En estos
calurosos días de julio me persiguen los sonidos de la investidura que se
filtran en mi cotidianeidad. Las radios y las televisiones emiten sus
vicisitudes mediante tañidos que atraviesan las paredes de los habitáculos en
los que me protejo. Pero, lo peor, es que el público que fabrican también se
hace visible ante mí. La investidura es un acontecimiento mediático total, que
moviliza a varios millones de personas, que constituyen un segmento de la
audiencia total. Pero es imposible escapar del ruido que producen, de sus voces
y de sus estados de excitación derivados de ese juego compulsivo.
La política
ha estado presente durante toda mi vida. En distintas situaciones he deplorado
la despolitización imperante entre gran parte de las gentes que conformaban mi
entorno. Siempre he considerado que el distanciamiento de la política era una
forma de suicidio colectivo para quienes ocupan posiciones subalternas. Pero
todo se ha modificado con la expansión de la videopolítica. Ahora acceden a
este género audiovisual varios millones de personas, que se involucran como
espectadores de los avatares ocasionados por la incesante teatralización de la redistribución
del poder político. Estos, estimulados por el espectáculo mediatizado, se
diseminan por lo social asumiendo el papel de locutores amateurs. De esta
actividad del segmento audiovisual de los sujetos politizados, resulta una
efervescencia de las conversaciones cotidianas. Esta charla se entremezcla con
la indiferencia cosmológica de los demás segmentos de las audiencias,
focalizados en otras ficciones cotidianas.
El estado de
politización de grandes contingentes de súbditos
adulados, se encuentra determinado por la programación eficaz de las
televisiones y las radios. Estos agentes emiten incesantemente un flujo de
informaciones, datos, comentarios, análisis de expertos e imágenes. El atributo
fundamental de esta masa de información radica en su desestructuración. Este
flujo de comunicaciones carece de un centro organizador. De este modo, termina
por aplastar al receptor, que se encuentra desamparado frente a la catarata
comunicativa. De este modo, la mediatización del acontecer político configura a
un sujeto-espectador disperso, cuyo vínculo con el espectáculo es la
identificación con alguno de los contendientes.
He vivido
muchos años, como profesor de sociología, los efectos letales sobre los
estudiantes de la multiplicación de fragmentos de lecturas de distintos
autores. Si el receptor carece de una organización cognitiva propia, que se
referencie en un núcleo duro que pueda facilitar la metabolización de las
lecturas, su estado de dispersión se acentúa. El resultado es que la gran
mayoría se encuentra radicalmente extraviada en el océano de lecturas fragmentarias.
Esta disgregación mental genera una animadversión a las lecturas mismas, en
tanto que, en ausencia de un centro organizado, se produce una confusión que
favorece una percepción de reiteración acumulada, así como un estado de
saturación insoportable.
El sujeto
resultante de esta secuencia interminable del acontecer mediático-político, se
caracteriza por su adhesión incondicional a alguno de los actores políticos.
Así se configura un público que se involucra emocionalmente en la cadena de
eventos, declaraciones y jugadas. Cada espectador se fusiona con los suyos en
sucesivos estados anímicos derivados de la interpretación de los resultados de
las jugadas de los actores políticos presentes en el escenario-cuadrilátero.
Así, se suceden estados de euforia colectiva que se intercalan con estados de
depresión, que dependen de las oscilaciones del juego.
El modelo de
espectáculo audiovisual de la política es el fútbol. Este es el juego dominante
en el conjunto social, el campo en el que los medios audiovisuales ensayan sus
producciones, de modo que sus reglas terminan por ser transferidas a los otros
juegos. El código esencial del fútbol es la identificación emocional con el
equipo y la reducción de la racionalización en la emisión de juicios acerca de
los avatares del juego. Asimismo, el azar desempeña un papel determinante en
las sucesivas jugadas. El gol es la combinación entre el arte y el azar. Así, cada
hincha espera que suceda algo fantástico, con independencia del desempeño de su
equipo en el partido: el gol, siempre acompañado de una catarsis colectiva.
La
videopolítica sigue las pautas impuestas por el fútbol. Retransmite los
acontecimientos como si fueran eventos independientes, como los partidos. De
este modo, las audiencias-hinchadas asisten al desenlace del evento inmediato,
para reponerse mediante la esperanza de que se repita o modifique en el
siguiente episodio. La información política adopta el formato de
“minuto-resultado”, acaparando las ilusiones colectivas de los incondicionales.
De esta actividad resulta un tipo de racionalidad que minimiza la reflexión y
exalta el azar, atribuyendo a los actores una narrativa que deviene en leyenda.
De este modo se excluye radicalmente la racionalización y la crítica. Los héroes
de estos mundos sociales son personas a las que se les supone atributos
míticos. Recuerdo la reciente hecatombe electoral de Podemos en Andalucía, que
no suscitó ni una sola reflexión. Teresa Rodríguez apeló al valor supremo
intangible del proyecto, “animando” a los desesperanzados incondicionales en
espera de la siguiente jugada.
Uno de los
efectos de la televisión es la producción en la mayoría de los receptores de un
estado mental que se asemeja a la anestesia, que se compatibiliza con un estado
de efervescencia emocional. Me impresiona mucho la visión de reporteros que
preguntan a la gente en la calle acerca de cuestiones políticas. La ignorancia
y el desinterés de los entrevistados es
apoteósica. Algunos expertos en comunicación de masas afirman que, en los
estudios empíricos, la mayor parte de la gente no recuerda los contenidos de
los informativos que vio el día anterior. Siempre me acuerdo de Octavio Paz,
que afirmaba que “la televisión es un encuentro con la nada”.
Uno de los
atributos más paradójicos del fútbol televisado es la contraposición entre la
adhesión de grandes masas de aficionados que lo viven intensamente y la falta
de criterio futbolístico de una gran parte de ellos. La multitud vociferante
del fútbol, diseminada por todos los rincones del espacio público, por los
bares, los domicilios, los centros de trabajo y los centros educativos,
entiende poco de este. Su actividad se concentra en un proceso de
interpretación selectiva de los avatares del juego, una celebración exaltada de
los éxitos, un estado de funeral colectivo en las derrotas, así como su
participación en un proceso de beatificación y santificación de los héroes de
cada equipo. Esta actividad constituye un tráfico de santos que conforman la
memoria de cada equipo. Pero el aspecto esencial del hincha futbolístico radica
en su fe encomiable en que, mañana, en el partido siguiente, todo se volverá a
regenerar mediante una nueva victoria.
El molde del
fútbol se aplica al nuevo mercado audiovisual de la política. Sus audiencias se
hacen presentes en algunos lugares de la cotidianeidad. En estos comparecen los
incondicionales, que capturan fragmentos de las emisiones incesantes, para
transformarlos en dogmas de fe. Estos jalean a los líderes propios y
descalifican integralmente a los de los equipos rivales. Cada uno se toma la
licencia de juzgar, opinar, pronunciarse acerca de los eventos y reafirmar sus
verdades. El grado de manipulación mediática es escalofriante. Cada hincha es
recargado por fragmentos televisivos firmados por presentadores, expertos,
políticos de todas las clases, frikis intelectuales y la humanidad de “famosos”
que puebla los programas. En estas condiciones, los discursos verbales que
exhiben los incondicionales, son verdaderamente pavorosos, en tanto que, al modo
del fútbol, asumen leyendas basadas en el arte de fantasear.
Por
ilustrarlo con un ejemplo, la jugada de Pablo Iglesias de renunciar a la
condición de superministro, es exaltada por muchos de los activos espectadores,
que lo interpretan como un golpe maestro al adversario Sánchez. En este caso
aparece nítidamente la naturaleza del juego audiovisual que conforma la
videopolítica. Es percibida como un evento aislado, al modo de un partido de
fútbol. Se trata de un verdadero “gol” por la escuadra. Pero, esta
identificación con la leyenda de Pablo, excluye el análisis del proceso de
Podemos. Desde su emergencia inicial ha terminado con la mayoría de sus
dirigentes; ha instaurado un régimen de hiperliderazgo que alcanza cotas
inusitadas; ha disuelto el plualismo interno; ha perdido una parte cuantiosa de apoyos electorales; ha
simplificado su discurso y estrategia, y ha desvanecido el áurea fundacional. Pero
estas cuestiones escapan de la percepción de los fervorosos seguidores,
concentrados en la historia interminable del “partido a partido”.
Mi cotidianeidad
es invadida por esta clase de personas moldeadas por la videopolítica, cuyos
posicionamientos son alarmantemente dependientes de las escenificaciones de las
teles. Este es uno de los hechos más paradójicos de mi propia vida, porque
siempre entendí la democracia como el ascenso de los ilustrados, de los bien
dotados de conocimientos y capacidades para conocer. La irrupción de los
fanáticos de las audiencias políticas, me produce un estado de inquietud
profunda. En estos días he tenido que renunciar a hablar en varias ocasiones,
dado el cariz de la conversación con mis interlocutores “politizados” por la
tele.
Me gusta
decir que se trata de una “chiringuitación” de la política. El Chiringuito de
Jugones es el programa matriz y Pedrerol es el maestro oficiante. En este se
reúne a hinchas rivales para que diriman sus diferencias mediante distintas
clases de sonidos y gestos que apelan a la identidad partidaria de cada cual.
No hay conversación, no hay diálogo alguno. El arte está en ser firme en sus convicciones,
parodiar al rival y no ceder nunca. Esto es muy peligroso, en tanto que
funciona como una factoría de fans o hooligans
de distintas clases. Estos comportamientos se exportan a la política.
Totalmente de acuerdo con su análisis. Qué triste y descorazonado que una de las actividades más importantes de los humanos como seres sociales, la política, se haya convertido en una situación en la que es todo menos racional, la de hooligan. En fin, seguiremos tratando de poner el granito de arena de cada día. Gracias por su esfuerzo.
ResponderEliminarGracias. La política en mi adolescencia era algo prohibido y tenía carta de nobleza. Ahora es una charla degradada que oculta la realidad.
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