domingo, 30 de junio de 2019

GIJÓN



En los años setenta hice varios viajes con Carmen recorriendo pausadamente el Cantábrico Occidental por Asturias y Galicia. Entonces éramos jóvenes, pobres y cargados de energía y esperanzas. Visitamos lugares fantásticos durmiendo en pensiones baratas y desplazándonos en los autobuses de línea y los trenes de la FEVE. Algunos lugares han quedado grabados en mi memoria y suscitan la nostalgia en este tiempo: Luarca, Ribadeo, Burela, El Barquero, Viveiro y Mondoñedo, entre otros, conforman mi añoranza de aquellos años. En los ochenta regresamos a estos itinerarios, pero ya no éramos los mismos y viajábamos motorizados. A pesar de nuestra identificación con esos paisajes, se cumplió estrictamente el precepto del misterio de la primera vez. Volvimos a Luarca en alguna ocasión más, pero nada fue comparable a la plenitud de lo que sentimos cuando la conocimos un lluvioso mes de diciembre.

Hace dos semanas regresé para transitar por el Cantábrico Occidental y rememorar ese pasado. Me alojé en Gijón, ciudad en la que he estado en varias ocasiones, pero siempre por motivos políticos y profesionales. El primero fue un viaje desde Santander para asistir a una reunión con la dirección del PC asturiano para coordinar la respuesta a la detención de Santiago Carrillo en Madrid. En los últimos años, en varias ocasiones para asistir a jornadas sobre medicalización o participación comunitaria en salud. En todos ellos mi presencia como visitante fue incompleta, en tanto que no tuve la ocasión de pasearla, pues mi tiempo fue absorbido por las actividades profesionales y sociales. Un requisito para conocer una ciudad es encontrarse solo, de modo que tengas la necesidad de orientarte en el espacio y construir tus propias referencias y rutas.

En estos días de junio quedé fascinado por Gijón. Experimenté unas sensaciones extrañas que remiten a un tiempo anterior. La vida de la ciudad tiene lugar en un modo distinto al del estándar impuesto por la globalización. Parecía encontrarme en la Santander de los años setenta y ochenta. El ritmo pausado de las gentes en las calles, el tráfico fluido y sin agobios, el protagonismo absoluto de los locales en los espacios públicos, la moderada presencia de visitantes, la ausencia de concentraciones comerciales y la minimización casi prodigiosa de los ruidos.

Gijón es una ciudad que es excepción en muchas dimensiones, pero su rasgo más distintivo es que el mercado se ha comportado de modo moderado allí. En la gran mayoría de las ciudades españolas, el mercado se ha desbocado, multiplicando sus intervenciones en los suelos urbanos, produciendo distintos impactos en el espacio, el tejido social  y en la vida. En este caso,  se asemeja una ciudad del norte de Europa, en la que las diferencias entre el centro y los distintos barrios se minimizan, dotando al conjunto de un estilo de ciudad modelada por la socialdemocracia de los sesenta y setenta. Encontré  escasas tropelías estéticas, entre ellas un teatro céntrico ocupado por un Burger King y un edificio horrendo en primera línea de playa, frente a la Escalerona, de Foster´s Hollywood.

La ciudad ha conseguido recuperar un conjunto de espacios públicos peatonales intercomunicados, de modo que puede ser plenamente aprovechada por los caminantes. En la mayor parte de las ciudades españolas, los espacios peatonales recuperados son, en general, reservas “indias” rodeadas por el entramado de las vías de los automóviles, dando lugar a una fragmentación insular. Gijón también ha conservado un paseo marítimo y una primera línea de mar protegida de los automóviles, sin zonas de aparcamiento. Así, lo garantiza como espacio peatonal, prolongado a lo largo de la costa, casi hasta Villaviciosa. En el paseo no se escucha el sonido de los motores y prevalece el del oleaje. Su decoración carece de pretensiones y se remite a la frugalidad propia de la ciudad industrial que fue.

La senda litoral del Cervigón es magnífica. Disfruté mucho de los paseos sobre el Cantábrico. A pesar de ser junio la temperatura fue muy baja. Como todo paisaje cantábrico se puede definir como una sucesión de luminosidades, que activaron mis recuerdos de Santander y Euzkadi. El viento cambia de dirección e intensidad, de modo que se suceden distintos tipos de grises, entre los que se intercalan momentos en los que el sol comparece fugazmente entre las configuraciones cambiantes de las nubes. Cada momento se encuentra abierto al inevitable y próximo cambio de los tonos de luz.

En la cotidianeidad de la vida de la ciudad predomina el lento discurrir del tiempo. Nadie parece tener prisa. La verdad es que las zonas comerciales tienen una vida cercenada por la crisis industrial crónica y el declive perpetuo por la minimización sucesiva de sus antaño actividades industriales. En la vida diaria los bares y las sidrerías desempeñan un papel fundamental, compensando la atonía de las calles. A última hora de la tarde comparecen en ellas los clanes familiares y amistosos, poniendo en práctica una socialidad intensa y que remite al pasado.

Toda la vida de la ciudad se encuentra dominada por la presencia y las prácticas sociales de los mayores. Los jóvenes y los visitantes se muestran ocasionalmente. Todos los escenarios urbanos denotan la preponderancia de los locales. Ni siquiera en la hostelería son frecuentes los foráneos. En las cartas de los restaurantes y las tapas de los bares se manifiesta un marcado repliegue a lo local. El mestizaje cultural queda reducido a mínimos. Esta supremacía de las tradiciones culturales y sociales se puede asociar con la ausencia de turistificación. Los visitantes de la ciudad son más viajeros convencionales que exploran el paraíso asturiano, construyendo sus propios itinerarios. Tuve la ocasión de conversar con unos valencianos que habían configurado un viaje abierto, susceptible de ser modificado según las circunstancias. El mismo esplendor del verano gijonés remite al regreso de los locales residentes en Madrid y otras ciudades que conservan actividades productivas.

Fascinado por mis derivas por la ciudad configurada por un capitalismo más amable, sorprendido por la lentitud de su vida, admirado por la ausencia de los contingentes turísticos e identificado con su paisaje y sus luminosidades, la realidad socioeconómica se encontraba relativamente oculta a mi mirada. Pero esta se hizo presente de una forma abrupta. Conversando  con un taxista mis sensaciones sobre la ciudad, me reprendió severamente, expresando un sentimiento de dolor y frustración, imperceptible a primera vista  para un visitante ocasional. El declive industrial se presentó súbitamente, manifestándose mediante un conjunto de sentimientos y percepciones intensas.

El discurso del taxista invirtió los conceptos con los que un forastero construye la realidad. Decía que el Cantábrico y el litoral  ya estaban allí antes de llegar nosotros. Lo importante en esta ciudad era la industria, que amparaba la prosperidad de sus beneficiarios y repartía sus rentabilidades por toda la población. El óbito doloroso y progresivo de la industria, era vivido como una tragedia. Enunciaba los nombres de las industrias fallecidas, atribuyéndoles un fatalismo incuestionable. Sus palabras aludían a la nostalgia por ese pasado. La memoria de las ilustres finadas se expresaba en tonos fúnebres. Era toda una ceremonia que evocaba la ausencia.

Afirmaba que la principal consecuencia de esta desaparición industrial es la ausencia de futuro para los guajes que se ven obligados a abandonar la región. Sus palabras dibujaban la existencia de una dualidad social. Por un lado se encuentran los prejubilados bien retribuidos y los funcionarios del estado en todas sus versiones. Estos constituían una sociedad próspera, que se encontraba en condiciones de afrontar el declive en buenas condiciones. Decía que eran los visitantes de las sidrerías y los restaurantes, aquellos que pueden gastar despreocupadamente un dinero sustancioso.

La segunda sociedad estaba conformada por aquellos que no consiguen acceder a las plazas de la administración, y que, por consiguiente, no tienen futuro. Expresaba su rencor con los funcionarios, que percibía como producto de una multiplicación artificial del estado. Concluía que el futuro era insostenible en estas condiciones. Este solo podía ser resuelto satisfactoriamente con el asentamiento de empresas, el turismo de masas u otras soluciones entendidas en términos de irrupciones milagrosas. Su desafección por la administración alcanzaba cotas inusitadas. Su rechazo de los discursos políticos en boga era integral.

En la conversación apareció inevitablemente Trump. Para él era una referencia, en tanto que estimulaba el crecimiento del mercado y los puestos de trabajo. El medio ambiente, la educación, la democracia misma se subordinaba al crecimiento del mercado. Su discurso apelaba a la esperanza difusa de la aparición de un salvador providencial y externo a la sociedad local. Su distanciamiento con la democracia vigente era manifiesto. De este modo, reprochaba mi adhesión al paisaje y a la ciudad cordial del capitalismo moderado.

Esta conversación fue confirmada por otras charlas con distintas personas locales. Me ayudó a comprender las señales de depresión colectiva que se encuentran tras la vida tranquila de la ciudad. La última noche tuve un sueño terrible. En esta pesadilla aparecía un ser monstruoso, que era un híbrido de Trump, Jesús Gil Y Álvarez Cascos, que inauguraba una isla artificial frente a la playa de San Lorenzo. Esta albergaba un parque de ocio presidido por un casino gigantesco. El conjunto estaba dotado de una estética horrorosa. En la isla bullían miles de turistas programados que seguían estrictamente los guiones de la turistificación. Entre ellos se encontraban los trabajadores del complejo, cuya procedencia indicaba inequívocamente su origen. Eran parte del nuevo ejército de reserva global que transita por el mundo. Apenas había asturianos. La senda litoral del Cervigón se había transformado en una carretera de varios carriles y en sus márgenes se habían multiplicado los chiringuitos y locales ubicados en edificios caracterizados por una estética hortera.

En estos días visito en alguna ocasión la webcam de La Escalerona. Veo a los locales pasear despreocupadamente y las luminosidades mutantes del Cantábrico. Cuando me conecto albergo el temor de que aparezca esa isla del tesoro siniestra de mi sueño.



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