En tanto que
el sistema sanitario público se encuentra colapsado, crecen los mercados
subsidiarios y complementarios que se nutren de sus carencias. Hoy mismo, el
periodista Alberto Pérez Giménez informa en el diario El Confidencial, de que
uno de los principales laboratorios, Megalab, realiza test en su sede por 140
euros, y en los domicilios de los clientes por 170. El test deviene en un privilegio que se puede
comprar, en tanto que en la pública es una quimera. El mercado se sobrepone
majestuosamente sobre el estado subalterno, tal y como ocurre habitualmente,
pero en este tiempo aumentado por la gran reestructuración neoliberal.
He estado
presente casi cuarenta años en el sistema público como sociólogo de guardia. Mi
ángulo de observación ha sido privilegiado. Puedo afirmar que el mercado
sanitario privado tiene algunos de los atributos divinos: está en todas las
partes, y, al mismo tiempo, es invisible. Nadie alude a él, es innombrable.
Detenta la propiedad de no ser sujeto de enunciación. En una situación de
colapso y confinamiento de la población, que tiene como consecuencia el
refuerzo de la mediatización, se empiezan a evidenciar los primeros negocios
fundamentados en la escasez de bienes sanitarios. Pero los verdaderos
gobernantes, que son los comunicadores audiovisuales, instituyen un estado
comunicativo de tinieblas, protegiendo estos venturosos negocios. No hay una
sola voz que aluda a los mismos, que adquieren el estatuto de invisibilidad.
En tanto que
se despliegan las fuerzas de seguridad y las fuerzas armadas para controlar el
cumplimiento de la inmovilidad, estos tráficos de bienes sanitarios esenciales
detentan la licencia de factibilidad y presunción de inocencia. Los predicadores
de la televisión escalan en la indignación contra los escasísimos infractores
del confinamiento, calificando sus conductas de indeseables y pidiendo
sanciones. Pero los comercios de bienes sanitarios escasos escapan de este
fervor punitivo. Nadie dice ni una sola palabra y sus conductas son blindadas a
la evaluación ética y cívica. La indignación agota sus existencias en los
pequeños incumplidores, en tanto que el mercado privado permanece en modo
secreto.Nunca los medios fueron una estructura dotada de una letalidad tan alta
para la democracia como en estos días.
Me pregunto
acerca de los hospitales privados y sus misterios. No se me escapa que allí no
hay cámaras de televisión. Solo tenemos noticia de ellos por los ingresos de
ilustres miembros de la nobleza de estado, y de la izquierda en particular. Se
comentan los casos de don Baltasar y doña Carmen, pero no de otros preeminentes
miembros de las élites políticas, financieras y empresariales. Imagino las redes sociales constituidas de
intercambios que sostienen estas instituciones selectas y los criterios de
admisión que las rigen. Su conocimiento público representaría un efecto similar
a una bomba nuclear. Las desigualdades, no solo no declinan en esta situación,
sino que, por el contrario, se agudizan considerablemente. La invisibilidad
mediática se puede comprar a un precio razonable a aquellos que incitan a la
masa encerrada a verter su furia desde los balcones contra los exiguos
incumplidores del confinamiento. Esta operación de eficacia maximizada, sí que
merece un fuerte aplauso. Los privilegiados amplían sus prerrogativas y se ausentan
de la agenda pública y los focos.
Entretanto,
los efectos de los días de encierro empiezan a emitir sus primeras señales. Se
puede observar el incremento de autoprotección de la gran mayoría, así como la
interiorización de la pauta del distanciamiento. Cuando me encuentro con
alguien en la calle, aumenta prudencialmente la distancia y rehúye la mirada. Se
puede atisbar un incipiente signo de desaprobación, en tanto que no voy enmascarado,
soy mayor y camino distendido. Asimismo, entre los vecinos tiende a ensancharse
la distancia social y aparecen los primeros síntomas de deterioro de la
convivencia enjaulada. Los primeros microconflictos se hacen presentes en
contestaciones ásperas, tonos de voz tensados, comportamientos no verbales que
sancionan la solidificación de las nuevas fronteras en el estado de hostilidad
mutua, en el que el otro próximo es sospechoso de ser portador asintomático o
incumplidor.
Pero, el
aspecto más sorprendente radica en la modificación del comportamiento social de
los perros. Vivo en un barrio en el que nunca he visto las cacas en el suelo. Todo
el mundo las recogía inmediatamente. Pues bien, el barrio está lleno de
múltiples excrementos caninos por todas las partes. Parece como si el acuerdo
de mantener el suelo liberado de heces de nuestros amigos se hubiera disipado
súbitamente. Este hecho remite a la complejidad del comportamiento colectivo y
sus misterios. Se puede aventurar la hipótesis de que la asunción de la
recogida de las deposiciones caninas se encontraba determinada por la coacción
ejercida de facto por los demás ocupantes de la calle. Una vez disipados estos,
se entiende como caducado este comportamiento cívico. También se puede apostar
por la hipótesis de un acto íntimo de resarcimiento contra el encierro forzoso.
En este caso subyace una rebeldía difusa contra la autoridad que constriñe la
movilidad.
Dicen que
los perros son el espejo de sus dueños. Estos días se confirma la validez de
este aserto. En mi barrio y en el Retiro los perros desarrollan una
sociabilidad muy considerable. En la mayoría de los casos se saludan
cordialmente entre sí, y en algunos casos juegan mostrando su reconocimiento
amistoso mutuo. Son escasos los animales que gruñan a sus congéneres. Pues
bien, en tan solo dos semanas de encierro, los perros acusan el impacto de
este, generando un distanciamiento similar al de sus cuidadores. Proliferan los
comportamientos caninos hostiles y la sociabilidad distanciada. Parece
increíble la velocidad de esta transformación propiciada por el encierro. Acabo
de subir de un paseo con mi perra y he celebrado el encuentro con una señora
mayor acompañada de un perro muy joven que se ha encontrado gozosamente con la
mía. Han intercambiado señales amistosas y nosotros unas breves palabras
cordiales y una sonrisa que he percibido como entrañable, en este tiempo de
distancias medidas en metros entre seres inducidos a ser huraños.
Recuerdo
que, en la cárcel, que fue mi primer confinamiento forzado en mis años jóvenes,
mucha gente mantenía los ciclos temporales propios de su entorno. Así, los
domingos se vestían especialmente y la comida se resignificaba, adquiriendo un
carácter celebrativo. Ayer por la tarde observé un incremento de gentes en los
supermercados. Estos experimentaron una afluencia extraordinaria. Interpreto
este acontecimiento como mantenimiento de los ciclos temporales de la vida
diaria. La gente se aprovisiona para el finde, como si este pudiera
distinguirse de los demás días de obligaciones. Esta mañana he reforzado esta
sensación, en tanto que las colas para entrar en los súper eran mayores que en
los días “laborables”.
Si tuviera
que elegir un efecto perverso de este tiempo de pandemia politizada y
mediatizada, no tendría dudas en asignar el número uno a la brutalidad que
adquiere el riesgo asignado y el riesgo percibido. Todo el mundo ha
interiorizado que las personas encarnamos escalas de riesgos. Los mayores somos
estigmatizados de un modo que se inscribe en el sofisticado y fértil concepto
de violencia simbólica, enunciado por Pierre Bourdieu. Volveré sobre este tema,
pero mis propios amigos me tratan en función de una esperanza de vida amenazada,
que tiende a expresarse en probabilidades expresadas en guarismos menguados. La
salida del encierro va a ser terrible para los mayores. A mí me ha parecido
fantástico hoy despertar con mi perra intercambiando señales de afecto; dar un
pequeño paseo bajo un radiante sol de invierno; encontrarme con la señora
entrañable del perro; recibir un mensaje
cordial en el blog de un médico antiguo alumno;
cultivar mi imaginación, que ahora se focaliza en mi pequeña fuga de
esta tarde; escuchar mis músicas y escribir este texto. Mañana veremos si la
vida me puede regalar alguna pequeña maravilla del gran catálogo de sus posibles.
Mis sentidos
han obtenido gratificaciones de la luz, los sonidos, las comunicaciones, los
afectos y las cosas inteligibles. Lo que más lamento es mi piel penalizada por
el encierro y el distanciamiento somatocrático.
AYER POR LA NOCHE RECIBÍ UN COMENTARIO DE LIBREOYENTE. DEBIDO A MI TORPEZA, LE DI A "RECHAZAR" EN VEZ DE A "PUBLICAR". TE PIDO DISCULPAS Y TE RUEGO QUE LO REENVÍES PARA PUBLICARLO. UN FUERTE ABRAZO
ResponderEliminarYa voy centrando la atención en esa forma de anular cualquier lectura o foco alternativo respecto a la pandemia. Han combinado a la perfección la espectacularización, la simplificación, la psicosis y el instinto de supervivencia. Todo se centra en lo bien o mal que lo hace el gobierno y en una lluvia de cifras y sensaciones. De esta manera no podemos utilizar la inteligencia critica, como bien dices, porque uno puede ser acusado de psicópata o criminal al estilo McCartiano. Lo cual es signo de una hegemonía que pervive en medio de este ajuste del capitalismo, la del sector medico, y el típico síndrome de estocolmo. Que puede hacer que se priorice la ayuda a los que ya tienen. Es decir en proporción inversa a la necesidad. Y se demuestran también fallos como la estructuración con resultados decreciente del sistema sanitario y otros sistemas. Ese cambio económico mas profundo que meras ayudas puntuales que tantos deseamos, no podrá ser, si no se va mas allá (incluso) de un ''plan Marshall'' o unos precarizadores pactos de la Moncloa. El optimismo que levantan ideas de rentas básicas o cambios sanitarios, legislativos o productivos deben ser controlados a cada nivel administrativo. Pero los ciudadanos como se señala ahora en algunos artículos, no pueden protestar hasta que pase esta situación y sus fuerzas estarán mermadas tras e confinamiento. Un saludo.
ResponderEliminarYa voy centrando la atención en esa forma de anular cualquier lectura o foco alternativo respecto a la pandemia. Han combinado a la perfección la espectacularización, la simplificación, la psicosis y el instinto de supervivencia. Todo se centra en lo bien o mal que lo hace el gobierno y en una lluvia de cifras y sensaciones. De esta manera no podemos utilizar la inteligencia critica, como bien dices, porque uno puede ser acusado de psicópata o criminal al estilo McCartiano. Lo cual es signo de una hegemonía que pervive en medio de este ajuste del capitalismo, la del sector medico, y el típico síndrome de estocolmo. Que puede hacer que se priorice la ayuda a los que ya tienen. Es decir en proporción inversa a la necesidad. Y se demuestran también fallos como la estructuración con resultados decreciente del sistema sanitario y otros sistemas. Ese cambio económico mas profundo que meras ayudas puntuales que tantos deseamos, no podrá ser, si no se va mas allá (incluso) de un ''plan Marshall'' o unos precarizadores pactos de la Moncloa. El optimismo que levantan ideas de rentas básicas o cambios sanitarios, legislativos o productivos deben ser controlados a cada nivel administrativo. Pero los ciudadanos como se señala ahora en algunos artículos, no pueden protestar hasta que pase esta situación y sus fuerzas estarán mermadas tras e confinamiento. Un saludo.
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