DERIVAS DIABÉTICAS
El
laboratorio representa un papel muy importante en el imaginario de la
medicina-institución. El principal atributo de este radica en la creación de
una vida artificial. Los animales que habitan en este mundo prestan sus cuerpos
para la toma de medidas de los investigadores. Cuando los resultados no se
ajustan a los estándares considerados,
se realizan acciones externas para normalizar la situación. La vida de
los investigados se reduce a su función como objeto útil al experimento. Todo
es artificial y los sujetos no tienen una vida autónoma ni hablan. Su
interlocución se agota en las cifras que definen los resultados.
El
laboratorio ejerce una fascinación incuestionable en la asistencia médica.
Junto a la cirugía, representa un tipo ideal de intervención profesional
liberada de lo que se considera como sesgos subjetivos y de las complejidades
de las situaciones de la vida. De este modo, su nomenclatura se transfiere a
las formas de asistencia en la que no es posible reproducir este modelo, en
tanto que los asistidos viven en contextos específicos y poseen la facultad de
sentir, inteligir y hablar. En estas formas de asistencia, el laboratorio
imaginario se hace presente mediante la centralidad de las mediciones de
variables biológicas, que desplazan al exterior de la relación asistencial las
cuestiones referidas a las prácticas de vida y a la singularidad del paciente
como un ser inexorablemente único.
Las
consultas se articulan como una relación en la que las pruebas de imagen y
laboratorio se imponen contundentemente como la sustancia científica que la
define. Así, un médico es esencialmente un lector de pruebas que busca
diagnósticos positivos, a los que aplica terapéuticas supuestamente validadas.
En estas relaciones, la vida es reducida a algunos esquemas simples, así como a
un conjunto de prescripciones estandarizadas que cada paciente tiene que
aceptar. La cuestión esencial, acerca de cómo cada uno “mete en su vida” las
prescripciones, más allá de las grageas, se encuentra radicalmente ausente en
tan científica relación.
El resultado
de esta situación es el predominio de aquellas especialidades médicas en las
que el laboratorio y la cirugía desempeñan un papel esencial. Estas exportan
sus representaciones a aquellas que operan en condiciones muy alejadas del
laboratorio. Así se consuma una colonización que tiene efectos perniciosos
sobre las formas de ejercicio profesional que tratan con los seres vivientes sobre
los que no es factible establecer un control de veinticuatro horas. Estos
pacientes en libertad provisional, no pueden ser reducidos a un conjunto de
medidas y variables derivadas de pruebas positivas. Los internistas y los
generalistas principalmente, tratan a sujetos cuyos problemas no pueden ser sintetizados
en etiquetas diagnósticas, y tampoco sus identidades pueden resultar de un
conjunto de variables susceptibles de medición.
Soy un
diabético convicto y confeso. Llevo veintiún años frecuentando consultas de
endocrinos y médicos generales. Mi experiencia me ha enseñado que, en estos
años, todo tiende a ir a peor. Al principio mi vida podía ser objeto de
alusión, generándose cierta tensión cuando rechazaba los esquemas
reduccionistas hasta lo imposible que conforman el estilo de vida sano. Pero,
en los últimos años, la vida desaparece radicalmente en la consulta. Llega el
momento de la verdad en el que solo se leen mis resultados. Las acciones
terapéuticas se reducen a mejorar estos. Asimismo, voy adquiriendo el papel de
candidato a lo que se denomina como “complicaciones. De este modo me siento,
cada vez con más intensidad, un verdadero animal de laboratorio.
La consulta
es una instancia en la que se examinan mis cifras y soy escrutado como
sospechoso de encontrarme en el campo de los múltiples efectos de la deficiente
circulación periférica. Cada vez me hacen más pruebas en busca de indicios de
complicaciones. Siento que mi cuerpo es acechado por los abundantes
depredadores que conforman la cadena terapéutica, en la perspectiva de añadir
etiquetas por las que obtengan la licencia de tratarme. Mi cuerpo es una
entidad escrutada para la ratificación de la diabetes como matriz de un ser
pluripatológico. Así puedo llegar a adquirir la condición que me homologa a la
aristocracia patológica, que concentra y simultanea varias morbilidades en el cuerpo.
Pero lo peor
de la apoteosis del laboratorio, es que la misma definición del estado
metabólico, que resulta de la interacción de la insulina, la dieta y el
ejercicio, es desplazada por el monopolio creciente de la única variable que
puede ser reducida a cifras y manipulada por los terapeutas: las dosis de
insulina. De este modo, en una relación asistencial, el paciente es reducido a
la condición de animal experimental de laboratorio. Puede hablar, pero su
conversación no es correspondida. Así,
la dieta y el ejercicio se desvanecen gradualmente, en tanto que no son
realidades abarcables por el profesional. Lo único cierto es la cantidad de
líquido inyectable.
Además, el
éxtasis de la nomenclatura del laboratorio se manifiesta principalmente en los
criterios mediante los que se establecen los estándares. Mi situación en el
último año es, en mi señor, el HbA1c, es de 7.2. Desde la perspectiva de mi
vida es muy buen resultado, en tanto que me exige mucha disciplina, renuncias
importantes y restricciones en mi propia vida social. Estar por debajo del
7.5, representa para mí un equilibrio
aceptable entre mi vida, a la que puedo liberar ocasionalmente de las
constricciones del tratamiento, y mi estado de salud. El precio de esta
situación es que no consigo erradicar las hipoglucemias, que me acechan
incesantemente.
Pues bien,
el médico me dice que 7.2 es muy alto, y que debo bajarlo hasta el 6.2.
Argumenta que “sus pacientes” lo consiguen. Cuando trasciendo en la consulta la
condición de portador de papeles con cifras y adquiero la condición de
hablante, extraña a ese mundo cultural, planteo mi temor por las hipoglucemias.
En el conato de conversación que se suscita, ratifico que el profesional se
desentiende de facto de mis condiciones. Desde hace años, ni siquiera consideran
un factor de la importancia de que vivo solo. La cifra estándar de 6.2 se
impone sobre cualquier realidad. Es un criterio abstracto elaborado por una
extraña comunidad profesional, el imperio endocrino, ajena a cualquier
consideración respecto a las vidas de sus súbditos patológicos.
La ausencia
de conversación con los cuerpos portadores de variables, no es la cuestión
principal. Lo peor radica en los momentos que puede producirse una simulación
de la misma. Mi larga experiencia es desoladora. Cuando existe un intercambio
de palabras, los médicos muestran inequívocamente, lo que me gusta denominar
como un estilo “parroquial”. La parroquia es otra institución axial. El párroco
se erige sobre sus fieles en la convicción de que puede contribuir a su
salvación. Algo similar experimento en las conversaciones con los médicos. Esta
se funda sobre la reducción de mi condición a un ser inferior que necesita ser
conducido y salvado. Es insoportable tener que consumar relaciones “cara a
cara” con interlocutores que me desprecian abiertamente.
La
conversación médico-paciente se encuentra limitada e intervenida por el
espíritu del laboratorio. En ocasiones se puede producir una puja, en tanto que
el paciente introduzca preguntas o afirmaciones que requieren información sobre
las condiciones de su vida. El profesional termina por sobreponerse y
desplazarse al campo seguro de las certezas universalizantes de las
prescripciones profesionales. En este territorio encierra a su interlocutor en
la posición de un receptor de información técnica. De este modo se elude la
conversación, que inevitablemente es bloqueada. El resultado de esta relación
de poder que formatea la menguada conversación es catastrófico en términos de
eficacia. La capacidad del paciente de conducir su vida en sus condiciones
reales es denegada y sustituida por el modelo de obediencia parroquial.
Así se
constituye al paciente según el modelo de un “idiota cultural”. Cada relación
experimenta su inferioridad y la incompetencia de sus representaciones y
cualidades. En alguna ocasión he advertido a algún médico de los riesgos de
tratar con idiotas, porque estoy persuadido de la validez de la transferencia y
contratransferencia freudiana. Por poner un ejemplo sencillo, prescribir una
dieta no es comunicar elementos, cantidades y propiedades, sino averiguar su
factibilidad en las condiciones concretas de vida del destinatario. Si no se
procede de este modo, se constituye una autoridad que impide crecer al paciente
como persona y desarrollar sus potencialidades.
Estas
nomenclaturas que se referencian en el laboratorio y la parroquia, se extienden
trasversalmente por todo el sistema de atención. Sus pautas se filtran también
en contextos asistenciales en los que su aplicación se presenta en formas patéticas.
En mis años jóvenes tuve grandes esperanzas en una atención primaria alejada de
los modelos de laboratorio. También de la enfermería, de la que esperaba que
explotase el vínculo ineludible entre el cuidado y el modelo de relación personal. Mis
decepciones se han confirmado y acumulado. Ciertamente, existen excepciones en
esos entornos asistenciales. Pero la gran mayoría sigue al tsunami experimental
del laboratorio. Su declive tiene,
precisamente, una estrecha relación con este factor. Si asumen el modelo de las
especialidades “de laboratorio”, renuncian a su especificidad y son desplazados
al eslabón inferior de la jerarquía. No existe tensión entre formas de ejercicio profesional en contextos tan diferentes, por la preponderancia del laboratorio-hospital.
Esta mañana
me he despertado alterado por un sueño. En el mismo, uno de los pacientes del
6.2, que había renunciado integralmente a la vida y asumido alegremente una
vida vegetativa, al estilo de los ratones del laboratorio, había fallecido por
efecto de una grave hipoglucemia. Así perdía sus honores de héroe obediente
incondicional a las prescripciones
sagradas de los operadores del sistema. No he podido evitar murmurar suscitando
la atención de mi perra al escuchar “caguen en el HbA1c”. No me extraña que algunas
voces de la misma profesión insistan en que ellos mismos son un peligro.
El dogma de la
HbA1c, así como toda la cadena de multiplicación de furor diagnóstico y escalada
terapéutica, constituye un peligro para los diabéticos. Este es un tema relevante
en lo que ahora llaman prevención cuaternaria.
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