En estos
días he vuelto a visitar consultas médicas definidas por su fugacidad, que
suele ser la antesala de la futilidad.
La masificación de la medicina y su conversión en un bien de consumo,
reforzadas en los últimos años por los recortes, han acentuado su ingravidez.
Muchas consultas son actos mecánicos en los que comparecen distintas gentes en
espera de aliviar sus malestares, una gran parte de los cuales exceden lo
estrictamente biológico. Así, desde la perspectiva del visitante, en no pocas
ocasiones se trata de conjurar sus miedos, estimulados por la expansiva
medicalización de la vida cotidiana y la videosfera.
En mi
infancia y adolescencia, el médico era un personaje que acudía al domicilio
cuando era solicitado. Este era un privilegio que solo disfrutaban las clases medias y altas. En
su visita, trataba al enfermo que lo requería, y lo solía hacer en su cama. Así
se cumplía estrictamente la denominación de
médico de cabecera. Además, nos saludaba a todos y se interesaba por
nuestro estado. Siempre preguntaba por cuestiones cotidianas como alimentación,
sueño y otras de la vida corriente. La relación en la casa dejaba un sello
inequívoco, que se expresa en el recuerdo de sus nombres muchísimos años
después. El Dr Cárdenas; el Dr Plaza; el Dr Iriarte; el Dr Calero… estos son
apellidos reconocidos y compartidos por toda la familia. Por el contrario, no
recuerdo los nombres de muchos de los médicos que me han atendido
posteriormente en una consulta.
Pero la
asistencia médica se expandió mediante la generalización de las consultas
ambulatorias. Estas eran livianas y rápidas. Recuerdo las consultas
ambulatorias de aquél tiempo como un acto mecanizado, en el que eras llamado a
entrar cuando estaba terminando el anterior. El médico te preguntaba por el
motivo de la consulta y tomaba una decisión veloz, normalmente expedir una
receta, que rellenaba cuando ya estaba el siguiente dentro de la sala. Pero
esta asistencia se instaló en el imaginario social como un bien de consumo
irrenunciable, al que los profanos otorgaban un valor muy superior al que le
atribuían los profesionales y los expertos.
La consulta,
experimentó así, una trayectoria análoga al automóvil, la playa u otros bienes
de consumo, que están caracterizados por un alto valor de uso cuando su
disfrute es minoritario, pero cuando su uso se generaliza, pierden una parte
sustancial de su valor. Las colas, las listas de espera, las consultas fugaces
mecanizadas, todas ellas presentan una analogía con los atascos y retenciones
automovilísticas. Pero este condicionante no tiene efectos en la demanda
desbocada que se produce inevitablemente con la masificación. El misterio que
más concita mi atención es el de las playas en verano, que representan un nivel
de hacinamiento insólito. Tras estos eventos subyace una lógica que trasciende
el razonamiento y que es muy difícil de aprehender.
La primera
ocasión que me hizo pensar acerca de la futilidad de muchas de las consultas
masificadas fue mi presencia en una de Oftalmología, en la que, antes de contar
el problema que motivaba la visita, tenía que informarle que tenía un ojo vago. Mi experiencia,
repetida en varias ocasiones y contextos, me enseñó que no es posible contar
más de un problema. Este es límite para que el profesional ejecute un acto
automático de respuesta. El servicio se agota en un problema, solo uno y nada
más que uno. Esta norma no escrita está extremadamente arraigada en distintos
contextos profesionales de la asistencia médica masificada.
En los
primeros años de la reforma de la atención primaria, la flamante puesta en
escena de la medicina de familia, me llevó a pensar que se iba a recuperar la
visita domiciliaria como una parte esencial de la relación. Pronto comprendí
que no era así, y que la asistencia médica había optado por localizarse en la
consulta. Los largos años de enfermedad de Carmen ratificaron esta premonición.
Las visitas a domicilio son una práctica residual, y existen múltiples barreras
para conseguirlas. El resultado es la multiplicación de las expediciones a las
consultas, que se configuran como un espacio de encuentro entre pacientes en
trance de convertirse en hiperfrecuentadores, y profesionales infrafrecuentadores de los domicilios.
La reforma
neoliberal-gerencialista se intensificó con la crisis, acrecentando los recortes que se acumulan
irreversiblemente. El resultado es la minimización del número de horas de
profesional disponibles para una población crecientemente consumista y amedrantada
por la comunicación mediática intensiva de las enfermedades y los riesgos. De
este modo se conforma un problema fundamental, en el que la demanda desborda
las capacidades de respuesta del sistema. Las consultas duran muy pocos minutos
y los profesionales se encuentran sepultados por la riada de pacientes. En
estas condiciones se produce una degradación de la asistencia, y un retorno a
la vieja asistencia ambulatoria.
El resultado
sobre las consultas de estas políticas sanitarias de constricción de recursos, es
demoledor. El reciente libro de Enrique Gavilán ilustra acerca de esta
tragedia. El aspecto más pernicioso de las consultas fugaces radica en su
escasa duración. La sala de espera concentra a quienes aguardan su turno para
acceder a este servicio. Esta estancia alberga las tensiones latentes entre los
presentes, clasificados según un orden, en el que cada uno tiene un número. Si
alguien se excede en el tiempo de la consulta, la temperatura en la sala sube
considerablemente y se manifiestan señales inequívocas de la guerra de todos
contra todos.
Las
consultas en un sistema masificado se inscriben en una ecuación fatal. Esta se
expresa en la relación entre el tiempo de espera y el tiempo de consulta.
Cuando el primero excede manifiestamente al segundo, se desencadenan
situaciones tensas, que se manifiestan de distintas formas. Todos los
malestares vividos por cada cual con respecto a la asistencia médica, se hacen
presentes en las mentes de forma conjunta, generando estados psicológicos
negativos. Estos son los malos espíritus de las consultas, que actúan generando
condiciones para el incremento de distintos tipos de agresiones. La violencia
contra los profesionales es un iceberg, en el que la parte sumergida tiene sus
raíces en las barreras de acceso, de tráfico por el sistema, así como de lo
crecientemente menguado del servicio.
Pero el
aspecto más nocivo de las consultas fugaces es el efecto producido por la
restricción temporal en la relación. El visitante tiene que ser capaz de
exponer el problema que motiva la consulta. El problema radica en las múltiples
situaciones en las que existen varios motivos interconectados. En un contexto
de esta naturaleza, el primero adquiere un protagonismo que desplaza a los
demás. Así, lo no tratado, o lo no hablado tiende a acumularse para las
sucesivas consultas. La dictadura del motivo principal adquiere todo su esplendor en
esta relación. Del imperativo de resolver lo principal se deriva una
mecanización y rutinización de la relación asistencial, que alcanza
proporciones insólitas.
Pero esta
limitación temporal de la relación incrementa el desencuentro, en tanto que, en
muchas ocasiones, la definición del problema es muy diferente en el profesional
y el consultante. Consensuar esta cuestión requiere un tiempo no disponible. De
ese modo el médico tiene que imponer una solución en una relación de austeridad
relacional por efecto de la concisión determinada por el tiempo. En ocasiones,
este tiene que refutar la información falsa que porta el visitante y respalda
su demanda. Así, pese a las asimetrías e de esta relación, que hacen favorecer
la solución propuesta por el profesional, así como la aceptación por parte del
demandante, se constituye un disenso no racionalizado que constituye un entorno
en las siguientes visitas. Se trata de una hostilidad contenida, que desempeña
un papel nada despreciable en la relación. Esta puede activarse con ocasión de
un desencuentro puntual en el futuro.
La
apariencia de consenso genera una mentalidad utilitarista y rácana por ambas
partes. Se trata del ángulo mezquino inevitable en una relación de estas
características. La consulta es una situación social que se produce en un
ámbito de intimidad, a salvo de miradas exteriores. Para el visitante es una
situación pasajera, que concluye con la despedida. Para el profesional es un
momento en una cadena eterna de consultas, que tienen efectos mutuos entre
ellas. De este modo, las presiones silenciosas que recibe el consultor por
efecto de la apariencia de consenso, erosionan severamente su posición y su
misma integridad profesional. De ese modo tiene que practicar transacciones
sutiles que desbordan sus propias reglas. Este es el resultado fatal de la
sobrecarga de consultas sucintas.
El
consultante es un ser social, lo que implica su inmersión en una videosfera
rotundamente medicalizada. En esta dominan los códigos de la comunicación
publicitaria, las comunicaciones de las especialidades en busca de nichos de
demanda y la milagrería comercial del complejo médico-industrial. El visitante
es un portador de estas conminaciones y manipulaciones comunicativas. En los
escasos minutos de la consulta, puede emitir algún comentario fundado en esas
fuentes. Pero el profesional no puede refutarlas en su integridad, en tanto que
la limitación temporal y relacional se impone contundentemente. Así se conforma
otra ecuación fatal: el volumen de consejos de salud asimilados por un
consultante es muy superior al que puede emitir el profesional. En algunos
médicos sólidos, esta cuestión produce un sentimiento de impotencia o
desamparo. El feed-back se hace imposible en esta situación, en la que los
profesionales se encuentran literalmente cercados.
El sumatorio
de estos argumentos cuestiona la eficacia de las consultas breves, acentuando,
en no pocos casos, su futilidad y su ingravidez. De ahí que persistan los
problemas y la demanda infinita se incremente contra toda lógica. De nuevo cabe
recurrir al libro de Gavilán, que contribuye a visibilizar el mundo de las
consultas rápidas, mecanizadas y producidas con criterios industriales. El
desfondamiento de muchos profesionales es inevitable. Pero lo peor radica en
aquellos que no hablan, acomodándose a la gran recesión ambulatoria de la
atención primaria. Estos terminan por cumplir con el imperativo de adaptarse a
cualquier situación.
La reforma
gerencialista-neoliberal, termina así por reconfigurar el sistema sanitario,
destruyendo el potencial de la atención primaria. En este texto he tratado de
explicar que lo que se llama trivialmente como recortes, no es sino una
herramienta tanato-organizativa de gran calado. Se trata de ajustar el sistema
sanitario a la nueva estructura social. El estado de bienestar privilegió una
asistencia médica de calidad a una clase trabajadora industrial localizada en
las empresas, que desempeñaba un papel esencial en la producción. La nueva
estructura social multiplica las categorías sociales de aquellos que son
prescindibles para la producción. Esta masa de trabajadores intermitentes y
rotantes es la penalizada por esta reforma. Esta es una boda excelsa
entre la precarización y la asistencia ambulatoria fugaz e ineficaz. Este es el
sentido de “los recortes”. Se trata de una degradación asistencial inducida.
En este texto,
intencionalmente no he escrito la palabra paciente. Al decir visitante o
consultante, he querido decir cosas que solo se pueden comprender desde el
interior de esa relación íntima que es la consulta fugaz, una situación social
ingrávida.
y la solución?
ResponderEliminarpor que como sea la solución salubrista de los médicos a vender programas de empresas "hibridadas" o a dar paseo con la gente.....
mejor que siga así