Estos días de conmoción colectiva por el dichoso coronavirus, el fantasma de la medicalización total se cierne sobre las sociedades del presente. En la tarde de ayer estuve en varias farmacias de Madrid para vivir en directo la epidemia histérica que multiplica los temores colectivos. En esta instancia, territorio de convergencia entre la mística de la salud y el mercado total, se evidencia el peligro que conlleva la salud totalitaria. En una situación así, se confirma la utopía epidemiológica en la que cada uno es un posible agente de contagio, de modo que la licencia para intervenir de la nueva policía médica no tiene contrapesos. Las televisiones y las redes convierten en espectáculo el estado de miedo y la libertad queda severamente constreñida.
Estoy
escribiendo una entrada al respecto. Pero hoy me he tomado una pausa para
recuperar un texto de Foucault, que corresponde con una conferencia en 1974 en
Rio de Janeiro. https://www.scielosp.org/article/rcsp/2018.v44n1/172-183/ Este ha sido publicado en 2018 por
el Centro Nacional de Información de
Ciencias Médicas La Habana - La Habana – Cuba. En este texto comenta la aportación
de Ivan Illich. Parece increíble la certeza del pronóstico de Foucault en este
tiempo. Desde la perspectiva del presente se puede confirmar la validez de las
tendencias que apuntan en esta clase. El término medicalización indefinida es elocuente para definir una situación
en la que el mercado ha desbordado sus propias fronteras y se ha expandido
satelizando a todas las formaciones sociales, entre ellas al Estado.
Hoy se vive
el éxito rotundo de la medicina-institución, que se manifiesta en que sus
propios feligreses, los sujetos tratados como enfermos, se rebelan exigiendo
cada vez más asistencia e intervención. Las urgencias de los hospitales son
escenarios en los que convergen los antaño pacientes, ahora constituidos como
reclamadores de asistencia infinita. Algunos médicos comienzan a clamar para
que moderen sus impulsos medicalizados, percibiéndose como objetos terapéuticos
permanentes. La epidemia en curso acrecienta estas tendencias tóxicas.
Este es el
texto de Foucault
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La crisis
de la medicina o la crisis de la antimedicina*
The crisis of medicine or the crisis of antimedicine
Michel
Foucault
Como punto de partida de esta conferencia quiero referirme a
un asunto que empieza a ser discutido en todo el mundo: la crisis de la
medicina o la crisis de la antimedicina. Mencionaré al respecto el libro de
Ivan Illich Medical Nemesis The Expropriation of Health** el
cual, dada la gran resonancia que ha tenido y continuará teniendo en forma
creciente en los próximos meses, señala a la opinión pública mundial el
problema del funcionamiento actual de las instituciones del saber y del poder
médicos.
Pero para
analizar este fenómeno partiré de una fecha bastante anterior, los años
1940-1945, más exactamente el de 1942, en que se elaboró el famoso Plan
Beveridge, que en Inglaterra y en otros muchos países sirvió de modelo a la
organización de salud después de la segunda guerra mundial.
La fecha de
este Plan tiene un valor simbólico. En 1942 -en plena guerra mundial en la que
perdieron la vida 40 millones de personas- se consolida no el derecho a la vida
sino un derecho diferente, más cuantiosos y complejo: el derecho a la salud. En
un momento en que la guerra causaba grandes estragos, una sociedad asume la
tarea explícita de garantizar a sus miembros no solo la vida sino también la
vida en buen estado de salud.
Además de
este valor simbólico, la fecha reviste importancia por varias razones:
1.
El
Plan Beveridge indica que el Estado se hace cargo de la salud. Se podría
afirmar que esta no era una innovación, pues desde el siglo XVIII una de las
funciones del Estado, si no fundamental por lo menos importante, era la de
organizar la salud física de los ciudadanos. Sin embargo, creo que hasta
mediados del siglo XX la función de garantizar la salud de los individuos
significaba para el Estado, esencialmente, asegurar la fuerza física nacional,
garantizar su capacidad de trabajo y de producción, así como la defensa y
ataques militares. Hasta entonces, la medicina estatal consistió en una función
orientada principalmente hacia fines nacionalistas cuando no raciales. Con el Plan
Beveridge la salud se transforma en objeto de preocupación de los Estados, no
básicamente para ellos mismos sino para los individuos, es decir, el derecho
del hombre a mantener su cuerpo en buena salud se convierte en objeto de la
propia acción del Estado. Por consiguiente, se invierten los términos: el
concepto del individuo en buena salud para el Estado se sustituye por el del
Estado para el individuo en buena salud.
2.
No
se trata solo de una inversión en el derecho sino de lo que podrías denominarse
una moral del cuerpo. En el siglo XIX aparece en todos los países del mundo una
copiosa literatura sobre la salud, sobre la obligación de los individuos de
garantizar su salud, la de su familia, etc. El concepto de limpieza, de higiene
como limpieza, ocupa un lugar central en todas estas exhortaciones morales
sobre la salud. Abundan las publicaciones en las que se insiste en la limpieza
como requisito para gozar de buena salud, o sea, para poder trabajar a fin de
que los hijos sobrevivan y aseguren también el trabajo social y la producción.
La limpieza es la obligación de garantizar una buena salud al individuo y a los
que le rodean. A partir de la segunda mitad del siglo XX surge otro concepto.
Ya no se habla de la obligación de la limpieza y la higiene para gozar de buena
salud sino del derecho a estar enfermo cuando se desee y necesite. El derecho a
interrumpir el trabajo empieza a tomar cuerpo y es más importante que la
antigua obligación de la limpieza que caracterizaba la relación moral de los
individuos con su cuerpo.
3.
Con
el Plan Beveridge la salud entra en el campo de la macroeconomía. Los déficit
debidos a la salud, a la interrupción del trabajo y a la necesidad de cubrir
esos riesgos dejan de ser simplemente fenómenos que podrían ser resueltos con
las cajas de pensiones o con los seguros más o menos privados. A partir de
entonces, la salud -o su ausencia- el conjunto de las condiciones en virtud de
las cuales se va a asegurar la salud de los individuos, se convierte en un
desembolso por su cuantía, a nivel de las grandes partidas del presupuesto
estatal, cualquiera que fuese el sistema de financiamiento. La salud empieza a
entrar en los cálculos de la macroeconomía. Por intermedio de la salud, de las
enfermedades y de la manera en que se cubrirán las necesidades de la salud se
trata de proceder a cierta redistribución económica. Una de las funciones de la
política presupuestaria de la mayor parte de los países desde los comienzos del
presente siglo era la de asegurar, mediante el sistema de impuestos, una cierta
igualación, si no de los bienes por lo menos de los ingresos. Esta
redistribución ya no dependería del presupuesto sino del sistema de regulación
y de la cobertura económica de la salud y las enfermedades. Al garantizar a
todas las personas las mismas posibilidades de recibir tratamiento y curarse se
pretendió corregir en parte las desigualdades en los ingresos. La salud, la
enfermedad y el cuerpo empiezan a tener sus bases de socialización de los
individuos.
4.
La
salud es objeto de una verdadera lucha política. A partir del fin de la guerra
y de la elección triunfante de los trabajadores en Inglaterra en 1945, no hay
partido político ni campaña política, en cualquier país más desarrollado, que
no plantee el problema de la salud y la manera en que el Estado garantizará y
financiará los gastos de los individuos en ese campo. Las elecciones británicas
de 1945, al igual que las relativas a las cajas de pensiones de Francia en
1947, con la victoria mayoritaria de los representantes de la Confederación General
de Trabajadores, señalan la importancia de la lucha política por la salud.
Tomando como
punto de referencia simbólica el Plan Beveridge, se observa en el decenio de
1940-1950 la formulación de un nuevo derecho, de una nueva moral, una nueva
economía, una nueva política del cuerpo. Los historiadores acostumbran a
relatar con gran cuidado y meticulosidad lo que los hombres dicen y piensan, el
desenvolvimiento histórico de sus representaciones y teorías, la historia del
espíritu humano. Sin embargo, es curioso que siempre hayan ignorado el capítulo
fundamental, que sería la historia del cuerpo humano. A mi juicio, para la
historia del cuerpo humano en el mundo occidental moderno deberían
seleccionarse estos años de 1940-1950 como fechas de referencia que marcan el
nacimiento de este nuevo derecho, esta nueva moral, esta nueva política y esta
nueva economía del cuerpo. Desde entonces, el cuerpo del individuo se convierte
en uno de los objetivos principales de la intervención del Estado, uno de los
grandes objetos de los que el propio Estado debe hacerse cargo.
En tono
humorístico podríamos hacer una comparación histórica. Cuando el Imperio Romano
se cristalizó en la época de Constantino, el Estado por primera vez en la
historia del mundo mediterráneo se atribuyó la tarea de cuidar las almas. El
Estado cristiano no solo debía cumplir las funciones tradicionales del Imperio
sino permitir que las almas lograran su salvación e incluso forzarlas a ello.
Así, el alma se convirtió en uno de los objetivos de la intervención del
Estado. Todas las grandes teocracias, desde Constantino hasta las teocracias
mitigadas del siglo XVIII en Europa, fueron regímenes políticos en los que la
salvación del alma constituía uno de los objetivos principales.
Podría
afirmarse que en la actualidad está surgiendo lo que en realidad ya se venía
preparando desde el siglo XVIII, es decir, no una teocracia sino una
somatocracia. Vivimos en un régimen en que una de las finalidades de la
intervención estatal es el cuidado del cuerpo, la salud corporal, la relación
entre las enfermedades y la salud, etc. Es precisamente el nacimiento de esta
somatocracia, que desde un principio vivió en crisis, lo que trato de analizar.
En el
momento en que la medicina asumía sus funciones modernas, mediante la estatización
que la caracteriza, la tecnología médica experimentaba uno de sus raros pero
enormes progresos. El descubrimiento de los antibióticos, es decir, la
posibilidad de luchar por primera vez de manera eficaz contra las enfermedades
infecciosas, es contemporáneo al nacimiento de los grandes sistemas de seguro
social. Fue un progreso tecnológico vertiginoso, en el momento en que se
producía una gran mutación política, económica, social y jurídica de la
medicina.
A partir de
este momento se establece la crisis, con la manifestación simultánea de dos
fenómenos: el avance tecnológico importante que significó progreso capital en
la lucha contra las enfermedades y el nuevo funcionamiento económico y político
de la medicina, sin conducir al mejor bienestar sanitario que cabía esperar,
sino a un curioso estancamiento de los beneficios posibles resultantes de la
medicina y de la salud pública. Este es uno de los primeros aspectos de la
crisis que pretendo analizar, haciendo referencia a algunos de sus efectos para
mostrar que ese desenvolvimiento reciente de la medicina y su estatización y
socialización -de lo que el Plan Beveridge da una visión general- es de origen
anterior.
En realidad
no hay que pensar que la medicina permaneció hasta nuestros tiempos como actividad
de tipo individual, contractual, entre el enfermo y su médico, y que solo
recientemente esta actividad individualista de la medicina se enfrentó con
tareas sociales. Por lo contrario, procuraré demostrar que la medicina, por lo
menos desde el siglo XVIII, constituye una actividad social. En cierto sentido
la “medicina social” no existe porque toda la medicina ya es social. La
medicina fue siempre una práctica social, y lo que no existe es la medicina “no
social”, la medicina individualista, clínica, del coloquio singular, puesto que
fue un mito con la cual se defendió y justificó cierta forma de práctica social
de la medicina: el ejercicio privado de la profesión.
De esta
manera, si en verdad la medicina es social, por lo menos desde que cobró su
gran impulso en el siglo XVIII, la crisis actual no es realmente actual, sino
que sus raíces históricas deben buscarse en la práctica social de la medicina.
Por
consiguiente no plantearé el problema en los términos en que lo enuncian Ilich
o algunos de sus discípulos: medicina o antimedicina, ¿debemos continuar o no
la medicina? El problema no debe ser el de si se requiere una medicina
individual o social, sino el del modelo de desarrollo de la medicina a partir
del siglo XVIII, cuando se produjo lo que podríamos denominar el “despegue” de
la medicina. Este “despegue” sanitario del mundo desarrollado fue acompañado de
un desbloqueo técnico y epistemológico de considerable importancia de la
medicina y de toda una serie de prácticas sociales. Y son estas formas propias
del “despegue” las que conducen hoy a una crisis. La cuestión estriba en saber:
1) ¿cuál fue ese modelo de desarrollo? 2) ¿en qué medida se puede corregir? Y
3) ¿en qué medida puede ser utilizado actualmente en sociedades o poblaciones
que no experimentaron el modelo de desarrollo económico y político de las
sociedades europeas y americana? En resumen, ¿cuál es ese modelo de desarrollo?
¿puede ser corregido y aplicado en otros lugares?
Pasaré a
exponer algunos de los aspectos de esta crisis actual.
En primer
lugar, me referiré a la separación o la distorsión entre la cientificidad de la
medicina y la positividad de sus efectos, o entre la cientificidad y la
eficacia de la medicina.
No hubo que
esperar a Illich ni a los antimédicos para saber que una de las propiedades y
una de las capacidades de la medicina es la de matar. La medicina mata, siempre
mató, y de ello siempre se ha tenido conciencia. Lo importantes es que hasta
tiempos recientes los efectos negativos de la medicina quedaron inscritos en el
registro de la ignorancia médica. La medina mataba por ignorancia del médico o
porque la propia medicina era ignorante; no era una verdadera ciencia sino solo
una rapsodia de conocimientos mal fundados, mal establecidos y verificados. La
nocividad de la medicina se juzgaba en proporción a su no cientificidad. Pero
lo que surge desde el comienzo del siglo XX, es el hecho de que la medicina
podría ser peligrosa, no en la medida de su ignorancia y falsedad, sino en la
medida de su saber, en la medida en que constituye una ciencia.
Illich y los
que en él se inspiran revelaron una serie de datos sobre el tema, pero no estoy
seguro de que todos estén bien elaborados. Hay que dejar de lado diversos
resultados espectaculares para uso del periodismo. Por eso no me extenderé
respecto a la considerable disminución de la mortalidad relacionada con la
huelga de médicos en Israel; ni mencionaré hechos bien registrados pero cuya
elaboración estadística no permite definir ni descubrir de lo que se trata. Es
el caso de la investigación realizada por los Institutos Nacionales de Salud
(EUA) según la cual en 1970 fueron hospitalizados 1, 500, 000 personas por
causa de la absorción de medicamentos. Estos datos estadísticos son pavorosos pero
no aportan pruebas fehacientes puesto que no indican la manera en que se
administraron estos medicamentos, quién los consumió, a consecuencia de qué
acción médica y en qué contexto médico, etc. Tampoco analizaré la famosa
investigación de Robert Talley quien demostró que en 1967 murieron 30, 000
norteamericanos en hospitales debido a intoxicaciones por medicamentos. Todo
eso así tomado en conjunto no tiene un gran significado ni estará fundamentado
en un análisis válido. Es preciso conocer otros factores. Por ejemplo, se
deberá saber la manera en que se administraron esos medicamentos, si fue a
consecuencia de un error del médico, del personal hospitalario o del propio
enfermo, etc. No me extenderé tampoco respecto a las estadísticas sobre
operaciones quirúrgicas, particularmente ciertos estudios sobre histerectomías
en California que señalan que en 5, 500 casos, el 14% de las intervenciones
habían sido inútiles, que una cuarta parte de las pacientes eran mujeres
jóvenes, y que solo en el 40% de los casos se pudo determinar la necesidad de
esta operación.
Todos estos
hechos, a los que el material recogido por Illich dio gran notoriedad, se deben
a la habilidad o ignorancia de los médicos, sin poner en tela de juicio la
propia medicina en su cientificidad.
En cambio lo
que resulta mucho más interesante y plantea el verdadero problema es lo que
podría denominarse no la iatrogenia, sino la iatrogenia positiva, los efectos
médicamente nocivos debidos no a errores de diagnóstico ni a la ingestión
accidental de esas sustancias, sino a la propia acción de la intervención
médica en lo que tiene de fundamento racional. En la actualidad los
instrumentos de que disponen los médicos y la medicina en general, precisamente
por su eficacia, provocan ciertos efectos, algunos puramente nocivos y otros
fuera de control, que obligan a la especie humana a entrar en una historia
arriesgada, en un campo de probabilidades y riesgos cuya magnitud no puede
medirse con precisión.
Sabido es,
por ejemplo, que el tratamiento antiinfeccioso, la lucha llevada a cabo con el
mayor éxito contra los agentes infecciosos, condujo a una disminución general
del umbral de sensibilidad del organismo a los agentes agresores. Ello
significa que en la medida en que el organismo se sabe defender mejor, se
protege, naturalmente, pero por otro lado se deja al descubierto y expuesto si
se impide el contacto con los estímulos que desarrollan las defensas.
De manera
más general se puede afirmar que por el propio efecto de los medicamentos
-efectos positivo y terapéutico- se produjo una perturbación, para no decir una
destrucción, del ecosistema no solo del individuo sino de la propia especie
humana. La cobertura bacilar y vírica, que constituye un riesgo pero al mismo
tiempo una protección para el organismo, con la que funcionó hasta entonces,
sufre una alteración por la intervención terapéutica y queda sujeta a ataques
contra los que el organismo estaba protegido.
En
definitiva, no se sabe a lo que conducirán las manipulaciones genéticas
efectuadas en el potencial genético de las células vivas, en los bacilos o en
los virus. Se tornó posible técnicamente elaborar agentes agresores del
organismo humanos para los que no hay medios de defensa ni destrucción. Se pudo
forjar un arma biológica absoluta contra el hombre y la especie humana sin que
simultáneamente se desarrollaran los medios de defensa contra esta arma
absoluta. Esto hizo que los laboratorios estadounidenses pidieran que se
prohibieran las manipulaciones genéticas que actualmente pueden realizarse.
Así pues,
entramos en una dimensión bastante nueva de lo que podría denominarse riesgo
médico. El riesgo médico, el vínculo difícil de romper entre los efectos
positivos y negativos de la medicina, no es nuevo, sino que data del momento en
que un efecto positivo de la medicina fue acompañado, por su propia causa, de
varias consecuencias negativas y nocivas.
A este
respecto abundan los ejemplos en la historia de la medicina moderna que
comienza en el siglo XVIII. En ese siglo la medicina adquirió, por primera vez,
suficiente fuerza para lograr que ciertos enfermos salieran del hospital. Hasta
la mitad del siglo XVIII nadie salía del hospital. Se ingresaba en estas
instituciones para morir. La técnica médica del siglo XVIII no permitía al
individuo hospitalizado abandonar la institución en vida. El hospital
representaba un claustro para morir, era un verdadero “mortuorio”.
Otro ejemplo
de un considerable progreso médico acompañado de un gran déficit a nivel de la
morbilidad fue el descubrimiento de los anestésicos y de la técnica de
anestesia general en los años 1844-1847. A partir del momento en que se puede
adormecer a una persona se puede practicar una operación quirúrgica, y los
cirujanos de la época se entregaron a esta labor con gran entusiasmo. Pero en
ese momento no se disponía de instrumentos asépticos. La asepsia comienza a
introducirse en la práctica médica en 1870, y después de la guerra de ese mismo
año y del relativo éxito obtenido por los médicos alemanes, se convierte en una
práctica corriente en todos los países del mundo.
A partir del
momento en que se logra adormecer a las personas desaparece la barrera del
sufrimiento -la protección conferida al organismo por el umbral de tolerancia
al dolor- y se puede proceder a cualquier operación. Ahora bien, en ausencia de
asepsia, no cabe duda de que toda operación no solo constituye un riesgo sino,
casi con toda seguridad, irá acompañada de la muerte. Por ejemplo, durante la
guerra de 1870, un célebre cirujano francés, Guerin, practicó amputaciones a
varios heridos pero solo consiguió salvar a uno de los operados; los restantes
fallecieron. Este es un ejemplo típico de la manera en que siempre ha
funcionado la medicina a base de sus propios fracasos e inconveniencias y de
que no existe un gran progreso médico que no haya pagado el precio de las
diversas consecuencias negativas directamente vinculadas al progreso de que se
trate.
Este
fenómeno característico de la historia de la medicina moderna adquiere
actualmente una nueva dimensión en la medida en que, hasta los últimos
decenios, el riesgo médico concernía únicamente al individuo que podría morir
en el momento en que iba a ser curado. A lo sumo se podría alterar su
descendencia directa, es decir, el dominio de la posible acción negativa se
limitaba a una familia o una descendencia. En la actualidad, con las técnicas
de que dispones la medicina, la posibilidad de modificar el armamento genético
de las células no solo afecta al individuo o a su descendencia sino a toda la
especie humana; todo el fenómeno de la vida entra en el campo de acción de la
intervención médica. No se sabe aún si el hombre es capaz de fabricar un ser
vivo de tal naturaleza que toda la historia de la vida, el futuro de la vida,
se modifique.
Surge pues,
una nueva dimensión de posibilidades médicas, a la que denominaré la cuestión
de la biohistoria. El médico y el biólogo ya no trabajan a nivel del individuo
y de su descendencia sino que empiezan a hacerlo a nivel de la propia vida y de
sus acaecimientos fundamentales. Estamos en la biohistoria y este es un
elemento muy importante.
Se sabía
desde Darwin que la vida evolucionaba, que la evolución de las especies vivas
estaba determinada, hasta cierto punto, por accidentes que podrían ser de
índole histórica. Darwin sabía, por ejemplo, que el aislamiento en Inglaterra,
práctica puramente económica y jurídica, había modificado la fauna y la flora
inglesas. Pero eran las leyes generales de la vida que en esa época se
vinculaban a ese acontecimiento histórico.
En nuestros
días se descubre algo nuevo: la historia del hombre y la vida tienen
implicaciones profundas. La historia del hombre no continúa simplemente la
vida, ni la reproduce, sino que la reanuda, hasta cierto punto, y puede ejercer
varios efectos totalmente fundamentales sobre sus procesos. Este es uno de los
grandes riesgos de la medicina actual y una de las razones del tipo de malestar
que se comunica de los médicos a los pacientes, de los técnicos a la población
general, en lo que se refiere a los efectos de la acción médica.
Una serie de
fenómenos, como el rechazo radical y bucólico de la medicina a favor de una
reconciliación no técnica con la naturaleza, temas como el milenarismo y el
temor a un apocalipsis de la especie, representan de manera difusa en la
conciencia de las personas, el eco, la respuesta a esta inquietud técnica que
los biólogos y los médicos empiezan a demostrar en cuanto a los efectos de su
propia práctica y del propio saber. El no saber ya ha dejado de ser peligroso y
el peligro radica en el propio saber. El saber es peligroso, no solo por sus
consecuencias inmediatas a nivel del individuo o de grupos de individuos, sino
a nivel de la propia historia. Esto constituye una de las características
fundamentales de la crisis actual.
La segunda
característica es lo que voy a denominar el fenómeno de la “medicalización”
indefinida. Con frecuencia se afirma que en el siglo XX la medicina comenzó a
funcionar fuera de su campo tradicional definido por la demanda del enfermo, su
sufrimiento, sus síntomas, su malestar, lo que promueve la intervención médica
y circunscribe su campo de actividad, definido por un dominio de objetos
denominado enfermedades y que da un estatuto médico a la demanda. Así es como
se define el dominio propio de la medicina.
No cabe duda
de que si este es su dominio propio, la medicina actual lo ha rebasado de
manera considerable por varias razones. En primer lugar, la medicina responde a
otro motivo que no es la demanda del enfermo, lo que solo acontece en casos más
bien limitados. Con mucha más frecuencia la medicina se impone al individuo,
enfermo o no, como acto de autoridad. A este respecto pueden citarse varios
ejemplos. En la actualidad no se contrata a nadie sin el dictamen del médico
que examina autoritariamente al individuo. Existe una política sistemática y
obligatoria de “screening”, de localización de enfermedades en la población,
que no responde a ninguna demanda del enfermo. Asimismo, en algunos países, la
persona acusada de haber cometido un delito, es decir, una infracción
considerada de suficiente gravedad como para ser juzgada por los tribunales,
debe someterse obligatoriamente al examen de un perito psiquiatra, lo que en
Francia es obligatorio para todo individuo puesto a disposición de las
autoridades judiciales, aunque sea un tribunal correccional. Estos son
simplemente algunos ejemplos de un tipo de intervención médica bastante
familiar que no proviene de la demanda del enfermo.
En segundo
lugar, tampoco el dominio de objetos de la intervención médica se refiere a las
enfermedades sino a otra cosa. Mencionaré dos ejemplos. Desde comienzos del
siglo XX, la sexualidad, el comportamiento sexual, las desviaciones o anomalías
sexuales se relacionan con la intervención médica, sin que un médico diga, a
menos que sea muy ingenuo, que una anomalía sexual es una enfermedad. La
intervención sistemática de una terapéutica de tipo médicos en los homosexuales
de los países de Europa Oriental es característica de la “medicalización” de un
objeto que, ni para el sujeto ni para el médico, constituye una enfermedad.
De un modo
más general se puede afirmar que la salud se convirtió en un objeto de
intervención médica. Todo lo que garantiza la salud del individuo, ya sea el
saneamiento del agua, las condiciones de vivienda o el régimen urbanístico es
hoy un campo de intervención médica que, en consecuencia, ya no está vinculado
exclusivamente a las enfermedades.
En realidad,
la medicina de intervención autoritaria en un campo cada vez mayor de la
existencia individual o colectiva es un hecho absolutamente característico. Hoy
la medicina está dotada de un poder autoritario con funciones normalizadoras
que van más allá de la existencia de las enfermedades y la demanda del enfermo.
Si bien es
cierto que los juristas de los siglos XVII y XVIII inventaron un sistema social
que debería ser dirigido por un sistema de leyes codificadas, puede afirmarse
que en el siglo XX los médicos están inventando una sociedad, ya no de la ley,
sino de la norma. Lo que rige a la sociedad no son los códigos sino la perpetua
distinción entre lo normal y lo anormal, la perpetua empresa de restituir el
sistema de normalidad.
Esta es una
de las características de la medicina actual, aunque se puede demostrar
fácilmente que se trata de un viejo fenómeno, de una manera propia de
desarrollo del “despegue” médico. Desde el siglo XVIII la medicina siempre se
ocupó de lo que no se refería a ella, es decir, de un discurso de tipo médico
más o menos elaborado con una perspectiva médica o a base de un saber médico.
No se logra salir de la medicalización, y todos los esfuerzos en este sentido
se remiten a un saber médico.
Por último
quisiera citar otro ejemplo en el campo de la criminalidad y pericia
psiquiátrica en materia de delitos. La cuestión planteada en los códigos
penales del siglo XIX consistía en determinar si un individuo era un enfermo
mental o un delincuente. Según el código francés de 1810 no se puede ser al
mismo tiempo delincuente y loco. El que es loco no es delincuente, y el acto
cometido es un síntoma, no un delito, y por lo tanto no cabe la condena.
Ahora bien,
en la actualidad el individuo considerado como delincuente, y que como tal va a
ser condenado, se somete a examen como si fuera demente y, en definitiva
siempre se le condena en cierto modo como loco. Así lo demuestra el hecho de
que, por lo menos en Francia, no se pregunta al perito psiquiatra llamado por
el tribunal para que dictamine si el sujeto fue responsable del delito. La
pregunta se limita a averiguar si el individuo es peligroso o no.
Y ¿cuál es este
concepto de peligro? Uno de dos, o el psiquiatra responde que el sujeto no es
peligroso, es decir, que no está enfermo ni muestra ningún signo patológico y
que al no ser peligroso no hay razón para que se le condene (su no
patologización significa llevar aparejada la supresión de la condena), o bien
el médico afirma que el individuo es peligroso pues tuvo una infancia
frustrada, su superego es débil, no tiene noción de la realidad, muestra una
constitución paranoica, etc. En este caso el individuo ha sido “patologizado” y
se le puede castigar, y se le castigará en la medida en que se identificó como
enfermo. Así pues, la vieja dicotomía que, en los términos del código,
calificaba al sujeto de delincuente o de enfermo, quedó totalmente eliminada.
Ahora solo hay dos posibilidades, la de un poco enfermo, siendo realmente
delincuente, no o un poco delincuente siendo un verdadero enfermo. El
delincuente no se libra de la patología. Recientemente en Francia un ex recluso
escribió un libro para hacer comprender que si robó no fue porque su madre lo
destetó antes de tiempo ni porque su superego es débil ni tampoco porque sufre
de paranoia, sino porque le dio por robar y ser ladrón.
La
preponderancia conferida a la patología se convierte en una forma general de
regulación de la sociedad. La medicina ya no tiene campo exterior. Fichte
hablaba de “Estado comercial cerrado” para describir la situación de la Prusia
de 1810. Se podría afirmar en relación con la sociedad moderna que vivimos en
“Estados médicos abiertos” en los que la dimensión de la medicalización ya no
tiene límite: ciertas resistencias populares a la medicalización se deben
precisamente a esta investidura de predominio perpetuo constante.
Por último
quisiera exponer otra característica de la medicina moderna, a saber, lo que
podría denominarse la economía política de la medicina.
Tampoco se
trata de un fenómeno reciente, pues desde el siglo XVIII la medicina y la salud
fueron presentadas como problema económico. Por exigencias económicas la
medicina surgió a fines del siglo XVIII. No hay que olvidar que la primera gran
epidemia estudiada en Francia en el siglo XVII y que dio lugar a un acopio
nacional de datos no era realmente una epidemia sino una epizootia. Se trataba
de una mortandad catastrófica en una serie de rebaños del sur de Francia lo que
contribuyó al origen de la Real Sociedad de Medicina. La Academia de la
Medicina en Francia nació de una epizootia, no de una epidemia, lo que
demuestra que los problemas económicos fueron los que motivaron el comienzo de
la organización de esta medicina.
Puede
afirmarse también que la gran neurología de Duchenne de Boulogne, de Charcot,
etc., nació de los accidentes ferroviarios y accidentes del trabajo ocurridos
alrededor de 1860, en el momento en que se planteaba el problema de los
seguros, la incapacidad para el trabajo, la responsabilidad civil de los
empleadores a los transportadores, etc. La base económica de la medicina
moderna estuvo presente en su historia.
Pero lo que
resulta peculiar en la situación actual es que la medicina se vinculó a los
grandes problemas económicos a través de un aspecto distinto del tradicional.
En otro momento lo que se exigía a la medicina era el efecto económico de dar a
la sociedad individuos fuertes, es decir, capaces de trabajar, de asegurar la
constancia de la fuerza laboral para el funcionamiento de la sociedad moderna.
En la
actualidad la medicina encuentra la economía por otro conducto. No simplemente
porque es capaz de reproducir la fuerza de trabajo sino porque puede producir
directamente riqueza en la medida en que la salud constituye un deseo para unos
y un lucro para otros. La salud en cuanto se convirtió en objeto de consumo,
que puede ser producido por unos laboratorios farmacéuticos, médicos, etc., y
consumidos por otros -los enfermos posibles y reales- adquirió importancia
económica, y se introdujo en el mercado.
El cuerpo
humano se introdujo dos veces en el mercado: la primera por el asalariado,
cuando el hombre vendió su fuerza de trabajo, y la segunda por intermedio de la
salud. Por consiguiente el cuerpo humano entra de nuevo en el mercado económico
en cuanto es susceptible a las enfermedades y a la salud, al bienestar o al
malestar, a la alegría o al sufrimiento, en la medida en que es objeto de
sensaciones, deseos, etc.
Desde el
momento en que el cuerpo humano entra en el mercado, por intermedio del consumo
de salud, aparecen varios fenómenos que causan disfunciones en el sistema de
salud y de la medicina contemporánea.
Contrariamente
a lo que cabía esperar, la introducción del cuerpo humano y de la salud en el
sistema de consumo y mercado no elevó de una manera correlativa y proporcional
el nivel de salud. La introducción de la salud en un sistema económico que
podía ser calculado y medido indicó que el nivel de salud no operaba en la
actualidad como el nivel de vida. En cuanto el nivel de vida se define por la
capacidad de consumo de los individuos, el crecimiento del consumo humano, que
aumenta igualmente el nivel de salud, no mejora en la misma proporción en que
aumenta el consumo médico. Los denominados economistas de la salud estudiaron
varios hechos de esta naturaleza. Por ejemplo, Charles Levinson, en un estudio
sobre la producción de la salud que data de 1964, indicó que al aumentar en un
1% el consumo de los servicios médicos descendió en un 0.1 % el nivel de
mortalidad, desviación que puede considerarse como normal pero que solo ocurre
en un medio puro y ficticio. En el momento en que el consumo médico se coloca
en el medio real, se observa que las variedades del medio, en particular el
consumo de alimentos, la educación y los ingresos familiares, son factores que
influyen más que el consumo médico en la tasa de mortalidad. Por ejemplo, el
aumento de los ingresos puede ejercer un efecto negativo sobre la mortalidad, y
es dos veces mayor que el consumo de medicamentos. Es decir, si los ingresos
solo aumentan en la misma proporción que el consumo de servicios médicos, el
beneficio que representa el aumento del consumo médico quedará anulado e
invertido por el pequeño incremento de los ingresos. De manera análoga, la
educación actúa sobre el nivel de vida en una proporción dos veces y media
mayor que el consumo médico. Por consiguiente, para una vida prolongada, es
preferible un nivel de educación que el consumo médico.
Así pues, si
el consumo médico se coloca en el conjunto de variables que pueden actuar sobre
la tasa de mortalidad se observará que este factor es el más débil de todos.
Las estadísticas de 1970 indican que, a pesar de un aumento constante del
consumo médico, la tasa de mortalidad, que es uno de los indicadores más
importantes de salud, no disminuyó, y resulta todavía mayor para los hombres
que para las mujeres.
Por
consiguiente, el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan
relación directa, lo que revela una paradoja económica de un crecimiento de
consumo que no va acompañado de ningún fenómeno positivo del lado de la salud,
la morbilidad y la mortalidad. Otra paradoja de esta introducción de la salud en
la economía política es el hecho de que las transferencias sociales que se
esperaban de los sistemas del seguro social no desempeñan la función deseada.
En realidad, la desigualdad de consumo de los servicios médicos es casi tan
importante como antes. Los más adinerados continúan utilizando los servicios
médicos mucho más que los pobres, como ocurre hoy en Francia, lo que da lugar a
que los consumidores más débiles, o sea, los más pobres, paguen con sus
contribuciones el superconsumo de los más ricos. Por añadidura, las
investigaciones científicas y la mayor parte del equipo hospitalario más
valioso y caro se financian con la cuota del seguro social, mientras que los
sectores en manos de la medicina privada son los más rentables porque
técnicamente resultan menos complicados. Lo que en Francia se denomina albergue
médico, como una pequeña operación, pertenece al sector privado y de esta
manera lo sostiene el financiamiento colectivo y social de las enfermedades.
Así vemos
que la igualación del consumo médico que se esperaba del seguro social se
adulteró en favor de un sistema que tiende cada vez más a restablecer las
grandes desigualdades ante la enfermedad y la muerte que caracterizaban a la
sociedad del siglo XIX. Hoy, el derecho a la salud igual para todos pasa por un
engranaje que lo convierte en una desigualdad.
Se plantea a
los médicos el siguiente problema: ¿cuál es el destino del financiamiento
social de la medicina, el lucro derivado de la salud? Aparentemente este
financiamiento va a pasar a los médicos, pero en realidad no sucede así. La
remuneración que reciben los médicos, por importante que sea en ciertos países,
no representa nada en los beneficios económicos derivados de la enfermedad y la
salud. Los que realmente obtienen el mayor lucro de la salud son las grandes
empresas farmacéuticas. En efecto, la industria farmacéutica está sostenida por
el financiamiento colectivo de la salud y la enfermedad, por mediación de las
instituciones del seguro social que obtienen fondos de las personas que obligatoriamente
deben protegerse contra las enfermedades. Si esta situación todavía no está
bien presente en la conciencia de los consumidores de salud, es decir los
asegurados sociales, los médicos la conocen perfectamente. Estos profesionales
se dan cada vez más cuenta de que se están convirtiendo en intermediarios casi
automáticamente entre la industria farmacéutica y la demanda del cliente, es
decir, en simple distribuidores de medicamentos y medicación.
Vivimos una
situación en que ciertos hechos fueron llevados a un paroxismo. Y estos hechos,
en el fondo, son los mismos de todo el desarrollo médico del sistema a partir
del siglo XVIII cuando surgió una economía política de la salud, los procesos
de medicalización generalizada, los mecanismos de la biohistoria. La denominada
crisis actual de la medicina no es más que una serie de fenómenos
suplementarios exacerbados que modifican algunos aspectos de la curva pero que
no la crearon.
La situación
actual no se debe considerar en función de medicina o antimedicina, de
interrupción o no interrupción de los costos, de retorno o no a una especie de
higiene natural, al bucolismo paramédico. Estas alternativas carecen de
sentido. En cambio sí tienen sentido, y por eso ciertos estudios históricos
pueden resultar de cierta utilidad, el tratar de comprender en que consistió el
“despegue” sanitario y médico de las sociedades de tipo europeo a partir del
siglo XVIII. Importa saber cuál fue el modelo utilizado y en qué medida se
puede modificar, y por último, en el caso de las sociedades que no conocieron
ese modelo de desarrollo de la medicina, que por su situación colonial o
semicolonial solo tuvieron una relación remota o secundaria con esas
estructuras médicas y ahora piden una medicalización, a la que tienen derecho porque
las enfermedades infecciosas afectan a millones de personas y no sería válido
emplear argumento, en nombre de un bucolismo antimédico, de que cuando estos
países no sufran de estas infecciones experimentarán enfermedades degenerativas
como en Europa. Es preciso averiguar si el modelo de desarrollo médico de
Europa a partir de los siglos XVIII y XIX se deben constituir o modificar y en
qué medida debe hacerse para su aplicación eficaz en esas sociedades sin que
produzcan consecuencias negativas.
Por eso creo
que la revisión de la historia de la medicina que podamos realizar tiene cierta
utilidad: se trata de conocer mejor no tanto la crisis actual de la medicina,
lo que constituye un concepto falso, sino cuál fue el modelo de funcionamiento
histórico de esa disciplina desde el siglo XVIII, para saber en qué medida se
puede modificar.
Es el mismo
problema que se plantea a los economistas modernos que se vieron obligados a
estudiar el “despegue” económico de Europa a partir de los siglos XVII y XVIII
para ver si ese modelo de desarrollo se podía adaptar a sociedades todavía no
industrializadas.
Se requiere
la modestia y el orgullo de los economistas y afirmar que la medicina no debe
ser rechazada ni adoptada como tal; que la medicina forma parte de un sistema
histórico; que no es una ciencia pura y que forma parte de un sistema económico
y de un sistema de poder, y que es necesario determinar los vínculos entre la
medicina, la economía, el poder y la sociedad para ver en qué medida se puede
rectificar o aplicar el modelo.
- *
Fuente: Educación Médica y Salud.
1976;2:152-70. Conferencia dictada en el curso de medicina social que tuvo
lugar en octubre de 1974 en el Instituto de Medicina Social, Centro Biomédico
de la Universidad Estatal de Río de Janeiro, Brasil.
Muchas gracias por recuperar está está conferencia profesor. Lo leo con disfrute desde Argentina. Cecilia M.
ResponderEliminarGracias Cecilia. Comparto tu valoración de este texto. Como vivo en el extraño país España, mi disfrute es aún mayor, en tanto que aquí el pensamiento de Foucault se encuentra sometido a una cuarentena perpetua.
ResponderEliminarSaludos
Magnífica conferencia. Mi agradecimiento por publicarla. Ante el esperpento que podemos contemplar, puede que lo mas saludable sea un ataque de risa, aunque las consecuencias de estas inercias puedan resultar catastróficas.
ResponderEliminarGracias. Esta conferencia fue pronunciada hace 56 años. La verdad es que "envejece" muy bien. Creo que nos riamos, lloremos o gritemos estamos instalados en lo catastrófico. Los que llevan la voz cantante son los del espectáculo, que convocan a todos al esperpento de su guion. Todo sea por las audiencias y sus publicidades asociadas.
ResponderEliminarEnvejece muy bien, y sin duda dice verdades evidentes. Foucault es bueno que esté en cuarentena permanente. Todos deberiamos estarlo un poco. Alguien con ganas debería intentar actualizar
ResponderEliminarGracias. Disiento en que sea bueno que una obra como la de Foucault debiera estar en cuarentena permanente. El problema es precisamente que ya está en una cuarentena férrea. La ausencia de pensamiento determina que la actualización se esté llevando a cabo. El alguien que la ejecuta son los poderes industriales y profesionales, escoltados por los medios de comunicación, que fabrican pequeñas tecnoutopías que cumplen un papel de control sobre los pacientes-feligreses. La emergencia del coronavirus es elocuente.
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