La
exhumación de Franco suscita una inevitable revuelta de mi memoria. Viví mi
juventud en la sociedad del franquismo maduro, en tránsito hacia su propia
metamorfosis democrática. El régimen de Franco fue mucho más que una forma de
estado. Más allá de lo político, supuso la instauración de un orden social
extremadamente jerarquizado, que amparaba una cotidianeidad gris y autoritaria,
en la que cada cual se encontraba efectivamente subordinado a una autoridad
ejercida por varias jerarquías coordinadas. Entre estas destacaba la omnipresencia
de la iglesia católica -que me ayudó a comprender el concepto de
transversalidad- que se hacía presente
en una vida diaria limitada por el control ejercido por esas autoridades. La
cotidianeidad era un espacio en el que las personas buscaban ingeniosamente una
rendija para distanciarse de ese orden rígido e imperativo, así como de la
severidad de las instituciones que lo conformaban.
Durante
largos años la movilidad social se encontraba bloqueada completamente para la
gran mayoría. La vida consistía en apañárselas para sobrevivir. La parca frase
de salir adelante sintetizaba las representaciones
y las prácticas de la gente en este tiempo. Desde la mitad de los años sesenta,
la economía mejoró sustancialmente, de modo que se generaron oportunidades para
muchas personas. El sentido de las biografías estaba dominado por las
estrategias para romper la inmovilidad social y aprovechar las ocasiones que se
presentaban. El acceso a la primera sociedad de consumo y al bienestar material
fue vivido como una epopeya familiar que se percibía desde un optimismo
desmesurado. La mejora de las casas, la llegada de los electrodomésticos, la
multiplicación de las proteínas, la motorización de masas, las vacaciones, el
ocio industrializado, todo fue vivido intensamente como una ruptura con la escasez
extrema con que había experimentado la mayoría.
Para los
vencidos en la guerra civil, el franquismo representó una experiencia terrible.
Me he preguntado muchas veces acerca de quién lo habría pasado peor, si los
represaliados que sufrieron largos años de cárcel o aquellos que tuvieron que
reorganizar su vida en el contexto de coerción suprema que representó el
régimen autoritario y clerical. Me atrevo a apostar por la hipótesis de que los
padecimientos fueron aún mayores entre estos últimos. Los recluidos en
prisiones o campos de concentración al menos se encontraban juntos, pudiendo
aliviarse y recrear su identidad. Pero la situación de los que quedaron
enclavados en comunidades locales cuya memoria los delataba como republicanos,
significó un castigo permanente de una envergadura inimaginable, que suponía un
encierro perpetuo en su propia intimidad.
Por esta
razón siempre me ha fascinado y conmovido profundamente la figura de Colometa.
Esta es el personaje de la novela “La plaza del Diamante”, de Mercé Rodorera.
Sobre esta se ha realizado una película de Francesc Betriú, así como una serie
de televisión de cuatro capítulos. También ha sido convertida en obra de teatro
bajo la dirección de Joan Ollé. Recomiendo vivamente la lectura o visionado de
esta obra maestra, aunque pienso que para comprender integralmente su
significado, es preciso haber vivido como discrepante en este régimen fatal.
Desde este umbral de sensibilidad se hace inteligible la dimensión monstruosa
del franquismo para aquellos no identificados con el mismo.
Colometa es
precisamente una mujer que vive su juventud en la Barcelona de la República. La
guerra civil significa la pérdida de su marido y de los amigos más cercanos.
Ella queda sola con sus hijos tras la entrada de los nacionales en la ciudad. Los años siguientes representan un verdadero
infierno para Colometa. Tiene que sobrevivir en unas condiciones pésimas,
multiplicadas por la permanencia de su pecado original de su condición de
republicana. Para amortiguar el estigma que la acompaña debe promover una
metamorfosis trágica. Tiene que hacer del olvido y del silencio una obra de
arte que se renueva todos los días. Así, destruye su propia identidad personal,
presentándose en sociedad como una versión maximizada de la renuncia a sí
misma. Su persona queda amputada y representa la fragilidad en una dimensión
extrema, de modo que pueda optar a estimular la piedad entre los vencedores que
la rodean.
Así se
reconstituye como un ser dócil, que tiene que acreditar su sumisión, así como
la ausencia de cualquier expectativa que vaya más allá de la sobrevivencia.
Este estado de acatamiento permanente, se renueva continuamente, en tanto que
cualquier signo de disconformidad puede reactivar la sospecha fundada en su
pasado. Su objetivo reiterado día a día, es el de ocultarse y negarse ante los
demás. La tragedia se cierra fatalmente mediante un matrimonio con un tendero
piadoso que la rescata de un estado de desamparo supremo. Todas las noches debe
compartir las sábanas con un hombre extraño, al que debe ocultar sus recuerdos,
sus aspiraciones y sus deseos. La simulación se instala así en su vida
cotidiana, sin perspectiva alguna de concluir. No hay futuro alguno para esta
persona destruida.
Colometa
representa una forma de rendición en grado supino. Es la condición para ser
perdonado por un poder que extiende sus tentáculos al control de las vidas de
los vencidos. Se trata de una auténtica arrepentida, que niega su pasado y
asume que ha nacido bajo el amparo del nuevo señor. Así, representa el
arquetipo personal de un auténtico derrotado, cuya sustancia personal ha sido
extraída de su existencia. Colometa se convierte en nadie, despojándose de su
pasado para ser aceptada en la nueva sociedad triunfante. Su aceptación de las
miserias de su presunto marido y su relación con este, cierran el drama de su
vida. Desde la perspectiva del presente, los animales domésticos gozan de un
estatuto de aceptación muy superior a la de los vencidos, que ella representa
tan acertadamente.
La
transformación del franquismo en los años sesenta, erosionó la inmovilidad
social multiplicando las trayectorias ascendentes; alivió el control cotidiano
de los comportamientos, disminuyendo el peso de la iglesia; propició una norma
de consumo que introducía a numerosos contingentes sociales en los umbrales de
la abundancia, y desideologizó gradualmente el estado y la política. Estas
mejoras sustantivas mitigaron los sufrimientos de los vencidos, mejorando su
situación con respecto a los largos años negros. Muchos de ellos renegaron de
su pasado republicano y adoptaron el modelo de despolitización amparado por el
régimen en su estadio final. Esta ideología confería importancia a lo
tecnocrático y a la gestión en detrimento de lo estrictamente político.
Pero el
silencio y el ocultamiento de
identidades, continuó durante estos años semidorados de la salida de la
pobreza. Pero este adoptó formas más flexibles, en el que la disipación ideológica
se especificó en la administración de distintas señales y signos. Pocos se
mostraban críticos abiertamente, pero podían emitir selectivamente pistas
acerca de su posicionamiento, desenterrando algunos de los rastros ocultos de
su pasado. En este clima de suavización del estigma de vencido, se producían
pausas, en tanto que las reacciones brutales del régimen al incremento de
actividades de la oposición, representaban una amenaza de involución que era
percibida por los afectados, representando una pausa en su aggiornamento civil.
La muerte de
Franco y la transición sacaron a flote muchas de las identidades ocultas. En
los mítines de los partidos de la izquierda de las primeras elecciones
generales, se producían múltiples y entusiastas salidas del armario político.
Comparecieron múltiples héroes anónimos que habían permanecido durante tantos
años en su intimidad congelada. Colometa fue rescatada para ser integrada en la
memoria, reconociendo sus sufrimientos. Pero la salida consensuada al
franquismo, uno de cuyos costes fue la congelación de la memoria, atenuó el
entusiasmo de los recién llegados a la recuperación de su identidad. La amenaza
de involución, hasta mediados de los años ochenta, contribuyó a la perpetuación
del ocultamiento de la gran mayoría de Colometas.
No puedo
dejar de recordar en el año 77 un episodio que me conmovió. Yo era entonces
responsable de organización del PC en Cantabria. Los mítines de la campaña
electoral congregaban a muchas personas salidas de los desiertos de la pérdida
de identidad del franquismo. El día siguiente a un mitin multitudinario en
Torrelavega, contactaron conmigo unos paisanos muy preocupados por la ausencia
de su pariente, un hombre entrado en años, que había acudido al mitin y no
había regresado a casa. Días después compareció el desaparecido, que afectado
por la euforia, conoció a una mujer con la que hizo un viaje imaginario al
pasado. Todo se resolvió con un coito republicano, que supongo que le
reconstituyó como persona viva.
Decía Juan
Goytisolo que el franquismo había dejado una huella imposible de revertir. Esta
radica en el temor extremo perpetuado durante tantos años que había instituido
una forma sólida de autocensura, que se había incorporado a la persona. Estoy
de acuerdo con esta afirmación, que he podido constatar en numerosas ocasiones.
En general, esta adopta la forma de una despolitización activa, que ampara un
distanciamiento de la política. Tras la constitución del 78, ésta adquiere
otras cartas de naturaleza cargadas de sutilezas. Yo mismo la he experimentado
repetidamente en distintos contextos.
Algunos
axiomas del franquismo sobreviven tras su desaparición, adquiriendo la forma de
ausencia de compromiso y proyección de todos los males y responsabilidades a los políticos. Algunas películas de la
época, principalmente de los Ozores, aunque recuerdo una en particular de
Rafael Gil, Las autonosuyas, sintetizan muy certeramente estos discursos
neofranquistas. La vitalidad de estos postulados, significa un freno para el
posicionamiento público de muchos de los herederos de los antiguos
republicanos, que practican un repliegue a una intimidad menos rígida que la de
los tiempos duros. Estos procesos se manifiestan mediante un voto oculto muy
considerable.
De ahí
resulta un tipo de acción política acotada en el espacio público partidario,
pero que no traspasa el dintel de este. Una persona es militante en los actos
partidarios, pero se protege de sus vecinos o compañeros de trabajo mediante
formas de ocultación muy sofisticadas. En la próxima entrada expondré mi propia
experiencia personal en los entornos que he vivido. Así, Colometa no ha muerto
ni ha sido rescatada de su tragedia. Muchas personas viven episodios de
ocultamiento refinado, en el que las sutilezas adquieren proporciones
monumentales. En este sentido, suelo afirmar que el franquismo no se ha
extinguido. Su espíritu sigue vivo, planeando sobre muchos entornos. Como
adelanto a la siguiente entrega, la universidad española es un lugar donde
tiene lugar un ocultamiento y despolitización activa, que adquiere la categoría
de arte sublime.
Un fortísimo
beso para Colometa y para todos sus múltiples parientes y descendientes.