La casta es
un concepto que no ha dejado de reafirmarse y crecer contra todo pronóstico en
los últimos años. Lo más característico de esta época convulsa, es,
precisamente, la multiplicación de las castas, que terminan por reapropiarse
del estado, el mercado y de los medios. Se puede afirmar que el final del siglo
XX, y el siglo XXI en particular, es el tiempo de la expansión de las castas,
generando así una sociedad que se puede definir por la centralidad e interdependencia
de estas. Todos los espacios institucionales y profesionales son el punto de
anclaje de las castas.
Una casta es
un grupo cerrado, en la que el acceso se encuentra controlado por los miembros
de la misma, y que detenta algún privilegio. Muchas de ellas desempeñan
múltiples funciones y adquieren así distintos perfiles. Pero el rasgo esencial
de estas, radica en su capacidad para leer selectivamente las realidades,
estableciendo una selección rigurosa de contenidos y de valoraciones que
cristalizan en un esquema referencial compartido, que actúa a modo de frontera
con el exterior. Este atributo las configura como grupos dotados de una visión
singular de la realidad, que se manifiesta en una variedad de códigos,
preceptos, rituales y lenguajes. Las fronteras que separan las castas de la sociedad son, principalmente,
culturales, que cristalizan en barreras infranqueables.
Las castas
existen en un entorno hipermediatizado, en el que los medios de comunicación y las
redes sociales configuran el esqueleto de las sociedades postmediáticas. En
este universo, las castas acceden a posiciones centrales de este ecosistema de
comunicaciones, multiplicando su hipervisibilidad. En este universo, las castas
adquieren un estatuto de divinidades, en tanto que sus discursos y rituales son
aceptados por los espectadores, aún a pesar de que su baja inteligibilidad.
Pero, aún y así, las gentes comunes hacen suyos sus lenguajes y sus rituales.
El esoterismo adquiere su máxima intensidad en las sociedades avanzadas de nuestros días, capitaneadas por los nuevos
hechiceros investidos como expertos.
Las viejas
castas aristocráticas, industriales y financieras siguen existiendo y
desempeñando un papel esencial, mediante su reconversión permanente. Pero, en
los últimos años, se ha reconfigurado una nueva casta política. Las
instituciones parlamentarias y de gobierno han experimentado una mutación muy
considerable, configurándose como un campo social dotado de una nueva autonomía.
Este ha sido el fundamento de la constitución de una nueva casta política,
sustentada en los expertos politólogos y los operadores mediáticos. Estos han
puesto en el escaparate toda una serie de saberes sobre las elecciones, los
electores, las prácticas parlamentarias y de gobierno y su gestión audiovisual.
La política deviene en un mercado político y electoral rigurosamente
mediatizado.
La situación
sociohistórica actual se puede sintetizar en la ascensión prodigiosa del
mercado, que reconfigura todas las instituciones sociales. En lo que se refiere
al estado, la nueva situación implica un cambio radical. Gobernar significa
monopolizar las relaciones entre el estado y el tejido de instituciones y
organizaciones, así como el intercambio con las empresas. La alteración de la
función de gobierno implica su reverso, que radica en la desvalorización de la
oposición, deprivada de recursos para intercambiar con la red social
interorganizativa. El resultado es la revalorización de la victoria en las
elecciones, que reporta un locus sobre el que se realizan los trueques
múltiples, que conforman el inmenso capital político asociado a esta posición.
El efecto de
esta mutación de la forma de gobierno fundamenta el proceso constituyente de la
nueva casta política, formada por los propios políticos, los expertos y los
periodistas especializados, que instituye la política como una serie sin fin de
jugadas con efectos en la audiencia-electorado, con el fin de conservar o ganar
el gobierno. La especialización en esa función es exigente, en tanto que el
tiempo de acción-respuesta es extremadamente veloz. Así se disuelven las viejas
competencias de los políticos, concentradas en la elaboración de programas y
conducción de las instituciones. Todo se traduce a un tráfico intenso de
imágenes y creación de estados de opinión.
La
consecuencia más paradójica de la nueva casta política es que su rigurosa
hiperespecialización en el mercado audiovisual electoral, y en las exigencias
del tiempo acelerado de este, disminuye sus capacidades en las competencias
convencionales de gobierno. Así, estas son delegadas a distintas experticias,
que ocupan un papel preeminente. En general, estos colectivos de expertos,
constituyen castas específicas. El tiempo del presente es aquél que puede ser
definido como el de la circulación de las castas, que se suceden en los atriles
de las instituciones y los platós de televisión según la relevancia del asunto
para el que son requeridos.
Esta
situación de multiplicación y circulación de castas expertas, ha llegado a
límites insoportables. Todas las cuestiones son remitidas a los expertos
providenciales, que representan el papel de las viejas instituciones religiosas
y de hechicerías múltiples. El Covid-19 ha propiciado una situación crítica, en
la que su interpretación y respuestas se desplazan a un tipo determinado de
expertos. Estos son los epidemiólogos, los salubristas, los especialistas en
emergencias y los intensivistas. Las decisiones y las puestas en escena de las
autoridades, se hacen invocando y atribuyendo la responsabilidad sin límites a
estos expertos providenciales.
El Covid-19
representa una oportunidad formidable para los profesionales salubristas y
otros expertos en la gestión de poblaciones. En el contexto de la circulación
de las castas, recogen el testigo de un gobierno huérfano de cualquier proyecto
que no sea conservar este. Para las demás cuestiones, cede su púlpito mediático
a los portadores de evidencia científica. Las últimas semanas han visibilizado
la subida a los cielos de Fernando Simón y la epidemiología, que salen de su
gueto profesional para ubicarse en la cima del estado mediatizado. Esta
posición privilegiada conlleva la divinización como hechicero por parte de los
seguidores del gobierno, así como la demonización sin piedad de la famélica
oposición, afectada por el síndrome de la insignificancia. Así se cumple el
precepto de que todo acontecimiento es inmediatamente traducido a la contienda
eterna por el gobierno. Y también explica elocuentemente la baja eficacia, así
como el fracaso de las soluciones y las propuestas.
Los
epidemiólogos detentan unos saberes y métodos que los equiparan a lo que desde
siempre he denominado como las ciencias del censo. Este sería el documento
universal que concita todos los saberes sobre la población, que se forja como
un constructo totalizador, que porta todos los atributos de lo social. La
población deviene en una entidad que es manipulable por parte de las
autoridades, que pueden clasificarla según un número de atributos establecidos.
En este contexto de divinización de la población, las personas representan
fracciones infinitesimales del valor de una acción. Todos somos convertidos en
numeradores.
La
epidemiología se sustenta en la salud de la población. Su finalidad radica en
intervenir de modo que se minimicen los efectos negativos de las enfermedades y
se incremente la fracción de la población considerada sana. Todos sus conceptos
resultan de operaciones de medición, sobre la que se construyen conceptos,
modelos y comparaciones. Lo no medible o cuantificable es excluido
integralmente. La vida es reducida drásticamente a la ausencia de enfermedad o
control de esta por parte del sistema sanitario. El resultado es que los seres
humanos somos reducidos a portadores de atributos sobre los que se interviene
mediante automatismos.
En estas
condiciones de apocalipsis viral, la epidemiología es utilizada como la
herramienta idónea para enderezar una situación que afecta a la población. La
intervención sustentada en criterios epidemiológicos entiende la población como
un conjunto molecular, desperdigado, volátil, cuyo valor radica en las
propiedades del colectivo. Así se construye una perspectiva autoritaria, en la
que las medidas adoptadas se imponen coercitivamente en esta forma de gobierno
de los cuerpos-molécula y almas mediatizadas. La vida diaria, es reducida a la
ejecución de varias funciones que se sobreentienden como automatizadas.
En una
situación como esta, en la que el salubrismo epidemiológico se instala en la
cúspide del estado, este puede imponer su perspectiva sesgada con respecto a su
gran ángulo ciego: la vida diaria. Esta es reducida a varias dimensiones
exentas de misterio. Los seres humanos son constituidos como cuerpos portadores
de variables y seres ejecutores de pautas homologadas. Pero la vida es otra
cosa que se ubica más allá de las funciones vitales. Ciertamente, la vida es
exuberante e implica la expansión de los riesgos. Pero ninguna epidemiología de
estado puede pilotar las vidas de entidades que trascienden lo biológico y lo automático.
El misterio de la vida es precisamente la capacidad de sentir, vibrar, hacer,
imaginar, así como otras prácticas que trascienden la racionalización total
instituida por los gestores de la salud de las poblaciones.
La llegada
de la fase del desescalamiento significa la comparecencia de la vida, ahora
sumergida en los domicilios. Las calles son el espacio de múltiples relaciones
y prácticas sociales, que parece imposible contar, medir y definir con la
precisión de la biología. Así se va a evidenciar el sesgo mayúsculo de las
autoridades epidemiológicas, convertidas en una casta experta de estado. Una
salida, una hora, un kilómetro, dos metros y medio de distancia…Así, el primer
día de salida de los niños fue inevitablemente una explosión festiva, concepto
extraño al imaginario profesional de las distintas disciplinas erigidas sobre
las sagradas escrituras del censo. Para estos, supongo que festivo significa
descansar. El abismo se hace patente, porque la vida no tiene medidas.
No discuto
que es menester adecuar la vida a las precauciones imperativas determinadas por
la expansión del virus. Pero esto exige otra perspectiva más flexible que sea
compatible con la plenitud de vivir, que es otra cosa que satisfacer las
necesidades biológicas. En esta, se pueden asumir mejor las limitaciones impuestas por el virus, así como esquivar las impuestas por la perspectiva de los registradores de actos automáticos. Cada uno de nosotros somos algo más que el conjunto de
variables mediante las que somos clasificados en paquetes por los gestores de
poblaciones. La vida desborda el esquema referencial de cualquier casta, por
ilustre que esta sea.
Por esto propongo que el comité de expertos en el que se tiene que referenciar el gobierno para regular el desconfinamiento esté compuesto por poetas, escritores, músicos y gentes de todas las clases de artes. Es innegociable la presencia de Fernando Trueba y Concha Buika, e imprescindible el homenaje a Berlanga y Camarón.
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