lunes, 16 de marzo de 2020

ESTADO DE ALARMA: OJOS QUE NO VEN, CORAZÓN QUE NO SIENTE




Una de los efectos más relevantes que produce la crisis del coronavirus, y  la respuesta que suscita mediante el decreto de estado de alarma, es el refuerzo del concepto tecnocrático de población, a la que se dirigen los discursos y las acciones de las autoridades. Esta es entendida como un constructo homogéneo, compuesto por unidades rigurosamente iguales e intercambiables. De esta forma, las comunicaciones públicas se dirigen a todos sin excepción. Pero lo cierto es que los discursos universalistas de las autoridades se contraponen con la multiplicación de situaciones de fragilidad, que se encuentran sancionadas por la lógica imperante en la sociedad del presente, que se caracteriza por ser rigurosamente dual.

Las comunicaciones y las prescripciones tienen como destinatarios a lo que denominan como “ciudadanos”, sin distinguir las condiciones sociales en las que viven sus vidas. Así se refuerza el concepto de las personas como equivalentes a ítems, que pueden ser ubicados en una escala simple, de modo que permiten su recombinación y clasificación en paquetes homogéneos. Pero lo cierto es que existen múltiples mundos sociales, formados por la interacción de quienes los habitan, y que construyen el sentido de las situaciones y las acciones. De esta diversidad resulta una desigualdad manifiesta, que se asienta en las vidas, tanto en sus representaciones sociales como en sus prácticas cotidianas.

Las comunicaciones públicas dirigidas a los portadores de datos cuantificables, no distinguen entre la gran heterogeneidad económica, social y cultural, generando un sesgo de gran envergadura. Así, las autoridades hablan solo para lo que se sobreentiende como clases medias y altas, marginando a numerosas categorías de población que no se encuentran en esa situación social. La prescripción universal de confinamiento doméstico tiene efectos manifiestamente diferentes, según la composición humana y las características de la vivienda, así como la de los recursos disponibles de sus moradores. La abundancia de espacio y recursos para los mejor dotados, contrasta con el hacinamiento y los déficits de los peor dotados.

Durante más de treinta años he impartido clases de sociología de la salud a médicos, enfermeras y personal sanitario. Una de las dificultades insalvables para la gran mayoría de los formateados en estas disciplinas unificadas por la biología, radica en la construcción de una cultura universalista, en la que los pacientes son rigurosamente iguales, aún a pesar de ser portadores de características inscritas en una escala numérica. Así, cada cual tiene una edad, una profesión, una educación o unos ingresos diferenciales. Pero se supone que estos no afectan decisivamente a los comportamientos ni a la comunicación. Me gusta denominar a este gran sesgo como el de los pacientes-ítem.

Esta cultura profesional implica una gran homologación de las personas, a las que se trata mediante comunicaciones y recomendaciones unificadas. Así, se sobreentiende que las personas son independientes de sus propias condiciones sociales y de sus mundos sociales específicos. Sin embargo, la heterogeneidad se hace patente mediante un distanciamiento de aquellos que no son reconocidos en su especificidad y son homologados en los menús asistenciales únicos. La atención sanitaria no es sensible a los efectos de la gran desestructuración social que se produce tras la desindustrialización, y en la que numerosas categorías de población se ubican por debajo de la férrea barrera que separa a las nuevas clases sociales. Todos son considerados de facto como clase media.

Pero lo que se entiende como clase media, no es solo una posición social, sino el modo de vivenciar y conocer asociado a sus condiciones. Los comportamientos sociales son una invención que siempre es congruente con las condiciones sociales del contexto en que tiene lugar. El fértil concepto de hábitus de Bourdieu representa elocuentemente el vínculo entre la subjetividad y las condiciones. Así, la gente ubicada en posiciones sociales de clase media desarrolla unos hábitus que conforman su disciplina en los comportamientos y su orientación al futuro. Todo ello cristaliza en un modelo cultural, que, tanto desde la educación o la atención a la salud, es sancionado como modelo único, que se impone a los ocupantes de otras posiciones sociales caracterizadas por condiciones muy diferentes.

Esta colonización de la clase media, genera desencuentros que se expresan de muy diferentes formas en la atención a la salud. Como en todos los procesos de colonización, son los colonizados los que terminan por aprender a manejar las situaciones mediante la simulación de consenso. El término que siempre he utilizado para describir a ese vasto y heterogéneo conjunto de posiciones sociales remite al concepto de desventaja social. Así, distintos segmentos de población inventan la forma de vivenciar sus desventajas para adaptarse a las instituciones, transaccionando con los agentes institucionales dotados de distintos grados de ceguera. En la atención a distintos problemas de salud, se pueden identificar tensiones que se relacionan con esta colonización incompleta de la reconversión de todos a la moneda única de clase media.

La verdad es que me he retirado tras tantos años, con una sensación de manifiesto fracaso. En tanto que muchos elogiaban las clases y afirmaban que era una perspectiva enriquecedora, se evidenciaba que seguían funcionando con el esquema de que una persona es independiente de sus condiciones sociales, y de que estas se pueden representar en tres o cuatro variables susceptibles de ser cuantificadas. Desde esta perspectiva, es imposible escuchar o entender a una parte cuantiosa de las sociedades contemporáneas. La incomprensión siempre termina por solidificarse en barreras de gran calado, que dan lugar inevitablemente a la descalificación mutua. A pesar del aparente consenso, en la asistencia sanitaria subyacen múltiples desencuentros.

En estos días agitados por el gran encierro del estado de alarma, la comunicación de las autoridades está reproduciendo a gran escala la cuestión suscitada hasta aquí. Los epidemiólogos y otros expertos de guardia, emiten discursos muy agresivos y desconsiderados con las poblaciones en desventaja. Estas son ignoradas en su integridad, en tanto que no se consideran sus condiciones. Quedarse en casa es una opción aceptable para quienes tienen casas espaciosas, bien dotadas y con recursos adicionales para sostener una cuarentena. Pero son muchos los que viven en pisos pequeños, en los que el número de personas y su diversidad hacen la convivencia problemática.

Las situaciones de quienes viven en la calle han sido suscitadas, pero todavía son muchos más los que se encuentran en situaciones casi imposibles. El próspero mercado del alquiler ha generado nuevas tipologías de inquilinos en situaciones insostenibles. Sin ánimo de inventariarlas se puede apuntar a pisos compartidos por más de una familia; los compartidos por una familia extensa; aquellos compartidos por distintas gentes sin relación alguna. En los últimos años se han configurado tránsitos de un contingente social cada vez más numeroso, que es el de los inquilinos nómadas, que viven en habitaciones compartidas con otras personas ajenas. Estos son los precarizados que compatibilizan trabajos parciales, actividades de formación y búsqueda de empleo. Estos retornan a la casa solo para pernoctar. Imagino a los que han quedado atrapados por el encierro.

No, todo este contingente social se encuentra ausente en los discursos universalistas del gobierno, que presuponen que todos tenemos un piso, una familia y un trabajo estable. Los inquilinos nómadas están vinculados con el ejército de reserva de los cuidados mercantilizados. Todas estas categorías de población precarizada, que trabaja por “peonadas”, queda encerrada y desamparada, en tanto que carece de recursos para soportar un tiempo de cancelación de las actividades con las que sobrevive. En estos días se multiplican las situaciones de carencia y necesidad. Esta población se encuentra en tránsito desde el confinamiento al enterramiento. En unas semanas pueden emerger distintas clases de dramas vinculados con la escasez.

El estado de alarma va a generar muchas clases de víctimas invisibilizadas por el poder somatocratizado y los medios de comunicación que experimentan un salto en sus audiencias. Por esta razón, la única palabra a la que se puede recurrir en rigor para definir a las autoridades “tuertas” es la de brutos e insensibles. No se puede recomendar el teletrabajo como alternativa para todos, eso es un verdadero delirio que excluye a los múltiples integrantes del mercado de trabajo coaccionado. Los sin contrato, o con unos contratos que van más allá de lo que se entiende como basura.

El terrible impacto económico de esta crisis va a generar situaciones de vulnerabilidad y fragilidad de alta intensidad. Los despedidos de la hostelería, los precarizados, el nuevo proletariado cognitivo de contratos débiles, los ocupados de los cuidados semimercantilizados. Todos ellos son ignorados por las autoridades brutas, que ni siquiera realizan un gesto de reconocimiento de estas poblaciones. Proceden a elaborar una agresiva versión de la sociología de las ausencias y las presencias. La economía y la población, en su totalidad mística, son sus referentes y las poblaciones en desventaja desaparecen en un milagro de la magia política. Su invisibilización hace pertinente el viejo refrán de “ojos que no ven, corazón que no siente”.

Pronto volveré con este tema.


1 comentario:

  1. Recuerdo aquel viejo adagio: “No hay enfermedades, hay personas enfermas”. Gracias por sus interesantes análisis, que nos hacen tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto.

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