domingo, 27 de octubre de 2019

COLOMETA




La exhumación de Franco suscita una inevitable revuelta de mi memoria. Viví mi juventud en la sociedad del franquismo maduro, en tránsito hacia su propia metamorfosis democrática. El régimen de Franco fue mucho más que una forma de estado. Más allá de lo político, supuso la instauración de un orden social extremadamente jerarquizado, que amparaba una cotidianeidad gris y autoritaria, en la que cada cual se encontraba efectivamente subordinado a una autoridad ejercida por varias jerarquías coordinadas. Entre estas destacaba la omnipresencia de la iglesia católica -que me ayudó a comprender el concepto de transversalidad-  que se hacía presente en una vida diaria limitada por el control ejercido por esas autoridades. La cotidianeidad era un espacio en el que las personas buscaban ingeniosamente una rendija para distanciarse de ese orden rígido e imperativo, así como de la severidad de las instituciones que lo conformaban.

Durante largos años la movilidad social se encontraba bloqueada completamente para la gran mayoría. La vida consistía en apañárselas para sobrevivir. La parca frase de salir adelante sintetizaba las representaciones y las prácticas de la gente en este tiempo. Desde la mitad de los años sesenta, la economía mejoró sustancialmente, de modo que se generaron oportunidades para muchas personas. El sentido de las biografías estaba dominado por las estrategias para romper la inmovilidad social y aprovechar las ocasiones que se presentaban. El acceso a la primera sociedad de consumo y al bienestar material fue vivido como una epopeya familiar que se percibía desde un optimismo desmesurado. La mejora de las casas, la llegada de los electrodomésticos, la multiplicación de las proteínas, la motorización de masas, las vacaciones, el ocio industrializado, todo fue vivido intensamente como una ruptura con la escasez extrema con que había experimentado la mayoría.

Para los vencidos en la guerra civil, el franquismo representó una experiencia terrible. Me he preguntado muchas veces acerca de quién lo habría pasado peor, si los represaliados que sufrieron largos años de cárcel o aquellos que tuvieron que reorganizar su vida en el contexto de coerción suprema que representó el régimen autoritario y clerical. Me atrevo a apostar por la hipótesis de que los padecimientos fueron aún mayores entre estos últimos. Los recluidos en prisiones o campos de concentración al menos se encontraban juntos, pudiendo aliviarse y recrear su identidad. Pero la situación de los que quedaron enclavados en comunidades locales cuya memoria los delataba como republicanos, significó un castigo permanente de una envergadura inimaginable, que suponía un encierro perpetuo en su propia intimidad.

Por esta razón siempre me ha fascinado y conmovido profundamente la figura de Colometa. Esta es el personaje de la novela “La plaza del Diamante”, de Mercé Rodorera. Sobre esta se ha realizado una película de Francesc Betriú, así como una serie de televisión de cuatro capítulos. También ha sido convertida en obra de teatro bajo la dirección de Joan Ollé. Recomiendo vivamente la lectura o visionado de esta obra maestra, aunque pienso que para comprender integralmente su significado, es preciso haber vivido como discrepante en este régimen fatal. Desde este umbral de sensibilidad se hace inteligible la dimensión monstruosa del franquismo para aquellos no identificados con el mismo.

Colometa es precisamente una mujer que vive su juventud en la Barcelona de la República. La guerra civil significa la pérdida de su marido y de los amigos más cercanos. Ella queda sola con sus hijos tras la entrada de los nacionales en la ciudad.  Los años siguientes representan un verdadero infierno para Colometa. Tiene que sobrevivir en unas condiciones pésimas, multiplicadas por la permanencia de su pecado original de su condición de republicana. Para amortiguar el estigma que la acompaña debe promover una metamorfosis trágica. Tiene que hacer del olvido y del silencio una obra de arte que se renueva todos los días. Así, destruye su propia identidad personal, presentándose en sociedad como una versión maximizada de la renuncia a sí misma. Su persona queda amputada y representa la fragilidad en una dimensión extrema, de modo que pueda optar a estimular la piedad entre los vencedores que la rodean.

Así se reconstituye como un ser dócil, que tiene que acreditar su sumisión, así como la ausencia de cualquier expectativa que vaya más allá de la sobrevivencia. Este estado de acatamiento permanente, se renueva continuamente, en tanto que cualquier signo de disconformidad puede reactivar la sospecha fundada en su pasado. Su objetivo reiterado día a día, es el de ocultarse y negarse ante los demás. La tragedia se cierra fatalmente mediante un matrimonio con un tendero piadoso que la rescata de un estado de desamparo supremo. Todas las noches debe compartir las sábanas con un hombre extraño, al que debe ocultar sus recuerdos, sus aspiraciones y sus deseos. La simulación se instala así en su vida cotidiana, sin perspectiva alguna de concluir. No hay futuro alguno para esta persona destruida.

Colometa representa una forma de rendición en grado supino. Es la condición para ser perdonado por un poder que extiende sus tentáculos al control de las vidas de los vencidos. Se trata de una auténtica arrepentida, que niega su pasado y asume que ha nacido bajo el amparo del nuevo señor. Así, representa el arquetipo personal de un auténtico derrotado, cuya sustancia personal ha sido extraída de su existencia. Colometa se convierte en nadie, despojándose de su pasado para ser aceptada en la nueva sociedad triunfante. Su aceptación de las miserias de su presunto marido y su relación con este, cierran el drama de su vida. Desde la perspectiva del presente, los animales domésticos gozan de un estatuto de aceptación muy superior a la de los vencidos, que ella representa tan acertadamente.

La transformación del franquismo en los años sesenta, erosionó la inmovilidad social multiplicando las trayectorias ascendentes; alivió el control cotidiano de los comportamientos, disminuyendo el peso de la iglesia; propició una norma de consumo que introducía a numerosos contingentes sociales en los umbrales de la abundancia, y desideologizó gradualmente el estado y la política. Estas mejoras sustantivas mitigaron los sufrimientos de los vencidos, mejorando su situación con respecto a los largos años negros. Muchos de ellos renegaron de su pasado republicano y adoptaron el modelo de despolitización amparado por el régimen en su estadio final. Esta ideología confería importancia a lo tecnocrático y a la gestión en detrimento de lo estrictamente político.

Pero el silencio y  el ocultamiento de identidades, continuó durante estos años semidorados de la salida de la pobreza. Pero este adoptó formas más flexibles, en el que la disipación ideológica se especificó en la administración de distintas señales y signos. Pocos se mostraban críticos abiertamente, pero podían emitir selectivamente pistas acerca de su posicionamiento, desenterrando algunos de los rastros ocultos de su pasado. En este clima de suavización del estigma de vencido, se producían pausas, en tanto que las reacciones brutales del régimen al incremento de actividades de la oposición, representaban una amenaza de involución que era percibida por los afectados, representando una pausa en su aggiornamento civil.

La muerte de Franco y la transición sacaron a flote muchas de las identidades ocultas. En los mítines de los partidos de la izquierda de las primeras elecciones generales, se producían múltiples y entusiastas salidas del armario político. Comparecieron múltiples héroes anónimos que habían permanecido durante tantos años en su intimidad congelada. Colometa fue rescatada para ser integrada en la memoria, reconociendo sus sufrimientos. Pero la salida consensuada al franquismo, uno de cuyos costes fue la congelación de la memoria, atenuó el entusiasmo de los recién llegados a la recuperación de su identidad. La amenaza de involución, hasta mediados de los años ochenta, contribuyó a la perpetuación del ocultamiento de la gran mayoría de Colometas.

No puedo dejar de recordar en el año 77 un episodio que me conmovió. Yo era entonces responsable de organización del PC en Cantabria. Los mítines de la campaña electoral congregaban a muchas personas salidas de los desiertos de la pérdida de identidad del franquismo. El día siguiente a un mitin multitudinario en Torrelavega, contactaron conmigo unos paisanos muy preocupados por la ausencia de su pariente, un hombre entrado en años, que había acudido al mitin y no había regresado a casa. Días después compareció el desaparecido, que afectado por la euforia, conoció a una mujer con la que hizo un viaje imaginario al pasado. Todo se resolvió con un coito republicano, que supongo que le reconstituyó como persona viva.

Decía Juan Goytisolo que el franquismo había dejado una huella imposible de revertir. Esta radica en el temor extremo perpetuado durante tantos años que había instituido una forma sólida de autocensura, que se había incorporado a la persona. Estoy de acuerdo con esta afirmación, que he podido constatar en numerosas ocasiones. En general, esta adopta la forma de una despolitización activa, que ampara un distanciamiento de la política. Tras la constitución del 78, ésta adquiere otras cartas de naturaleza cargadas de sutilezas. Yo mismo la he experimentado repetidamente en distintos contextos.

Algunos axiomas del franquismo sobreviven tras su desaparición, adquiriendo la forma de ausencia de compromiso y proyección de todos los males y responsabilidades  a los políticos. Algunas películas de la época, principalmente de los Ozores, aunque recuerdo una en particular de Rafael Gil, Las autonosuyas, sintetizan muy certeramente estos discursos neofranquistas. La vitalidad de estos postulados, significa un freno para el posicionamiento público de muchos de los herederos de los antiguos republicanos, que practican un repliegue a una intimidad menos rígida que la de los tiempos duros. Estos procesos se manifiestan mediante un voto oculto muy considerable.

De ahí resulta un tipo de acción política acotada en el espacio público partidario, pero que no traspasa el dintel de este. Una persona es militante en los actos partidarios, pero se protege de sus vecinos o compañeros de trabajo mediante formas de ocultación muy sofisticadas. En la próxima entrada expondré mi propia experiencia personal en los entornos que he vivido. Así, Colometa no ha muerto ni ha sido rescatada de su tragedia. Muchas personas viven episodios de ocultamiento refinado, en el que las sutilezas adquieren proporciones monumentales. En este sentido, suelo afirmar que el franquismo no se ha extinguido. Su espíritu sigue vivo, planeando sobre muchos entornos. Como adelanto a la siguiente entrega, la universidad española es un lugar donde tiene lugar un ocultamiento y despolitización activa, que adquiere la categoría de arte sublime.

Un fortísimo beso para Colometa y para todos sus múltiples parientes y descendientes.




1 comentario:

  1. Pues un abrazo para ti de otro de familia de vencidos y parece que esto irá para largo.

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