domingo, 5 de mayo de 2019

LOS HOSPITALES ENTRE EL DESLIZAMIENTO Y EL ENCIERRO




Mi perplejidad es estimulada en esta hermosa mañana de primavera. Leo que el servicio de Pediatría del Hospital de Orihuela ha adquirido un cochecito eléctrico para que los niños y niñas ingresados puedan desplazarse a otras unidades para realizar pruebas u otras intervenciones médicas pilotando dicho automóvil. Se pueden hacer distintas lecturas de este episodio que queda reflejado en la imagen. La mía se focaliza en la conmoción experimentada por los pequeños pacientes al vivir simultáneamente una experiencia de encierro y otra de deslizamiento, que significa justamente lo opuesto. Este es un misterio del trance permanente que se asocia a aquello que se denomina como humanización de esta vieja institución.

El hospital es una organización que vive el desencuentro continuado entre su naturaleza inapelable, esta es la de ser un centro de tratamiento médico a pacientes graves, que al ingresar tienen que ser imperativamente homologados, y un entorno en el que la personalización adquiere la naturaleza de un mito esencial del mercado total. La dificultad de compatibilizar ambas cuestiones es patente. Así, este sistema de máquinas, operaciones y flujos se encuentra en una crisis permanente de legitimidad.

El hospital, como organización específica, asume inevitablemente los modelos y discursos dominantes en la época. Este es un tiempo en el que la capacidad de la producción es inmensa, de modo que los consumidores son imprescindibles para comprar el inmenso repertorio de productos y servicios. Así, el consumo ha adquirido una centralidad incuestionable. El principal efecto es el extraordinario desarrollo del marketing y la publicidad, que han terminado por desplazar a las viejas ciencias sociales. El resultado es la exaltación de cada consumidor individual, que es liberado de sus atributos sociales para ser considerado como una unidad autónoma susceptibles de ser alcanzada por la gran multitud de proyectos comerciales.

Las ideologías de la comunicación se abren paso en esta gigantesca captura de ese ser social que es el cliente, participante en los estados de emociones y efervescencias colectivas que promueven las empresas devenidas en máquinas de comunicar. Al mismo tiempo el cliente es un ser solitario en sus elecciones, que en muchos casos, se encuentran definidas por la veleidad. En este espacio se instalan los dispositivos de estimulación del crecimiento, que son las del crédito, que adquiere la condición de sagrado.

De estos factores resulta un tipo de capitalismo rigurosamente nuevo, que es definido en distintas versiones. El capitalismo afectivo en la versión de Alberto Santamaría, la happycracia de  Edgar Cabanas y Eva Illouz, o el capitalismo de ficción de Vicente Verdú, constituyen aportaciones muy valiosas para comprender el devenir de las sociedades del mercado total. Uno de los factores que comparten estas teorizaciones es la expansión de la ficción. Esta adquiere un protagonismo insólito en todas las esferas de la vida y la sociedad. El pensamiento positivo genera un estado de éxtasis que contribuye a licuar las realidades sólidas, configurando a cada sujeto como susceptible de ser asaltado por las múltiples empresas que se fundan en estos saberes y métodos. 
  
Los hospitales terminan por asumir estos supuestos imperantes en este entorno de capturas de personas desconcertadas producidos mediante refinados métodos industriales. El paciente-cliente es un ser susceptible de ser influido en detrimento de su experiencia. De ahí que en un entorno de listas de espera, carencias de personal, limitación de las prestaciones y otros factores que configuran la asistencia sanitaria, se practiquen métodos que apelan a la fantasía y terminan en delirios institucionales en nombre de la humanización.

Recuerdo en mis tiempos de Granada en los que el Hospital Virgen de las Nieves lanzó una campaña sobre la elección del menú y la contratación por una semana de cocineros mediáticos, que alcanzaba el umbral del delirio. Carmen mi compañera era ingresada todos los meses para suministrarle un tratamiento que duraba varias horas y tenía que permanecer muchas horas en ayunas. En muchas ocasiones se demoraba por ausencia de personal de enfermería, que había experimentado una trayectoria inversa a la de los menús. En estas condiciones el discurso de la magia gerencial, fundada en fantasías gastronómicas, era más que desmesurado.

No me cabe duda de que los niños hospitalizados requieren de una atención especial y un acomodamiento de su entorno hospitalario. Pero la idea de convertirlos en conductores que experimentan los goces del deslizamiento por los pasillos es disparatada. Así se hace patente la desorientación y el descentramiento de los directivos del hospital, involucrados en la prodigiosa expansión de ficciones que acompañan la trayectoria del mercado total. En este territorio de la humanización es muy fácil extraviarse y perder la orientación.

Lo positivo de esta experiencia es su vertiente comercial. Los pequeños pacientes se experimentan como sujetos de deslizamiento que se inician en el misterio del desplazamiento por el espacio. Así son configurados como ciudadanos conductores aspirantes a una movilidad sin barreras. Esa sí que es una contribución a la gloria de la industria del automóvil.



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