El sujeto
del presente es un activista. Desarrolla su vida mediante la respuesta sin
pausa al torrente de estímulos procedentes de un entorno definido por la
velocidad. La sustancia de la vida es hacer: realizar actividades para ser
registradas y difundidas en sus redes y públicos; llenar la existencia mediante
la ejecución de movimientos continuos; estar atento a las novedades para
responder inmediatamente, evitando así ser descalificado; cultivar el yo y la
gestión del sí mismo para cumplir con los imperativos sociales de la rendición
de cuentas, y acreditar su diligencia en el arte de presentarse como un
producto intangible, siempre renovado. El ritmo es el elemento esencial de este
yo social en su eterna carrera de renovación y la acreditación. El encierro
representa un paréntesis en este movimiento incesante. Según vayan pasando los
días, pronostico la aparición de tensiones por desadaptación a un tiempo
inevitablemente pausado, en el que el hacer decrece inexorablemente.
El encierro
representa una expansión de la reclusión hogareña, que ya se ha impuesto como
tendencia, mediante la configuración del hogar como sede de la
“netflixicación”. El sujeto contemporáneo es un espectador consumado, un
receptor de relatos audiovisuales seriados. Las series representan una
referencia central en el imaginario colectivo. Cada serie implica un número de
horas de consumo extraordinariamente elevado. La vida alterna esta condición de
esforzado espectador, con la de activista en movimiento. Ahora, el sujeto
netflixicado adquiere la condición de espectador en situación de monopolio. Un
encierro que se dilate más de un mes, puede representar una saturación que se
sitúe en el umbral de la intoxicación. Lo ficcional se erige en el centro de la
vida, desplazando a la realidad vivida. Lo mediático deviene en un tóxico
imposible de manejar.
El miedo
acumulado por la evolución de la situación, así como por su transformación de
un espectáculo mediático impúdico, en el que el panóptico somatocrático
inspecciona las salidas de cada cual, se refuerza por el veloz desplome de los
pronósticos y las previsiones. Los discursos y las proposiciones de las
autoridades, se evaporan casi inmediatamente después de ser enunciadas. La
sensación de vacío se hace patente. Pero, en lugar de propiciar distanciamientos
críticos e incrementos en la reflexividad, se produce justamente lo contrario:
se incrementa el monolitismo, la nueva versión de la caza de brujas a los
incumplidores, que adquieren una condición espectral. El espíritu punitivo
experimenta un salto inquietante, que se amplifica según van transcurriendo los
días.
El nuevo
espíritu de las masas asentidoras e incondicionales, se expresa en una
adhesión sin límites a las autoridades,
a las fuerzas de seguridad y a los profesionales sanitarios. Esta explosión de
la ratificación, conlleva la proyección de la culpabilidad a los considerados
incumplidores, que adquieren el perfil de intermediarios con los ungidos con la
etiqueta de peligrosos: los asintomáticos. Así se construye a un chivo expiatorio
sobre el que se va a descargar un ruido y una furia formidable, que crecerá según
vaya transcurriendo el encierro.
En un clima
así, se acentúa el deseo de ser conducidos. Se espera la llegada de héroes
providenciales que nos conduzcan a la tierra prometida liberada de los virus.
Los balcones comparecen como las instancias sociales desde las que se moviliza
la adhesión y se expulsan los temores. Mientras tanto, las autoridades
políticas continúan con su guerra cateta de atribución de responsabilidades al
otro. En estos días hemos visto cosas inconmensurables de juego sucio. Díaz
Ayuso, Torra, Marín… Estos son los candidatos a campeones en el arte del juego
por debajo de la mesa. La simbiosis entre la estulticia y la maldad hace
estragos.
En esta
situación no quiero ser precavido en el juicio acerca de la actuación de las
autoridades. Como sociólogo conozco bien la teoría de la estructura de las oportunidades
políticas. Pero no puedo seguir sin confirmar el solapamiento de varias catástrofes.
La pandemia misma es una de las ellas, que se retroalimenta con la situación de
complejidad que desborda las capacidades del dispositivo de respuesta. Frente a
situaciones nuevas, lo más importante es aprender. Pero las disposiciones de
los partidos se encuentran más bien polarizadas a gestionar la disputa
interpartidaria, aprovechando las posibilidades de incrementar las clientelas,
que a confrontar una situación abierta e incierta. La capacidad de aprendizaje es la clave para
reconducir una situación crítica. No quiero siquiera comentar las actuaciones
de gentes caracterizadas por un hambre de cámara desmesurada. El caso de Pablo
Iglesias resulta especialmente patético. Representa un héroe en cuarentena en
espera de un púlpito mediático que le proporcione áurea fundada en la cohesión derivada
de las efervescencias asociadas a los temores colectivos compartidos.
Sin ánimo de
entrar a fondo, por ahora, y en la constatación de que la derecha se encuentra
desbocada en un contexto comunicativo de polarización, se puede afirmar, cuanto
menos que los movimientos de las autoridades son mucho más lentos que la dinámica de
evolución de la situación; que sus acciones se dirigen principalmente a
apuntalar una fachada mediatizada; que en ningún otro país se ha producido un
nivel tan inquietante de desprotección de los profesionales sanitarios; que las
cifras manejadas por Fernando Simón, que ha reinventado la magia mediante la
adopción del rol de brujo – de rostro entrañable en la postmodernidad- son solo
la parte visible de un iceberg, que oculta las cadenas de contagios en tanto
que no se realizan test en la población.
Pero la
serie netflixicada producida por las autoridades políticas y sanitarias de la
que Simón es protagonista principal, se focaliza a ratificar la idea de orden,
que preside el imaginario colectivo español. Así se sobrevalora la acción
absurda de las fuerzas de seguridad en la calle contra los incumplidores del
confinamiento, muchos de los cuales son personalidades propensas a la bronca.
No he visto nada más inútil que eso. En las comparecencias se hacen presentes
con solemnidad los uniformados, en tanto que el progreso en la detección de
infectados asintomáticos se encuentra en suspenso indefinido. La ceremonia de
la confusión alcanza aquí su cénit.
Un aspecto
muy importante de esta catástrofe radica en que se empieza a consolidar un área
ciega, así como un área oculta, que crece por días. En tanto que muchos
profesionales sanitarios claman por las deficiencias de sus protecciones, que
los exponen al contagio, la situación de carencia empieza a proporcionar
señales de un vigoroso mercado negro de mascarillas, geles y otros productos
protectores, que no están disponibles en las farmacias, pero que son exhibidos
exuberantemente por grandes contingentes de personas. En todas las situaciones
de carencia, el mercado se multiplica mediante la configuración de su versión
negra. Los signos de un renovado estraperlo de material sanitario se hacen
patentes. Desde mi punto de observación, en la tangente del barrio de Salamanca
de Madrid, la población está más protegida que los contingentes profesionales
que la afrontan. Sin embargo, en las farmacias se han agotado las existencias
de productos que el mercado providencial ha revalorizado. Seguiré la pista a
esta relevante cuestión.
Los medios y
la población proceden a exaltar el valor de los profesionales sanitarios en
estos días, multiplicando los gestos de agradecimiento. Pero tras este furor
emotivo, se esconde una gran verdad: el sistema sanitario ha sido debilitado en
los últimos veinte años. Pero no me refiero solo a los indicadores, que de por
sí son elocuentes en términos de descapitalización. La gran devaluación de la
atención sanitaria radica en el debilitamiento del espíritu de servicio público
y universal que lo animaba. Los recortes son la expresión de una devaluación
radical de la atención sanitaria, que es sustituida por un conjunto de supuestos
y sentidos procedentes de la empresa postfordista. El espíritu parco,
alcanzando en ocasiones el umbral de lo mezquino, que una generación de
gerentes, directivos y tecnócratas ha impuesto como cultura profesional
polarizada al mercado, ha desorganizado los imaginarios profesionales,
generando una anomia y pasotismo incuestionable.
La huella
que ha dejado en todo el sistema es patente. La perpetuación de las consultas
masificadas, la reducción de recursos y el desprecio por los valores
profesionales, han debilitado el tejido sanitario. Unificando la perspectiva
del mercado negro naciente con la del declive del sistema sanitario,
determinadas ambas por la escasez, me hace pensar en la aparición de un
conjunto de redes de favores y tránsitos entre las distintas instituciones que
configuran el nuevo sistema público y privado. Cuando se afirma que los
hospitales privados se encuentran subordinados a una autoridad única, parece
sospechoso que estos no aparezcan en las informaciones. Me pregunto si también
están saturados y qué papel desempeñan, así como cuáles son los criterios de
asignación de pacientes a ambos. Volveré a esta cuestión con la intención de
reescribir la nueva versión de Surcos.
Es
imprescindible terminar esta crónica con la constatación de la sociología de
las ausencias y las presencias en esta catástrofe. Los medios adquieren la
condición de olimpo electrónico, en el que moran los superinformadores
propietarios de las grandes audiencias, ahora cautivas con el confinamiento. La
televisión confirma la condición de apocalíptica, en tanto que productora del
gran espectáculo del miedo, del dolor, de la selección que hace la pandemia, de
las tecnologías de respuesta, del dispositivo militar-policial-sanitario
investido de santidad. La apoteosis de somatocracia es impensable sin temerosos
y obedientes súbditos tratados y reconfigurados en la sacrosanta iglesia de la
televisión.
La ausencia
es la universidad. Este es un dispositivo autorreferencial que muestra un
distanciamiento cosmológico. Ni una palabra acerca de la catástrofe. Se
repliega a su intimidad virtual reafirmando su descompromiso majestuoso. Nada.
Esta institución procederá mediante la proliferación de papers, publicaciones,
tesis y otros productos elaborados desde el interior de la misma. La crisis de
la inteligencia alcanza su apoteosis académica en este siglo XXI. La denominada
transferencia desde esta institución a su entorno, queda en suspenso, mostrando
un vacío pavoroso. La universidad es una tragedia contemporánea.
Magnífico análisis. Muchas gracias, Juan. Muy oportuno el análisis sobre el inquietante justicierismo de balcón (la España de los balcones, madre mía) al que estamos asistiendo. También se agradece mucho el último párrafo sobre el silencio sepulcral que guarda la supuesta sede de la "inteligencia", silencio sumamente revelador sobre la naturaleza y la función de esta institución. Saludos y mucho ánimo desde Granada.
ResponderEliminarGracias por poner en palabras lo que muchos pensamos
ResponderEliminarHola Juán
ResponderEliminarSoy Fernando, de Economía, compañero en CC. Políticas y Sociología. Sigo tu blog con especial interés, pero soy muy vago para las redes. Sólo pongo la viñeta de El Roto y algo de música. Solo quería darte un fuerte abrazo, siquiera virtual, y animarte a seguir con tus acertadas y aceradas reflexiones