(Brassens en 1952 fotografiado por Doisneau)
Hace dos
días pude vivir la gran tormenta de Madrid. En un agosto fantástico, en el que
la mayoría abandona la ciudad para vivir experiencias de hacinamiento,
facilitando así el disfrute de la ciudad, aún pesar de que la amenaza de los
turistas se hace más patente en las calles aliviadas de la masificación, la
gran borrasca apareció como una ruptura que trasciende lo estrictamente
climático. Los colores oscuros y los olores húmedos irrumpieron jubilosamente en
el ambiente agosteño.
La tormenta
es un fenómeno que se encuentra inscrito en mi imaginario personal. En mis años
jóvenes, tuve la oportunidad de conocer los poemas y canciones de Brassens. En
un medio cotidiano tan sórdido, ejerció una fascinación perdurable en todas las
épocas de mi vida. Este representaba la transgresión de las normas agobiantes,
la espontaneidad, el prodigio de la vivencia de las pequeñas cosas cotidianas, el
valor inusitado del goce y la crítica radical a las instituciones. Sus canciones
eran himnos a una vida diferente a la de la mayoría mezquina que me rodeaba.
En
particular, La mala reputación, es un
emblema de mi vida en todas las épocas. “A la gente no gusta que uno tenga su
propia fe”. Esta verdad ha estado siempre presente, adquiriendo distintas
formas. La transición política generó la ilusión de que por fin podría vivir en
un medio social alejado del modelo del rebaño, pero esa idea se disipó. Ahora,
en la senectud, vivo perplejo en medio del rebaño digital, rememorando las
canciones de Brassens.
La tormenta
es una canción muy significativa, pues, desde que la escuchamos en directo a
Alberto Pérez y Javier Krahe en los años setenta, fue nuestra favorita. Carmen
siempre la tatareaba y cuando aparecía una tormenta activaba nuestro recuerdo y
sonreíamos pensando en la fábula de Brassens, imaginando a los nuevos afortunados
por esta emergencia climática.
La tarde de
la tormenta estaba solo en mi casa. Bajé al Retiro para gozar del aguacero
durante un buen rato, cultivando así mi añoranza del Cantábrico. Imaginé la
posibilidad de que, esa misma tarde, fuera un acontecimiento que propiciase el
encuentro gozoso entre personas, amparado por el gran chaparrón que penaliza a
aquellos que “abandonan el hogar, por la triste razón de que van a trabajar”.
Me gusta
actualizar y cambiar las letras. Así, canturreaba “por la triste razón de que
van a comprar”. Después imaginé la desgracia de algún esforzado escultor de su
propio cuerpo, que abandona su pareja en el hogar para recluirse en un gimnasio
para una exigente sesión corporal en la que prima el esfuerzo y la disciplina
sobre el goce.
Algunas
veces recuerdo a Brassens e imagino cómo percibiría el tiempo presente y sus
cotidianeidades. Los largos desplazamientos encerrados en cabinas móviles, la
focalización en las pequeñas, medianas y grandes pantallas, el vaciamiento del
espacio público, la reclusión doméstica en la cueva telemática, las múltiples
obligaciones derivadas de la gestión de sí mismo, la disponibilidad 24 horas
para responder al torrente de mensajes…
El final de
la canción es memorable “y aunque sople
el simún con seca realidad, un día nos reunirá una gran tempestad tras la que
no vendrá la calma”. El retorno del sol y la disipación del gris, anuncia
el regreso de la calma. El otoño inminente favorece la probabilidad de nuevas
tormentas que activen mi imaginación. Esperaremos.
Camarada Daniel, totalmente de acuerdo con el comentario sobre Brassens, tiene, ademas de las que citas, una cancion "Mourir pour les idees" que refleja muy bien nuestro pensamiento politico de los años 70.
ResponderEliminarUn saludo.
Lorenzo (camarada Felipe)