En los años
setenta hice varios viajes con Carmen recorriendo pausadamente el Cantábrico Occidental
por Asturias y Galicia. Entonces éramos jóvenes, pobres y cargados de energía y
esperanzas. Visitamos lugares fantásticos durmiendo en pensiones baratas y
desplazándonos en los autobuses de línea y los trenes de la FEVE. Algunos
lugares han quedado grabados en mi memoria y suscitan la nostalgia en este
tiempo: Luarca, Ribadeo, Burela, El Barquero, Viveiro y Mondoñedo, entre otros,
conforman mi añoranza de aquellos años. En los ochenta regresamos a estos itinerarios,
pero ya no éramos los mismos y viajábamos motorizados. A pesar de nuestra
identificación con esos paisajes, se cumplió estrictamente el precepto del
misterio de la primera vez. Volvimos a Luarca en alguna ocasión más, pero nada
fue comparable a la plenitud de lo que sentimos cuando la conocimos un lluvioso
mes de diciembre.
Hace dos
semanas regresé para transitar por el Cantábrico Occidental y rememorar ese
pasado. Me alojé en Gijón, ciudad en la que he estado en varias ocasiones, pero
siempre por motivos políticos y profesionales. El primero fue un viaje desde
Santander para asistir a una reunión con la dirección del PC asturiano para
coordinar la respuesta a la detención de Santiago Carrillo en Madrid. En los
últimos años, en varias ocasiones para asistir a jornadas sobre medicalización
o participación comunitaria en salud. En todos ellos mi presencia como
visitante fue incompleta, en tanto que no tuve la ocasión de pasearla, pues mi
tiempo fue absorbido por las actividades profesionales y sociales. Un requisito
para conocer una ciudad es encontrarse solo, de modo que tengas la necesidad de
orientarte en el espacio y construir tus propias referencias y rutas.
En estos
días de junio quedé fascinado por Gijón. Experimenté unas sensaciones extrañas
que remiten a un tiempo anterior. La vida de la ciudad tiene lugar en un modo
distinto al del estándar impuesto por la globalización. Parecía encontrarme en
la Santander de los años setenta y ochenta. El ritmo pausado de las gentes en
las calles, el tráfico fluido y sin agobios, el protagonismo absoluto de los
locales en los espacios públicos, la moderada presencia de visitantes, la ausencia
de concentraciones comerciales y la minimización casi prodigiosa de los ruidos.
Gijón es una
ciudad que es excepción en muchas dimensiones, pero su rasgo más distintivo es
que el mercado se ha comportado de modo moderado allí. En la gran mayoría de las
ciudades españolas, el mercado se ha desbocado, multiplicando sus intervenciones
en los suelos urbanos, produciendo distintos impactos en el espacio, el tejido
social y en la vida. En este caso, se asemeja una ciudad del norte de Europa, en
la que las diferencias entre el centro y los distintos barrios se minimizan,
dotando al conjunto de un estilo de ciudad modelada por la socialdemocracia de
los sesenta y setenta. Encontré escasas tropelías
estéticas, entre ellas un teatro céntrico ocupado por un Burger King y un
edificio horrendo en primera línea de playa, frente a la Escalerona, de
Foster´s Hollywood.
La ciudad ha
conseguido recuperar un conjunto de espacios públicos peatonales
intercomunicados, de modo que puede ser plenamente aprovechada por los caminantes.
En la mayor parte de las ciudades españolas, los espacios peatonales
recuperados son, en general, reservas “indias” rodeadas por el entramado de las
vías de los automóviles, dando lugar a una fragmentación insular. Gijón también
ha conservado un paseo marítimo y una primera línea de mar protegida de los
automóviles, sin zonas de aparcamiento. Así, lo garantiza como espacio
peatonal, prolongado a lo largo de la costa, casi hasta Villaviciosa. En el
paseo no se escucha el sonido de los motores y prevalece el del oleaje. Su
decoración carece de pretensiones y se remite a la frugalidad propia de la
ciudad industrial que fue.
La senda
litoral del Cervigón es magnífica. Disfruté mucho de los paseos sobre el
Cantábrico. A pesar de ser junio la temperatura fue muy baja. Como todo paisaje
cantábrico se puede definir como una sucesión de luminosidades, que activaron
mis recuerdos de Santander y Euzkadi. El viento cambia de dirección e
intensidad, de modo que se suceden distintos tipos de grises, entre los que se
intercalan momentos en los que el sol comparece fugazmente entre las
configuraciones cambiantes de las nubes. Cada momento se encuentra abierto al
inevitable y próximo cambio de los tonos de luz.
En la
cotidianeidad de la vida de la ciudad predomina el lento discurrir del tiempo.
Nadie parece tener prisa. La verdad es que las zonas comerciales tienen una
vida cercenada por la crisis industrial crónica y el declive perpetuo por la minimización
sucesiva de sus antaño actividades industriales. En la vida diaria los bares y
las sidrerías desempeñan un papel fundamental, compensando la atonía de las
calles. A última hora de la tarde comparecen en ellas los clanes familiares y
amistosos, poniendo en práctica una socialidad intensa y que remite al pasado.
Toda la vida
de la ciudad se encuentra dominada por la presencia y las prácticas sociales de
los mayores. Los jóvenes y los visitantes se muestran ocasionalmente. Todos los
escenarios urbanos denotan la preponderancia de los locales. Ni siquiera en la
hostelería son frecuentes los foráneos. En las cartas de los restaurantes y las
tapas de los bares se manifiesta un marcado repliegue a lo local. El mestizaje
cultural queda reducido a mínimos. Esta supremacía de las tradiciones
culturales y sociales se puede asociar con la ausencia de turistificación. Los
visitantes de la ciudad son más viajeros convencionales que exploran el paraíso
asturiano, construyendo sus propios itinerarios. Tuve la ocasión de conversar
con unos valencianos que habían configurado un viaje abierto, susceptible de
ser modificado según las circunstancias. El mismo esplendor del verano gijonés
remite al regreso de los locales residentes en Madrid y otras ciudades que
conservan actividades productivas.
Fascinado por
mis derivas por la ciudad configurada por un capitalismo más amable,
sorprendido por la lentitud de su vida, admirado por la ausencia de los
contingentes turísticos e identificado con su paisaje y sus luminosidades, la
realidad socioeconómica se encontraba relativamente oculta a mi mirada. Pero
esta se hizo presente de una forma abrupta. Conversando con un taxista mis sensaciones sobre la
ciudad, me reprendió severamente, expresando un sentimiento de dolor y
frustración, imperceptible a primera vista
para un visitante ocasional. El declive industrial se presentó
súbitamente, manifestándose mediante un conjunto de sentimientos y percepciones
intensas.
El discurso
del taxista invirtió los conceptos con los que un forastero construye la
realidad. Decía que el Cantábrico y el litoral
ya estaban allí antes de llegar nosotros. Lo importante en esta ciudad
era la industria, que amparaba la prosperidad de sus beneficiarios y repartía
sus rentabilidades por toda la población. El óbito doloroso y progresivo de la
industria, era vivido como una tragedia. Enunciaba los nombres de las
industrias fallecidas, atribuyéndoles un fatalismo incuestionable. Sus palabras
aludían a la nostalgia por ese pasado. La memoria de las ilustres finadas se
expresaba en tonos fúnebres. Era toda una ceremonia que evocaba la ausencia.
Afirmaba que
la principal consecuencia de esta desaparición industrial es la ausencia de
futuro para los guajes que se ven obligados a abandonar la región. Sus palabras
dibujaban la existencia de una dualidad social. Por un lado se encuentran los
prejubilados bien retribuidos y los funcionarios del estado en todas sus
versiones. Estos constituían una sociedad próspera, que se encontraba en
condiciones de afrontar el declive en buenas condiciones. Decía que eran los
visitantes de las sidrerías y los restaurantes, aquellos que pueden gastar despreocupadamente
un dinero sustancioso.
La segunda
sociedad estaba conformada por aquellos que no consiguen acceder a las plazas
de la administración, y que, por consiguiente, no tienen futuro. Expresaba su
rencor con los funcionarios, que percibía como producto de una multiplicación
artificial del estado. Concluía que el futuro era insostenible en estas
condiciones. Este solo podía ser resuelto satisfactoriamente con el asentamiento
de empresas, el turismo de masas u otras soluciones entendidas en términos de
irrupciones milagrosas. Su desafección por la administración alcanzaba cotas
inusitadas. Su rechazo de los discursos políticos en boga era integral.
En la
conversación apareció inevitablemente Trump. Para él era una referencia, en
tanto que estimulaba el crecimiento del mercado y los puestos de trabajo. El
medio ambiente, la educación, la democracia misma se subordinaba al crecimiento
del mercado. Su discurso apelaba a la esperanza difusa de la aparición de un
salvador providencial y externo a la sociedad local. Su distanciamiento con la
democracia vigente era manifiesto. De este modo, reprochaba mi adhesión al
paisaje y a la ciudad cordial del capitalismo moderado.
Esta
conversación fue confirmada por otras charlas con distintas personas locales.
Me ayudó a comprender las señales de depresión colectiva que se encuentran tras
la vida tranquila de la ciudad. La última noche tuve un sueño terrible. En esta
pesadilla aparecía un ser monstruoso, que era un híbrido de Trump, Jesús Gil Y
Álvarez Cascos, que inauguraba una isla artificial frente a la playa de San
Lorenzo. Esta albergaba un parque de ocio presidido por un casino gigantesco.
El conjunto estaba dotado de una estética horrorosa. En la isla bullían miles
de turistas programados que seguían estrictamente los guiones de la
turistificación. Entre ellos se encontraban los trabajadores del complejo, cuya
procedencia indicaba inequívocamente su origen. Eran parte del nuevo ejército
de reserva global que transita por el mundo. Apenas había asturianos. La senda
litoral del Cervigón se había transformado en una carretera de varios carriles
y en sus márgenes se habían multiplicado los chiringuitos y locales ubicados en
edificios caracterizados por una estética hortera.
En estos
días visito en alguna ocasión la webcam de La Escalerona. Veo a los locales
pasear despreocupadamente y las luminosidades mutantes del Cantábrico. Cuando
me conecto albergo el temor de que aparezca esa isla del tesoro siniestra de mi
sueño.