Una de los efectos
más relevantes que produce la crisis del coronavirus, y la respuesta que suscita mediante el decreto
de estado de alarma, es el refuerzo del concepto tecnocrático de población, a
la que se dirigen los discursos y las acciones de las autoridades. Esta es
entendida como un constructo homogéneo, compuesto por unidades rigurosamente
iguales e intercambiables. De esta forma, las comunicaciones públicas se
dirigen a todos sin excepción. Pero lo cierto es que los discursos
universalistas de las autoridades se contraponen con la multiplicación de
situaciones de fragilidad, que se encuentran sancionadas por la lógica
imperante en la sociedad del presente, que se caracteriza por ser rigurosamente
dual.
Las
comunicaciones y las prescripciones tienen como destinatarios a lo que
denominan como “ciudadanos”, sin distinguir las condiciones sociales en las que
viven sus vidas. Así se refuerza el concepto de las personas como equivalentes
a ítems, que pueden ser ubicados en una escala simple, de modo que permiten su
recombinación y clasificación en paquetes homogéneos. Pero lo cierto es que
existen múltiples mundos sociales, formados por la interacción de quienes los
habitan, y que construyen el sentido de las situaciones y las acciones. De esta
diversidad resulta una desigualdad manifiesta, que se asienta en las vidas,
tanto en sus representaciones sociales como en sus prácticas cotidianas.
Las
comunicaciones públicas dirigidas a los portadores de datos cuantificables, no
distinguen entre la gran heterogeneidad económica, social y cultural, generando
un sesgo de gran envergadura. Así, las autoridades hablan solo para lo que se
sobreentiende como clases medias y altas, marginando a numerosas categorías de
población que no se encuentran en esa situación social. La prescripción
universal de confinamiento doméstico tiene efectos manifiestamente diferentes,
según la composición humana y las características de la vivienda, así como la
de los recursos disponibles de sus moradores. La abundancia de espacio y
recursos para los mejor dotados, contrasta con el hacinamiento y los déficits
de los peor dotados.
Durante más
de treinta años he impartido clases de sociología de la salud a médicos,
enfermeras y personal sanitario. Una de las dificultades insalvables para la
gran mayoría de los formateados en estas disciplinas unificadas por la
biología, radica en la construcción de una cultura universalista, en la que los
pacientes son rigurosamente iguales, aún a pesar de ser portadores de
características inscritas en una escala numérica. Así, cada cual tiene una
edad, una profesión, una educación o unos ingresos diferenciales. Pero se
supone que estos no afectan decisivamente a los comportamientos ni a la
comunicación. Me gusta denominar a este gran sesgo como el de los
pacientes-ítem.
Esta cultura
profesional implica una gran homologación de las personas, a las que se trata
mediante comunicaciones y recomendaciones unificadas. Así, se sobreentiende que
las personas son independientes de sus propias condiciones sociales y de sus
mundos sociales específicos. Sin embargo, la heterogeneidad se hace patente
mediante un distanciamiento de aquellos que no son reconocidos en su
especificidad y son homologados en los menús asistenciales únicos. La atención
sanitaria no es sensible a los efectos de la gran desestructuración social que
se produce tras la desindustrialización, y en la que numerosas categorías de
población se ubican por debajo de la férrea barrera que separa a las nuevas
clases sociales. Todos son considerados de facto como clase media.
Pero lo que
se entiende como clase media, no es solo una posición social, sino el modo de
vivenciar y conocer asociado a sus condiciones. Los comportamientos sociales
son una invención que siempre es congruente con las condiciones sociales del
contexto en que tiene lugar. El fértil concepto de hábitus de Bourdieu
representa elocuentemente el vínculo entre la subjetividad y las condiciones. Así,
la gente ubicada en posiciones sociales de clase media desarrolla unos hábitus
que conforman su disciplina en los comportamientos y su orientación al futuro.
Todo ello cristaliza en un modelo cultural, que, tanto desde la educación o la
atención a la salud, es sancionado como modelo único, que se impone a los
ocupantes de otras posiciones sociales caracterizadas por condiciones muy
diferentes.
Esta
colonización de la clase media, genera desencuentros que se expresan de muy
diferentes formas en la atención a la salud. Como en todos los procesos de colonización,
son los colonizados los que terminan por aprender a manejar las situaciones
mediante la simulación de consenso. El término que siempre he utilizado para
describir a ese vasto y heterogéneo conjunto de posiciones sociales remite al
concepto de desventaja social. Así, distintos segmentos de población inventan
la forma de vivenciar sus desventajas para adaptarse a las instituciones,
transaccionando con los agentes institucionales dotados de distintos grados de
ceguera. En la atención a distintos problemas de salud, se pueden identificar
tensiones que se relacionan con esta colonización incompleta de la reconversión
de todos a la moneda única de clase media.
La verdad es
que me he retirado tras tantos años, con una sensación de manifiesto fracaso. En
tanto que muchos elogiaban las clases y afirmaban que era una perspectiva
enriquecedora, se evidenciaba que seguían funcionando con el esquema de que una
persona es independiente de sus condiciones sociales, y de que estas se pueden
representar en tres o cuatro variables susceptibles de ser cuantificadas. Desde
esta perspectiva, es imposible escuchar o entender a una parte cuantiosa de las
sociedades contemporáneas. La incomprensión siempre termina por solidificarse
en barreras de gran calado, que dan lugar inevitablemente a la descalificación
mutua. A pesar del aparente consenso, en la asistencia sanitaria subyacen
múltiples desencuentros.
En estos
días agitados por el gran encierro del estado de alarma, la comunicación de las
autoridades está reproduciendo a gran escala la cuestión suscitada hasta aquí.
Los epidemiólogos y otros expertos de guardia, emiten discursos muy agresivos y
desconsiderados con las poblaciones en desventaja. Estas son ignoradas en su
integridad, en tanto que no se consideran sus condiciones. Quedarse en casa es
una opción aceptable para quienes tienen casas espaciosas, bien dotadas y con
recursos adicionales para sostener una cuarentena. Pero son muchos los que
viven en pisos pequeños, en los que el número de personas y su diversidad hacen
la convivencia problemática.
Las
situaciones de quienes viven en la calle han sido suscitadas, pero todavía son
muchos más los que se encuentran en situaciones casi imposibles. El próspero
mercado del alquiler ha generado nuevas tipologías de inquilinos en situaciones
insostenibles. Sin ánimo de inventariarlas se puede apuntar a pisos compartidos
por más de una familia; los compartidos por una familia extensa; aquellos
compartidos por distintas gentes sin relación alguna. En los últimos años se han
configurado tránsitos de un contingente social cada vez más numeroso, que es el
de los inquilinos nómadas, que viven en habitaciones compartidas con otras
personas ajenas. Estos son los precarizados que compatibilizan trabajos
parciales, actividades de formación y búsqueda de empleo. Estos retornan a la
casa solo para pernoctar. Imagino a los que han quedado atrapados por el
encierro.
No, todo
este contingente social se encuentra ausente en los discursos universalistas
del gobierno, que presuponen que todos tenemos un piso, una familia y un
trabajo estable. Los inquilinos nómadas están vinculados con el ejército de
reserva de los cuidados mercantilizados. Todas estas categorías de población
precarizada, que trabaja por “peonadas”, queda encerrada y desamparada, en
tanto que carece de recursos para soportar un tiempo de cancelación de las
actividades con las que sobrevive. En estos días se multiplican las situaciones
de carencia y necesidad. Esta población se encuentra en tránsito desde el
confinamiento al enterramiento. En unas semanas pueden emerger distintas clases
de dramas vinculados con la escasez.
El estado de
alarma va a generar muchas clases de víctimas invisibilizadas por el poder
somatocratizado y los medios de comunicación que experimentan un salto en sus
audiencias. Por esta razón, la única palabra a la que se puede recurrir en
rigor para definir a las autoridades “tuertas” es la de brutos e insensibles.
No se puede recomendar el teletrabajo como alternativa para todos, eso es un
verdadero delirio que excluye a los múltiples integrantes del mercado de
trabajo coaccionado. Los sin contrato, o con unos contratos que van más allá de
lo que se entiende como basura.
El terrible
impacto económico de esta crisis va a generar situaciones de vulnerabilidad y
fragilidad de alta intensidad. Los despedidos de la hostelería, los
precarizados, el nuevo proletariado cognitivo de contratos débiles, los
ocupados de los cuidados semimercantilizados. Todos ellos son ignorados por las
autoridades brutas, que ni siquiera realizan un gesto de reconocimiento de
estas poblaciones. Proceden a elaborar una agresiva versión de la sociología de
las ausencias y las presencias. La economía y la población, en su totalidad
mística, son sus referentes y las poblaciones en desventaja desaparecen en un
milagro de la magia política. Su invisibilización hace pertinente el viejo
refrán de “ojos que no ven, corazón que no siente”.
Pronto
volveré con este tema.
1 comentario:
Recuerdo aquel viejo adagio: “No hay enfermedades, hay personas enfermas”. Gracias por sus interesantes análisis, que nos hacen tener los ojos abiertos y el corazón dispuesto.
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