Uno de los
contrasentidos más visibles en las sociedades del presente radica en la
contraposición entre una creciente y manifiesta despolitización y la adopción
de la política como contenido privilegiado por parte de las televisiones, que
la convierten en uno de los temas que
concitan a un público amplio. El tratamiento televisivo de la política se
ajusta a las características de este
medio. La principal consecuencia es la invención de un relato en el que los
actores protagonistas adquieren una preponderancia extraordinaria, definiéndose
como un juego en el que ganar es una obligación. Los públicos seguidores de los
contendientes son convertidos en hinchadas, al estilo del juego dominante, el
fútbol.
Las campañas
electorales devienen en una confrontación mediática entre los cabezas de cartel
que concitan toda la atención. Las televisiones reducen sus discursos a
síntesis expresadas en titulares, imágenes y zascas. Así se construye una
narrativa dirigida a los votantes-hinchas, que es animada mediante las
encuestas, que desempeñan un papel análogo al de las apuestas en los juegos
deportivos. Los candidatos cabeza de cartel son convertidos en gladiadores que
actúan frente al público para ganar o perder.
La metáfora
más ajustada para definir esta extraña competición es la del boxeo. Las
pantallas presentan el espacio mágico del cuadrilátero. Allí, entre las doce
cuerdas, los contendientes se enfrentan bajo la mirada de un público excitado
por los lances de la competición. Aquellos combates que se dirimen por escasos
puntos tienen su morbo y estimulan al gran público. Pero las victorias por KO,
en las que un luchador derriba a su oponente y lo noquea, también avivan al
público. Los espectadores-electores son conformados así como “el respetable”,
al que se le concede el privilegio de tener la razón inapelable.
De este
modo, las campañas electorales constituyen un acontecimiento cuya naturaleza
difiere sustantivamente de lo que se puede considerar como una democracia. El juego se resuelve entre muy pocos actores
y los espectadores-electores son apelados, pero carecen de participación. En
mis años de profesor en una facultad de sociología, preguntaba con frecuencia a
los estudiantes sobre el nombre de los diputados de su circunscripción
electoral. Los resultados eran demoledores. Nadie conocía a los representantes
locales, solo a los líderes nacionales. El resultado era casi cómico.
Las campañas
electorales suponen una destitución ciudadana. No se producen encuentros de
pocas personas en los que se haga factible una conversación pausada. Los
miembros de los partidos son expropiados de esta función. Lo pequeño es
difuminado drásticamente. Por el contrario, los afiliados y simpatizantes son
convocados para realizar tareas de apoyo a los actos en los que intervienen los
líderes mediatizados y en la que los líderes locales actúan como teloneros. En
las últimas elecciones generales no hubo actividad alguna de los mismos
candidatos a senadores, expulsados del cuadrilátero mediático. Su silencio
sepulcral es paradigmático.
En este
contexto se produce el ascenso de una nueva categoría política compuesta por
los árbitros del juego. Los periodistas televisivos que promueven las peleas
entre candidatos adquieren una relevancia desmesurada. Ellos son los jueces de
este juego. Así se produce una deformación democrática de gran envergadura. Los
mediadores televisivos reclaman para sí la función del control del juego en
nombre de lo que ellos llaman “la ciudadanía”, pero que no es otra cosa que el
respetable o la grada.
Los debates
culminan este extraño juego de competición entre las personas-sigla frente al
gran público que simula el cuadrilátero mediante las pantallas rectangulares.
Estos son constituidos según las reglas de la televisión. Se trata de un
espectáculo de confrontación en el que los participantes tienen que acreditar
su capacidad de seducir, de castigar a sus rivales y de encajar los golpes. Lo
importante es aprovechar las oportunidades que aparezcan, revertir las situaciones
adversas y poner en escena las retóricas no verbales que maximicen los apoyos
de la grada.
Los
mediadores-intermediarios terminan por imponer sus reglas manifiestamente. De
este modo conforman una casta televisiva cuyo protagonismo es manifiesto. Se
arrogan la función de control de los litigantes, lo cual les permite fijar las
reglas de los debates-combates. Esta preponderancia de estos exóticos jueces
conduce a actuaciones en las que el sadismo se hace presente. En los debates
organizados en los días pasados por el País, imponían un juego al que los
luchadores tenían que someterse. Este consistía en responder los colores de
cada línea del metro de Madrid en el mapa. La gran maestra de esta nueva casta
es Ana Pastor, de la Sexta, que se atribuye la licencia de interrogar a los
juzgados en unos términos insólitos.
Esta casta
televisiva construye los juegos de palabras en el modo de una fábrica de la
palabra. Su mundo es es el de la síntesis violenta, que se especifica en
imágenes y titulares que admiten pocos matices. Cualquier problema complejo es
reducido a una respuesta limitada a uno o dos minutos. Así, un debate incluye
veinte o treinta temas sobre los que cada contendiente debe hablar un minuto.
El resultado es una torre de Babel insólita, en la que lo que cuenta es la
escenificación y la fuerza de los candidatos para sobreponerse a los sucesivos
fracasos que aparecen cada vez que un tema complejo es sometido a semejante
destrucción. Todo termina en el mitológico minuto de oro en el que cada cual
debe expresar su síntesis-titular.
El resultado
es la explosión de una estulticia sin límites. Me parece terrible este
acontecimiento que cuestiona la época presente. En verdad se trata de una
fábrica de necedad, en la que la inteligencia es severamente devaluada. Los
competidores con mayor espesor por su capacidad de pensar y argumentar son
homologados con los impostores o los aventureros avezados en las estrategias
basadas en la astucia. En esta comedia, los temas de fondo no pueden ser
incluidos en la sucesión de minutos, zascas y escenificaciones que buscan
impactos emocionales. Siempre me acuerdo de los pobres universitarios, de la
educación o de la atención primaria de salud, entre otros temas, que son
reducidos a terribles clichés en estos encuentros en los cuadriláteros.
En este
escenario son desplazados aquellos que proponen métodos democráticos basados en
las conversaciones inclusivas de muchos actores. Quiero recordar aquí a gentes
como Pablo Carmona, Monserrat Galcerán y otras personas dotadas de espesor
democrático, que son expulsadas de los cuadriláteros por este burdo juego de
estimulación de las emociones movilizadoras del graderío. En este medio tóxico
solo sobreviven los dotados de motivación para dominar, que terminan por
eliminar a sus posibles competidores internos para ocupar la plaza de luchador
en el cuadrilátero mediático. De esta forma los partidos son destruidos, en
tanto que se conforman como una aglomeración de respaldo al gladiador de turno.
En estas
condiciones se puede afirmar que la democracia es imposible. Todo esto es muy
poco democrático. La complejidad social, las alternativas programáticas, las
políticas públicas, todo termina por someterse a la lógica del juego de tronos.
Así las deformaciones cesaristas inquietantes del sanchismo, el susanismo, el
riverismo-arrimadismo, el pablismo-irenismo, el carmenismo-errejonismo y otras
variantes perversas de lideragmo tóxico.
No quiero provocar a nadie, pero he de decir que me sorprende la pasividad
monástica de la inteligencia ante esta perversión general. En el mejor de los
casos espero que, en un futuro no muy lejano, nos encontremos de nuevo en las
plazas, cuya forma geométrica es el círculo, que como es sabido es diferente al
cuadrilátero.
Totalmente de acuerdo con usted, una vez más, por lo que le agradezco el análisis y le felicito. Ojalá su esperanza final se realice más pronto que tarde, y los ciudadanos vayamos encontrando el camino para volver (¿estuvimos alguna vez?) a recuperar el protagonismo.
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