martes, 21 de mayo de 2019

LA FASCINACIÓN DEL CUADRILÁTERO COMO DEGRADACIÓN DE LA DEMOCRACIA


Uno de los contrasentidos más visibles en las sociedades del presente radica en la contraposición entre una creciente y manifiesta despolitización y la adopción de la política como contenido privilegiado por parte de las televisiones, que la convierten en uno de los temas  que concitan a un público amplio. El tratamiento televisivo de la política se ajusta a las  características de este medio. La principal consecuencia es la invención de un relato en el que los actores protagonistas adquieren una preponderancia extraordinaria, definiéndose como un juego en el que ganar es una obligación. Los públicos seguidores de los contendientes son convertidos en hinchadas, al estilo del juego dominante, el fútbol.

Las campañas electorales devienen en una confrontación mediática entre los cabezas de cartel que concitan toda la atención. Las televisiones reducen sus discursos a síntesis expresadas en titulares, imágenes y zascas. Así se construye una narrativa dirigida a los votantes-hinchas, que es animada mediante las encuestas, que desempeñan un papel análogo al de las apuestas en los juegos deportivos. Los candidatos cabeza de cartel son convertidos en gladiadores que actúan frente al público para ganar o perder.

La metáfora más ajustada para definir esta extraña competición es la del boxeo. Las pantallas presentan el espacio mágico del cuadrilátero. Allí, entre las doce cuerdas, los contendientes se enfrentan bajo la mirada de un público excitado por los lances de la competición. Aquellos combates que se dirimen por escasos puntos tienen su morbo y estimulan al gran público. Pero las victorias por KO, en las que un luchador derriba a su oponente y lo noquea, también avivan al público. Los espectadores-electores son conformados así como “el respetable”, al que se le concede el privilegio de tener la razón inapelable.

De este modo, las campañas electorales constituyen un acontecimiento cuya naturaleza difiere sustantivamente de lo que se puede considerar como una democracia.  El juego se resuelve entre muy pocos actores y los espectadores-electores son apelados, pero carecen de participación. En mis años de profesor en una facultad de sociología, preguntaba con frecuencia a los estudiantes sobre el nombre de los diputados de su circunscripción electoral. Los resultados eran demoledores. Nadie conocía a los representantes locales, solo a los líderes nacionales. El resultado era casi cómico.

Las campañas electorales suponen una destitución ciudadana. No se producen encuentros de pocas personas en los que se haga factible una conversación pausada. Los miembros de los partidos son expropiados de esta función. Lo pequeño es difuminado drásticamente. Por el contrario, los afiliados y simpatizantes son convocados para realizar tareas de apoyo a los actos en los que intervienen los líderes mediatizados y en la que los líderes locales actúan como teloneros. En las últimas elecciones generales no hubo actividad alguna de los mismos candidatos a senadores, expulsados del cuadrilátero mediático. Su silencio sepulcral es paradigmático.

En este contexto se produce el ascenso de una nueva categoría política compuesta por los árbitros del juego. Los periodistas televisivos que promueven las peleas entre candidatos adquieren una relevancia desmesurada. Ellos son los jueces de este juego. Así se produce una deformación democrática de gran envergadura. Los mediadores televisivos reclaman para sí la función del control del juego en nombre de lo que ellos llaman “la ciudadanía”, pero que no es otra cosa que el respetable o la grada. 

Los debates culminan este extraño juego de competición entre las personas-sigla frente al gran público que simula el cuadrilátero mediante las pantallas rectangulares. Estos son constituidos según las reglas de la televisión. Se trata de un espectáculo de confrontación en el que los participantes tienen que acreditar su capacidad de seducir, de castigar a sus rivales y de encajar los golpes. Lo importante es aprovechar las oportunidades que aparezcan, revertir las situaciones adversas y poner en escena las retóricas no verbales que maximicen los apoyos de la grada.

Los mediadores-intermediarios terminan por imponer sus reglas manifiestamente. De este modo conforman una casta televisiva cuyo protagonismo es manifiesto. Se arrogan la función de control de los litigantes, lo cual les permite fijar las reglas de los debates-combates. Esta preponderancia de estos exóticos jueces conduce a actuaciones en las que el sadismo se hace presente. En los debates organizados en los días pasados por el País, imponían un juego al que los luchadores tenían que someterse. Este consistía en responder los colores de cada línea del metro de Madrid en el mapa. La gran maestra de esta nueva casta es Ana Pastor, de la Sexta, que se atribuye la licencia de interrogar a los juzgados en unos términos insólitos.

Esta casta televisiva construye los juegos de palabras en el modo de una fábrica de la palabra. Su mundo es es el de la síntesis violenta, que se especifica en imágenes y titulares que admiten pocos matices. Cualquier problema complejo es reducido a una respuesta limitada a uno o dos minutos. Así, un debate incluye veinte o treinta temas sobre los que cada contendiente debe hablar un minuto. El resultado es una torre de Babel insólita, en la que lo que cuenta es la escenificación y la fuerza de los candidatos para sobreponerse a los sucesivos fracasos que aparecen cada vez que un tema complejo es sometido a semejante destrucción. Todo termina en el mitológico minuto de oro en el que cada cual debe expresar su síntesis-titular.

El resultado es la explosión de una estulticia sin límites. Me parece terrible este acontecimiento que cuestiona la época presente. En verdad se trata de una fábrica de necedad, en la que la inteligencia es severamente devaluada. Los competidores con mayor espesor por su capacidad de pensar y argumentar son homologados con los impostores o los aventureros avezados en las estrategias basadas en la astucia. En esta comedia, los temas de fondo no pueden ser incluidos en la sucesión de minutos, zascas y escenificaciones que buscan impactos emocionales. Siempre me acuerdo de los pobres universitarios, de la educación o de la atención primaria de salud, entre otros temas, que son reducidos a terribles clichés en estos encuentros en los cuadriláteros.

En este escenario son desplazados aquellos que proponen métodos democráticos basados en las conversaciones inclusivas de muchos actores. Quiero recordar aquí a gentes como Pablo Carmona, Monserrat Galcerán y otras personas dotadas de espesor democrático, que son expulsadas de los cuadriláteros por este burdo juego de estimulación de las emociones movilizadoras del graderío. En este medio tóxico solo sobreviven los dotados de motivación para dominar, que terminan por eliminar a sus posibles competidores internos para ocupar la plaza de luchador en el cuadrilátero mediático. De esta forma los partidos son destruidos, en tanto que se conforman como una aglomeración de respaldo al gladiador de turno.

En estas condiciones se puede afirmar que la democracia es imposible. Todo esto es muy poco democrático. La complejidad social, las alternativas programáticas, las políticas públicas, todo termina por someterse a la lógica del juego de tronos. Así las deformaciones cesaristas inquietantes del sanchismo, el susanismo, el riverismo-arrimadismo, el pablismo-irenismo, el carmenismo-errejonismo y otras variantes perversas de lideragmo tóxico.  No quiero provocar a nadie, pero he de decir que me sorprende la pasividad monástica de la inteligencia ante esta perversión general. En el mejor de los casos espero que, en un futuro no muy lejano, nos encontremos de nuevo en las plazas, cuya forma geométrica es el círculo, que como es sabido es diferente al cuadrilátero.



1 comentario:

  1. Totalmente de acuerdo con usted, una vez más, por lo que le agradezco el análisis y le felicito. Ojalá su esperanza final se realice más pronto que tarde, y los ciudadanos vayamos encontrando el camino para volver (¿estuvimos alguna vez?) a recuperar el protagonismo.

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