El efecto
Bandwagon es la fuerza que sustenta el comportamiento gregario. Se trata de una
disposición activa para adherirse a lo que dice y hace la gran mayoría. Su
presencia generalizada en la vida social, adquiriendo distintas formas, tiene como efecto la conformación de la
uniformidad. Este se encuentra presente en todas las esferas de la vida y
constituye un factor determinante de los comportamientos sociales. Las
sociedades del presente, que se reclaman como pluralistas en todos los órdenes,
desarrollan unas presiones a la uniformidad, extremadamente sofisticadas e
intensas. Los medios de comunicación y las redes sociales avalan con precisión
este concepto.
Los grandes
contingentes de personas modeladas por el efecto Bandwagon muestran un
disciplinamiento encomiable, en tanto que el modelo social se funda en el
cambio permanente de modas, estéticas, pautas de consumo, elementos de estilo
de vida y prácticas de vivir. Los atribulados seguidores tienen que estar atentos
a las señales procedentes de las minorías ruidosas que, desde las industrias
culturales y de la vida, así como de los medios, emiten sus prescripciones. La
vida en este tipo de sociedad, es ineludiblemente agotadora. Implica cambiar
continuamente siguiendo las novedades, para no ser considerado como una persona
rezagada, que es la condición más censurable de las formas de estar presente en
este mundo.
Para
comprender efectivamente la diversidad e intensidad del complejo de fuerzas que
conforman el gregarismo activo, es preciso romper explícitamente con cualquiera
de sus conminaciones esenciales. En los años noventa, decidimos comprarnos una
furgoneta Ford Courier, blanca, estimulados por un anuncio en el que se
señalaba el segmento de compradores de esta máquina, que no era otra que los
obreros industriales. Como el uso principal que hacíamos de ella era ir al
monte con nuestras perras, nos decidimos a experimentar con esta cabina móvil.
Teníamos mucho interés en vivir una experiencia que definíamos como “vivir
fuera de nuestro target”. Carmen sugirió suavizarla pintándole lunares, pero terminamos
por rechazarlo, porque esta hubiera sido una señal de distinción con respecto a
los seres sociales con los que compartíamos el uso de este objeto mágico, tal y
como fue definido por Roland Barthes.
El resultado
fue verdaderamente insólito y desbordó nuestras previsiones iniciales. Los
vecinos, los amigos, los alumnos y los compañeros, manifestaron un repertorio
de perplejidades y repuestas que desbordaba nuestra capacidad de metabolizarlo.
Estábamos redescubriendo los materiales de los que se urde el orden social y
sus consensos. Pude comprender en profundidad algunos de los textos
sociológicos clásicos de culto, tales como “Los extraños” de Becker Howards o
“Estigma” de Goffman. Recuerdo que, estando parados en un semáforo en Granada,
un alumno cruzó por delante y me reconoció. Su rostro expresó un shock de
grandes proporciones que remitía al imaginario del riesgo en tan avanzadas
sociedades. Estaba claro que no lo encajaba bien.
Tuvimos
múltiples experiencias al respecto. Una de las mejores fue la que protagonizó
el sociólogo de la universidad de Barcelona, Jesús de Miguel. Venía a Granada
en un viaje acelerado como miembro del Tribunal de Tesis de Rosa Medina. Mi departamento
me envió a recibirlo al aeropuerto, en tanto que teníamos que conversar sobre
un asunto de mi propia tesis. Lo recibimos en la salida del avión en un
encuentro cordial. Cuando llegamos a la furgoneta se quedó literalmente muerto,
como dicen los castizos. Su rostro expresó un compendio de sentimientos
diversificados. Como en el caso del alumno, no descartaba que se tratase de una
broma. Un sociólogo como yo, al que se suponía una ambición requerida para
desempeñarse en una institución como la academia, tenía que acompañar el
paquete de méritos y relaciones con un adecuado sistema de señales. Durante
todo el viaje se mostró desconcertado ante tal sorpresa.
La
experiencia de la furgoneta hizo inteligibles las sólidas reglas existentes
acerca de la identidad y las formas de vida. Estas eran mandatos perfectamente
delimitados y estructurados, pero, como ocurre en todas las cuestiones
fundamentales, lo importante no se encontraba escrito y racionalizado.
Ratificamos repetidamente el precepto sagrado de que en las cosas sobre las que
rige un consenso monolítico, no se hablan. Las mejores sociologías a las que he
tenido el privilegio de acceder, como las de Loureau y Lapassade, entre
otros, se hacían presentes mediante la
asignación de una centralidad incuestionable a “lo no dicho”. La transgresión
de esa regla fue una experiencia rica que me reforzó como persona y como
sociólogo, pero que me hizo comprender la fuerza totalitaria de lo social.
Durante toda
mi vida, hasta ahora mismo, el efecto Bandwagon comparece en mi entorno con
toda majestuosidad. Todas mis actuaciones profesionales y sociales han tenido
que enfrentarse a la potencia gregaria, que se disemina por todas las esferas
sociales. He vivido la reforma sanitaria, y de la atención primaria en
particular, como un contrapunto a la apoteosis de uniformidad. He asistido a
múltiples congresos, en los que la casi totalidad de los inscritos devienen en
un coro monótono hasta llegar a lo inimaginable. Así la política en los largos
años oscuros del postfranquismo. Todos repiten los mismos supuestos mediante
una convergencia fatal.
En este
contexto, siempre he celebrado descubrir a aquellos no contaminados por este
letal síndrome. Algunos sociólogos desde Jesús Ibáñez o los médicos externos al
consenso monolítico, Juan Gérvas en especial. Hace varios años descubrí un
texto de culto de Amador Fernández-Savater, en el que criticaba el consenso y
proponía el fértil disenso como factor multiplicador de la inteligencia
colectiva. En mis comunicaciones públicas los he denominado, piadosamente, como
heterodoxos, término que suaviza la condición de aquellos que rompen con la
regla que rige el efecto Panurgo. En realidad, la etiqueta más rigurosa para
caracterizarlos es la de “malditos”, en tanto que se proyecta sobre los mismos
la maldición de la originalidad.
El mayor
elogio que me han hecho en mi vida, es el de atribuirme la condición de
“provocador”. He tenido el privilegio de transgredir continuadamente la sopa
boba de los discursos oficiales, de las autoridades y de la ortodoxia. Pude
hacer una tesis original en los años noventa, en tanto que la sociología no
estaba suficientemente consolidada. Ahora sería imposible hacerlo, en tanto que
sería remitido a un imaginario y difuso “marco teórico”, que se conforma con el
conocimiento consensuado por las élites dominantes en la disciplina. En mis
últimos años de docencia he experimentado un dolor que se ha cronificado, al
vivir el disciplinamiento de los alumnos con respecto a los minidogmas, o
dogmas difusos, vacíos de contenido, prevalentes en esa extraña comunidad
científica, que concentra su esfuerzo en producir un repertorio de conceptos
que les permita protegerse de las realidades.
He visto a
gente muy inteligente renunciar al control de su propia evolución, aceptando la
sopa de ganso conceptual que se les propone. La aceptación de la autoridad
–científica, por supuesto- los va ubicando en un mundo irreal que se asemeja al
fértil concepto del limbo. Así va decayendo su espíritu crítico y su capacidad
con enfrentarse con las realidades. La institución los devora
irremediablemente, mediante una escisión entre lo que puedan pensar o sentir
frente a los acontecimientos vividos, y los esquemas referenciales incubados en
la sala de anestesia de la disciplina, en este caso de la sociología.
Siempre he
buscado y leído a filósofos, autores literarios, gentes de otras disciplinas,
así como personas de acción. Así me he conformado como un bicho raro que rompe
con la regla sagrada del patriotismo disciplinar. Todavía me hace daño
contemplar cómo los novicios asumen esa condición de sociólogo, que conlleva
una subordinación activa al anestesiado marco teórico disciplinar. En muchas
ocasiones, algunos estudiantes me han pedido orientación bibliográfica más allá
del sagrado territorio de la matriz disciplinar. Algunas recomendaciones sobre
libros se encontraban envueltas en un halo de misterio, que se asemejaba a las
lecturas prohibidas en los años de dictadura.
El paso de
los años no ha amortiguado el peso del gregarismo, sino todo lo contrario.
Ahora experimento la cuarentena derivada del consenso rocoso instituido en
torno a la falacia de que es posible un cambio en cuestiones fundamentales,
desde la realidad licuada de las instituciones políticas, ubicadas en el
territorio pantanoso de las televisiones, los públicos espectadores, los
líderes-marca, las encuestas y las narrativas fundadas en imágenes. El consenso
en torno a esta ilusión –más óptica que nunca- funciona admirablemente.
Cualquiera que no se defina a favor de uno de los candidatos, atribuyéndole la
condición de salvador providencial, es desplazado al gélido exterior de este
mundo de la videopolítica.
Se puede
constatar que en el presente, la gente opta por un activismo intenso en el arte
de emitir y recibir mensajes cortos, de capturar minifragmentos de información
y sumirse en los sucesivos climas emocionales que se derivan de la relación de
la actualidad eterna. En este contexto se piensa menos que nunca. Aquellos que
siguen pensando son enviados a un desierto confortable que ejecuta eficazmente
la competencia de neutralizarlos. Desde esa posición, tienen la opción de
retornar fugazmente al mundo compulsivo de la actualidad, en donde pueden
exponer sus propuestas en un vertiginoso fragmento de tiempo. Tras este
espejismo, son desplazados de nuevo al exterior del volcán, lugar en el que
pierden su visibilidad.
Así se
renuevan las condiciones para la eterna reproducción extensiva del gregarismo.
Acabo de regresar de unos días en el Mediterráneo, en los que he ratificado la
persistencia del turismo de playa y sus modos de vivir las vacaciones. El
núcleo duro de estas prácticas vitales es perpetuo, como el gregarismo.
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