necesidad de
placer los invadía y proporcionaba de pronto, un sabor desconocido a su
vida provocando una extraña alegría, como angustiada. Morían sumergidos
en esa extraña felicidad que no podían reconocer como lo que realmente
era, tan peculiar e intransferible que nadie soñaba en participarla a
los demás. Cada uno se llevaba su secreto a la tumba.
La tarde
caía. 1P 8 se acercaba a su casa. El campo le parecía especialmente
bello, y sintió ganas de mordisquear fresas y de cantar. Pensó en AL 2
con ternura. Se sentía inexplicablemente feliz.
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