Según van
pasando los días me voy acostumbrando a la estampa cotidiana de las calles
vacías y ocupadas por las fuerzas de seguridad, que conminan a los escasos viandantes
a justificar la razón de su salida. No puedo evitar mi recuerdo de los
autoritarismos de mis primeros años, en los que la policía desalojaba las
calles y dispersaba a los concentrados. Ahora rememoro mi condición de sujeto
desalojable. Pero lo peor estriba en que la gente ya ha internalizado el miedo,
requiriendo la distancia de seguridad y generando prácticas de habitar la calle
que se organizan en torno a una nueva definición del extraño. El otro
desconocido puede pertenecer a la
categoría demonizada de la fantasmática humanidad de infectados asintomáticos.
El recelo crece por días hasta umbrales no imaginables pocas fechas atrás.
El desalojo
de la calle por el poder somatocrático y sus fuerzas de seguridad se funda en
una falacia coercitiva. Desde las pantallas de televisión se repite
incesantemente el lema de “Quédate en casa”. En todas partes se formula esta
petición en forma amable. Entiendo que es una falacia porque no queda otra
alternativa. Si no obedezco soy interceptado y multado inmisericordemente por
los agentes de la autoridad respaldados por los pobladores de los
balcones-garita que actúan como denunciantes. Esta recomendación es, en
realidad, rigurosamente obligatoria. No hay otra opción. Me molesta mucho que
se solicite mi obediencia alegre, simulando que es una cosa mía.
No, si fuera
por mí daría largos paseos entre los árboles, disfrutando mucho de las luces y
los sonidos de los pájaros, en la convicción de que no contagio ni soy
contagiado en esta fantástica situación. Estoy persuadido de que el
confinamiento tiene efectos negativos para todas mis saludes. Me están robando una primavera, que a mi edad
es mucho hurto. Por esta razón, este autoritarismo risueño activa mi memoria y me
conduce a mi infancia, en la que algunas organizaciones religiosas, así como
estatales, apelaban a esa dicha inducida
por los sacerdotes-pastores, que nos requerían para responder con alegría a las
vicisitudes de aquél encierro, en el que lo verdaderamente recluido era mi
cuerpo. En muchas ocasiones escuché la frase de “quiero gente alegre”.
El estado de
alerta supone una ruptura que ha sido anticipada por la virtualización
creciente de parte de la población. En los últimos años, la gran mayoría de los
caminantes se encontraban recluidos en su mundo virtual, y desconectados del
entorno inmediato. La pugna entre los entornos se resolvía contundentemente a
favor del entorno accesible mediante las máquinas portátiles de comunicación,
que alcanzaban un estatuto sagrado, siendo adoradas por los ocupantes de los
cuerpos desconectados entre sí, en un sistema en el que el tacto había perdido
todas las oportunidades. Ahora se consuma la virtualización total como única
posibilidad de cultivar relaciones. Los cuerpos sospechosos se cruzan retomando
continuamente las distancias y los silencios, rehuyendo incluso las miradas. La
distopía móvil, en la que los cuerpos se desvanecen, se ha consumado en esta
serie de cuarentenas renovables.
Las calles
vaciadas son espacios patrullados en los que cada cual cancela sus sentidos
corporales. Cada trayectoria es supervisada desde las nuevas murallas de la
ciudad, formada por un continuo de balcones-garitas. El encierro acrecienta los
temores colectivos de la peste portada por los extraños. Esta es la base
fisiológica de la incubación de veneno social. Este se expande por la acción
incesante de las pantallas. La sala de estar reelabora esta ponzoña mediante
conversaciones en las que cada cual desata la imaginación y vierte sus
pesadillas mediatizadas. El final de esta cadena de acumulación de tóxicos es
el balcón, devenido en espacio mágico para verter los venenos compartidos. Allí
se visualizan cuerpos en tránsito portadores de la sospecha de ser
incumplidores. El reverso de la expulsión del excedente de toxinas imaginarias
son los aplausos, que significan una conjura contra el desamparo y una
oportunidad para vigilar las garitas próximas.
He visto
alguno de los programas de Ana Rosa, que en su segunda parte pone videos de
incumplidores y donde los tertulianos proporcionan los condimentos de los
venenos, que tratados en las casas terminan en los balcones. Desde siempre me
ha llamado poderosamente la atención los portes personales de los distintos expertos en seguridad de
todas las cadenas. Periodistas cultivados en el morbo de las tragedias, presentadores
curtidos en el misterio del mal, policías especializados en formatos
mediáticos, gentes del mercado de la seguridad, y, sobre todo psicólogos y
psiquiatras que me remiten imaginariamente a la santa inquisición, que
desapareció dejando la herencia de sus supuestos, métodos y escenificaciones.
Todos ellos concurren en torno a la idea de que el mal está ahí mismo, y que es
menester estar alerta para descubrirlo y extirparlo.
Los medios
se engrandecen mediante la explotación del miedo y la inseguridad,
contribuyendo así a una estrategia de disuasión civil. Es curioso que en los
grandes acontecimientos vinculados a la seguridad, los medios generan unos
climas emocionales en los que es imposible la pluralidad. Desmarcarse de este
climax tórrido es quimérico. Siempre me he sentido a disgusto cuando vivo un
acontecimiento mediante el que soy convocado a alinearme sin matices. En esta
ocasión, la presión del conglomerado mediático es insoportable. Supone el
principio de la espiral que termina en los balcones representando el
espectáculo de la unanimidad.
Pero lo más
novedoso de las calles desalojadas es la alteración de su ecosistema, en cuanto
que cambian los colectivos que las habitan transitoriamente. El aspecto
principal es la mutación de la mendicidad. Los mendigos convencionales,
arraigados en las puertas de los supermercados, han desaparecido súbitamente
desde el primer día. Su vulnerabilidad ante las patrullas de la policía -ahora superempoderadas- les ha obligado a
relegarse a sus habitáculos en la ciudad sumergida. Son una de las víctimas más
manifiestas del estado de alerta. Entre ellos había algunos extranjeros,
condición que tiene un efecto multiplicador de su estigma. Pero alguno de los
locales resistió algunos días, siendo increpado por los temerosos compradores
en la convicción de que sus condiciones sociales lo determinaban como un agente
infeccioso. En un supermercado asistí a protestas subidas de tono ante los
empleados, que lamentaban no poder hacer nada, en tanto que estaba en la calle,
fuera de su jurisdicción. Finalmente,
el último mohicano desapareció en lo
que hoy es más que nunca, la jungla de asfalto.
En la última
semana, empiezan a comparecer en la calle personas portadoras de los atributos
y las marcas de la nueva pobreza, determinada por el colapso del sistema
productivo que acompaña al apocalipsis viral. Se trata de distintas personas
que pupulan en los espacios formados por los ángulos ciegos de los patrulleros
y vigilantes de las garitas, solicitando una ayuda ante su situación imposible.
He tenido cuatro encuentros que me han conmovido profundamente. Estas gentes se
van a multiplicar según se vaya produciendo lo que los gestores somatocráticos
de poblaciones llaman “la desescalada” del confinamiento. Se trata de distintos
tipos de personas ubicadas en actividades económicas determinadas por la baja
productividad, que el cese temporal del estado de alerta ha significado su
certificado de muerte definitivo. También de actividades de lo que se entiende
como economía informal o mercado de trabajo coaccionado. Volveré a esta
cuestión.
El primer
acontecimiento que he presenciado en un supermercado asentado en una zona de
clase media acomodada. Cumpliendo estrictamente las instrucciones emanadas del
dispositivo epidemiológico-policial, nos encontrábamos alineados en una fila en
espera de turno para entrar. La fila es la configuración espacial propia de las
organizaciones disciplinarias. Siempre que he accedido como analista a un
fenómeno social u organización, he priorizado las formas de contigüidad y
alineamiento de los cuerpos. Cuando esta era filas y columnas, ya estaba
delimitada toda la observación en torno a este dato esencial. En esta nueva
fila, cada persona vigilaba procelosamente que la distancia con el extraño
anterior y el sospechoso posterior fuera la adecuada. En la puerta se encontraba
un chico joven, bien vestido, enmascarado y portador de buenos modales. Supongo
que era una persona que se ha quedado atrapada por la congelación de la
movilidad y se encuentra en una situación crítica.
Cuando
entraban las primeras personas y se renovaba la fila, saludaba y solicitaba una
ayuda, aludiendo a su difícil situación. Hablaba muy bien, con un tono de voz
adecuado y guardando una distancia prudencial, en tanto que no acosaba a los
ocupantes de la fila. Sus palabras eran austeras y respetuosas. Entonces, un
señor con un porte elegante, le dijo en un tono fuerte “Toma una moneda pero no
te acerques, que hay que mantener la distancia”. Les separaba una distancia de
más de dos metros. Le tiró la moneda, de modo que el chico tuvo que emular a Ter
Stegen y cogerla al vuelo. Lo consiguió, pero en el caso de que hubiera caído y
rodado, el beneficiario tendría que haberla seguido por los suelos. No sé bien
cómo expresarlo, pero lo viví como una humillación superlativa, como un acto
premonitorio del tiempo de postconfinamiento.
Otro
episodio fue un encuentro cara a cara con un hombre joven. Iba bien vestido y manifestaba
buena educación. Me paró y me solicitó que le ayudase porque se encontraba en
una situación desesperada. Me pidió que le comprase comida o le diese algún
dinero. Lo hizo sobria y prudencialmente. Pero lo peor era como acusaba el
dolor contenido por su situación. Los mendigos tradicionales han metabolizado
el dolor y su subjetividad se ha adecuado a su tragedia personal permanente. Pero
este hombre, expresaba un dolor indescriptible y una vergüenza mayúscula,
correspondiente a un novel. Tuvimos una conversación corta en la que me dijo
que no descartaba encontrar en este barrio alguna persona que lo ayudase
generosamente. Su condición de neófito de la dádiva le alejaba del modelo de “moneda
a moneda” de los habituales. Desde entonces me he desconectado totalmente de la
televisión, porque cada vez que veo a sus muñecos triunfalistas y simplones,
con sus retóricas vacías, me vienen a la cabeza los encuentros con los nuevos
pobres y sus dolores demoledores.
Pero el
encuentro que más impacto ha causado en mi persona fue con una mujer
latinoamericana de mediana edad. Su historia registra las marcas de la época
con una nitidez prístina. Un matrimonio siendo casi niña, violencias múltiples
y desventajas sociales terminaron por desplazarla a la metrópolis madrileña. Tres
años cuidando a un anciano seis días y medio a la semana. Tras la muerte de
este varias casas cuidando esporádicamente niños y viejos. En todas terminó
tras dramáticos “cara a cara”. Lo peor de la historia es ser despedida tras un
tiempo en el que la relación con los niños había generado afecto mutuo. Así se
va consolidando su espiral de dolor. El confinamiento le deja confinada en una
habitación en una casa donde convive con distintas personas en un clima pésimo.
Y sin ningún recurso, ninguno. Su aflicción la empujaba a la calle en busca de
un milagro que aliviase su situación. Esta persona era consciente de que su
estatuto social era exterior a cualquier grupo de interés, pertenecía a la
nada, a un espectro que no comparece en los discursos políticos, mediáticos o
sindicales. Su dolor sobrio, profundo y contenido me impresionó mucho.
Volveré a
las calles vacías, en las que, tras su aparente ausencia de vida, se encuentran
pobladas por distintos fantasmas que las recorren y habitan, a veces abiertos, y ocultándose en otras ocasiones. Para tan poca densidad de cuerpos circulantes, demasiadas tragedias que trascienden lo individual.
¿Podría ser que este confinamiento indefinido modulara también los dispositivos tecnológicos en la medida que estos siempre han dependido del movimiento del consumo, puesto ahora en cuarentena también?
ResponderEliminarLee uno la prensa y el diagnóstico parece claro: el confinamiento se mantiene no por la peligrosidad del virus sino porque no tenemos medios para tratar a los enfermos. De hecho, los mismos k habían de mantener el confinamiento ya empiezan a hablar de despedir a los profesionales sanitarios contratados de urgencia. A partir de este diagnóstico k cada uno saque sus conclusiones. Yo tengo la sensación de k me están engañando.
ResponderEliminarRespondiendo a Anónimo: El confinamiento no es definitivo, es intermitente, y su fase actual es la preparación de un control del espacio público, que implica un sistema de vetos y exclusiones para determinados grupos, así como la consagración del papel rector de la policía. Las tecnologías de la comunicación privilegian su función de control y vigilancia en esta somatocracia. El consumo volverá a ocupar su función, aunque subordinado a la función central de control y vigilancia de la población.
ResponderEliminarContestando a Domingo: El virus es muy peligroso y tiene consecuencias fatales sobre la mortalidad. Lo que es discutible es la respuesta que se basa en la estrategia del confinamiento total. Esta está mostrando su eficacia menguada frente a otras estrategias menos severas seguidas en otros países.
Pero el confinamiento se emancipa de sus finalidades sanitarias y funda una nueva era de control de la población. En este sentido, el desescalamiento va a ser un sistema de controles, limitaciones, barreras y sanciones a distintos grupos sociales. El virus ha reforzado el poder de una forma inusitada e inimaginable tan solo hace varias semanas. La policía tiene unas competencias omnímodas y los enfermos y los mayores somos despojados de una parte esencial de nuestros derechos y libertades.
Nos encontramos en una nueva situación inédita de somatocracia.