La aña
Ramona es una de las personas más misteriosas de mi infancia. El aña era una
niñera-nodriza, que había amamantado a
varios niños de la familia, y que permanecía en el hogar muchos años
después. Era una ama de cría que había cumplido su misión durante varios años y
era reciclada en sus funciones domésticas. Ramona prestó sus pechos jóvenes a
los sucesivos niños de la familia de mi abuelo, Pedro Irigoyen, que tuvo
diecinueve hijos. Así se arraigó en la casa hasta su muerte, formando parte del
servicio doméstico, pero detentando un estatuto especial derivado del vínculo
surgido de la función de sustitución y complementación de la madre.
La conocí en
las visitas familiares al domicilio de la calle Luchana en Bilbao, cuando
todavía vivíamos en Madrid. Ella servía a mi tía Elena, que era quien residía
allí. Unos años después, mi padre y
todos nosotros nos asentamos en esa casa, y también mi querida tía Tere y el
tío Julio, que llegaron con posterioridad tras su regreso de Brasil. Era una
persona muy mayor, y siempre se encontraba disponible en segundo plano en
cualquier lugar de la casa. Iba uniformada con un elegante vestido negro y un
delantal blanco, que me recordaba a los sirvientes de las películas de reyes,
zares y nobles de distintas especies que poblaron mi infancia. Siempre llevaba
su cabello bien peinado y recogido en un moño.
El estatuto
de la aña en la casa era muy complejo. Era considerada como una persona cercana
a la familia, pero, al mismo tiempo, era una criada ajena. Ella participaba en una
ceremonia muy importante de ese tiempo, que era la merienda con los amigos y
allegados de la familia que visitaban la casa en la tarde. Se sentaba en la
mesa permaneciendo en segundo plano, desempeñando un comportamiento en el que
la discreción era un arte. Solo hablaba si era preguntada. Al tiempo, realizaba
pequeñas tareas domésticas, ejerciendo de enlace con los otros tipos de
personal doméstico que habitaban la casa: las cocineras y las doncellas de
entonces. Pero esta presencia en las actividades sociales tenía dos límites
precisos: la comida familiar, en la que estaba excluida de la mesa y el uso del
cuarto de baño. Ella utilizaba el baño del servicio. Comer y defecar devenían
en dos actividades esenciales para establecer diferencias estamentales en el
espacio doméstico.
Ramona había
tenido una vida difícil, como muchas mujeres procedentes de medios rurales de
esta época. Ella era de un pueblo muy importante de Coruña, Betanzos. Nadie
sabía nada de su vida anterior antes de llegar a la casa de los Irigoyen. Se
sabía que era madre soltera, una condición muy generalizada en ese tiempo, pero
el hermetismo acerca de su pasado era absoluto. Representaba la figura de la
caída en desgracia de una mujer en estos tiempos, que había sido embarazada y
abandonada. Esta incidencia conllevaba una condena moral de sus allegados. El
viaje a Bilbao para desempeñar un servicio tan íntimo como es el de nodriza,
que repite tras los sucesivos embarazos de mi abuela, la libera del estigma de
su tierra. Este es un viaje sin vuelta, en el que se difumina el pasado y se
consuma una vida presidida por un gran secreto y una dependencia total de sus
empleadores, convertidos de facto en amos.
Nunca
olvidaré que, en una de las meriendas sociales de mi infancia, mi padre le dijo
que saliera por ahí a dar un paseo y ver escaparates. Las sirvientas de
entonces tenían libres las tardes de los jueves y los domingos. Pero ella
renunció desde siempre a salir. La contestación a la invitación de mi padre fue
rotunda “No, señorito Pedro, yo estoy bien aquí, y, además, pueden necesitar
algo”. Esta contundente manifestación de sumisión integral quedó grabada en mi
mente. La casa, en la que una parte de su espacio le estaba vedado, era para
ella un refugio total, en el que se sentía segura frente al desamparo del
exterior.
Ramona fue
testigo, además de distintas vicisitudes familiares, del devenir fatal de
algunas de las sirvientas que pasaron por la casa. Recuerdo a una chica muy
joven, y muy guapa, que quedó embarazada tras un año en la casa. Mi primo Tomás
Ellacuría, se esforzaba por buscar al padre, pero ella solo daba un nombre de
pila; una referencia regional, que era gallego; un vehículo indeterminado, y su
profesión, que se limitaba a una fábrica sin especificar. No fue posible
encontrarlo. Así, la aña confirmaba el exterior como un espacio de riesgo, en
tanto que poblado por depredadores masculinos ante los que se encontraba
desvalida. Mi madre me comentó que Ramona quedó embarazada en unas fiestas del
pueblo, como muchas mujeres de este tiempo.
La condición
de Ramona se puede definir apelando a su vulnerabilidad absoluta, lo que
comporta una indefensión total. Se encontraba a merced de sus empleadores.
Carecía de cualquier recurso que la hiciera una persona independiente. Así,
debía hacer de la obediencia una virtud absoluta, integrándola en su persona.
No podía permitirse el lujo de tener un conflicto, por pequeño que fuese, con
sus empleadores/amos. Tenía que evitar ser arrojada al exterior peligroso.
Ignoro si tenía un salario, pero supongo que no. Sus necesidades básicas eran
cumplimentadas por la familia, pero se trataba de una relación diferente al
trabajo asalariado.
Había
interiorizado la situación en que vivía de modo integral, sin reservas. Era una
persona disponible cien por cien y carente de cualquier expectativa. En esta
situación de dependencia solo le quedaba el agradecimiento a sus verdaderos
dueños. Me pregunto por sus noches, cuando permanecía en su cama en soledad
durante tantos años. Quizás, en la oscuridad
albergase algún resentimiento hacia las personas que se sobreponían
sobre ella en las horas de luz. También sobre el paso de los años, tan pausado
en este tiempo. Su vida se agotaba en vivir los ciclos idénticos que se suceden
todos los días, solo alterado por algún pequeño acontecimiento que sucedía a
alguno de sus señores. Me interrogo acerca de sus recuerdos anteriores a su
encierro definitivo en esa familia, convertida para ella en una institución
total.
Ciertamente,
la trataban bien, en tanto que cumplía estrictamente el papel que tenía
asignado. Le manifestaban cierto respeto y estaban atentos a sus necesidades
básicas, que podían llegar a incluir la presencia de un médico en el caso de
que su salud lo requiriese, aún a pesar de que ella misma lo rechazase por
considerarlo un exceso. Pero este statu quo excluía el afecto y sus distintas
expresiones. Intuyo que murió sin conocer los abrazos y los besos cargados de
afecto que aportan lo esencial a las vidas. Tampoco las palabras tiernas y
reconocidas. Su vida era un encierro en un páramo en el que el afecto tenía un
límite estricto. Su condición de subalterna marcaba los límites de la relación.
Ella carecía
de iguales con los que confraternizar y vivir afectos. Su relación con las
otras sirvientas era distante, en tanto que su estatuto era diferente. Pero
igual ocurría con la familia, de la que era un elemento exterior. Habitaba una
tierra de nadie en la que la soledad absoluta era la norma incuestionable. Así
se configuraba como lo que hoy se denominaría como un recurso familiar, aunque
parece excesivo llamarlo humano, en tanto que las relaciones tenían unos límites que minimizaban las emociones. Se sobreentendía que la familia le estaba haciendo un favor perpetuo a cambio de su conformidad y obediencia.
Recuerdo su
máscara inalterable, en la que las emociones no tenían lugar. Estaba esculpida
como un ser que había renunciado a sí misma a cambio de ser acogida. Su figura
representaba la negación de los deseos personales y la individualidad. Para
ella se hizo cierto ese dicho de que la vida era un valle de lágrimas, pero con
el añadido de que ella misma no podía llorar. Por eso pienso en las largas
noches de soledad como único espacio para expresar sentimientos. Ella
representaba la conformidad en la escala máxima imaginable. En coherencia,
supongo que pensaría en la creencia de que otra vida le esperase en el más
allá, en el que los años de penitencia compensarían su pecado original, que
tuvo lugar en el entorno de una fiesta rural y al amparo de la oscuridad.
Muchos años
después, cuando llegué a Granada, cono cí un caso parecido. Era el de Encarna,
una sirvienta enclavada en la familia de unos vecinos, que pagaba así su pena
de lo que los técnicos imbéciles del tiempo presente llaman “embarazo no
deseado”. Esta era totalmente dependiente de sus amos. Era ya bastante mayor y
su aportación a las tareas de reproducción del hogar estaba menguando. Me contó
que de joven se cayó de una mula en el campo y se rompió una pierna. No tuvo
asistencia médica alguna y tuvo que vivir con una ligera cojera toda la vida.
Su sumisión a la familia de acogida era cósmica.
No sé cómo
terminó la aña Ramona. Ignoro de qué murió, pero creo recordar que murió en la
casa y no fue arrojada a ninguna de las terribles instituciones de caridad de
la época. Pero Encarna, que no fue nodriza, solo una incondicional subalterna
doméstica, fue ingresada en un asilo, desembarazándose la familia de tal carga.
Este desenlace nos afectó mucho a Carmen y a mí mismo. El valor de la leche
materna había favorecido el desenlace mejor de Ramona. Pero la consolidación de
una sociedad de consumo desbocada, había actuado a favor del debilitamiento del
vínculo con Encarna, que terminó siendo arrojada a un espacio que para ella
eran las tinieblas exteriores, en tanto que debilitada por los largos años de
encierro total.
La
emergencia del feminismo ha privilegiado la recuperación delas mujeres
trabajadoras y profesionales. Pero estas castas de mujeres encerradas, añas y
varias clases de recluidas domésticas, así como otras formas de trabajo
coaccionado, permanecen todavía en la penumbra. Ellas representaban una forma
de refugio cautivo en un mundo peligroso para ellas. Así el problema se
resolvía transformándose en uno mayor. La seguridad que sentía la aña en su
encierro, percibido como mal menor frente a las amenazas exteriores, cimentaba
una conducta de sumisión aceptada e ilimitada.
Muy interesantes tus reflexiones, en mis diferentes ramas familiares a nivel de abuelos y bisabuelos han habido personas mas pobres que han ejercido de Añas (mas o menos de criada/mayordoma/nodriza) y otros mas acomodados que las han disfrutado en el servicio, a mi apenas me quedan recuerdos de una especie de criada que vivía en casa hasta cumplir los 5 años, que fue cuando marchamos de casa de la abuela en Valencia a vivir a Barcelona.
ResponderEliminarMuchas gracias por sus dos últimos comentarios, donde nos regala recuerdos personales que, además de nostalgia, nos ofrece abundantes motivos para la reflexión.
ResponderEliminarFeliz. Navidad!
Gracias a los dos. Lo que más me interesa del tema de las añas es las analogías entre las formas de sometimiento de aquel tiempo y las que prevalecen hoy, que han mudado sus formas, pero que mantienen códigos básicos comunes.
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