Mi
perplejidad es estimulada en esta hermosa mañana de primavera. Leo que el servicio
de Pediatría del Hospital de Orihuela ha adquirido un cochecito eléctrico para
que los niños y niñas ingresados puedan desplazarse a otras unidades para realizar
pruebas u otras intervenciones médicas pilotando dicho automóvil. Se pueden
hacer distintas lecturas de este episodio que queda reflejado en la imagen. La
mía se focaliza en la conmoción experimentada por los pequeños pacientes al
vivir simultáneamente una experiencia de encierro y otra de deslizamiento, que
significa justamente lo opuesto. Este es un misterio del trance permanente que
se asocia a aquello que se denomina como humanización
de esta vieja institución.
El hospital
es una organización que vive el desencuentro continuado entre su naturaleza
inapelable, esta es la de ser un centro de tratamiento médico a pacientes
graves, que al ingresar tienen que ser imperativamente homologados, y un
entorno en el que la personalización adquiere la naturaleza de un mito esencial
del mercado total. La dificultad de compatibilizar ambas cuestiones es patente.
Así, este sistema de máquinas, operaciones y flujos se encuentra en una crisis
permanente de legitimidad.
El hospital,
como organización específica, asume inevitablemente los modelos y discursos
dominantes en la época. Este es un tiempo en el que la capacidad de la
producción es inmensa, de modo que los consumidores son imprescindibles para
comprar el inmenso repertorio de productos y servicios. Así, el consumo ha
adquirido una centralidad incuestionable. El principal efecto es el
extraordinario desarrollo del marketing y la publicidad, que han terminado por
desplazar a las viejas ciencias sociales. El resultado es la exaltación de cada
consumidor individual, que es liberado de sus atributos sociales para ser
considerado como una unidad autónoma susceptibles de ser alcanzada por la gran
multitud de proyectos comerciales.
Las
ideologías de la comunicación se abren paso en esta gigantesca captura de ese ser
social que es el cliente, participante en los estados de emociones y efervescencias
colectivas que promueven las empresas devenidas en máquinas de comunicar. Al mismo
tiempo el cliente es un ser solitario en sus elecciones, que en muchos casos, se
encuentran definidas por la veleidad. En este espacio se instalan los dispositivos
de estimulación del crecimiento, que son las del crédito, que adquiere la condición
de sagrado.
De estos factores
resulta un tipo de capitalismo rigurosamente nuevo, que es definido en distintas
versiones. El capitalismo afectivo en la versión de Alberto Santamaría, la happycracia
de Edgar Cabanas y Eva Illouz, o el
capitalismo de ficción de Vicente Verdú, constituyen aportaciones muy valiosas
para comprender el devenir de las sociedades del mercado total. Uno de los
factores que comparten estas teorizaciones es la expansión de la ficción. Esta
adquiere un protagonismo insólito en todas las esferas de la vida y la
sociedad. El pensamiento positivo genera un estado de éxtasis que contribuye a
licuar las realidades sólidas, configurando a cada sujeto como susceptible de
ser asaltado por las múltiples empresas que se fundan en estos saberes y métodos.
Los hospitales
terminan por asumir estos supuestos imperantes en este entorno de capturas de
personas desconcertadas producidos mediante refinados métodos industriales. El
paciente-cliente es un ser susceptible de ser influido en detrimento de su
experiencia. De ahí que en un entorno de listas de espera, carencias de
personal, limitación de las prestaciones y otros factores que configuran la
asistencia sanitaria, se practiquen métodos que apelan a la fantasía y terminan
en delirios institucionales en nombre de la humanización.
Recuerdo en
mis tiempos de Granada en los que el Hospital Virgen de las Nieves lanzó una
campaña sobre la elección del menú y la contratación por una semana de
cocineros mediáticos, que alcanzaba el umbral del delirio. Carmen mi compañera
era ingresada todos los meses para suministrarle un tratamiento que duraba
varias horas y tenía que permanecer muchas horas en ayunas. En muchas ocasiones
se demoraba por ausencia de personal de enfermería, que había experimentado una
trayectoria inversa a la de los menús. En estas condiciones el discurso de la
magia gerencial, fundada en fantasías gastronómicas, era más que desmesurado.
No me cabe
duda de que los niños hospitalizados requieren de una atención especial y un
acomodamiento de su entorno hospitalario. Pero la idea de convertirlos en
conductores que experimentan los goces del deslizamiento por los pasillos es
disparatada. Así se hace patente la desorientación y el descentramiento de los
directivos del hospital, involucrados en la prodigiosa expansión de ficciones
que acompañan la trayectoria del mercado total. En este territorio de la
humanización es muy fácil extraviarse y perder la orientación.
Lo positivo
de esta experiencia es su vertiente comercial. Los pequeños pacientes se
experimentan como sujetos de deslizamiento que se inician en el misterio del
desplazamiento por el espacio. Así son configurados como ciudadanos conductores
aspirantes a una movilidad sin barreras. Esa sí que es una contribución a la
gloria de la industria del automóvil.
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