En la calle
Goya, en la intersección con la calle Alcalá, custodiados por los edificios del
Corte Inglés, se concentran al atardecer docenas de riders acompañados de sus
grandes mochilas con la imagen de Glovo o Deliveroo. Esperan las llamadas de
los encerrados en sus hogares-fortaleza para comprar comida que les permita
cumplir sus exigentes obligaciones con Netflix y otros traficantes de relatos
audiovisuales. En el último año no puedo evitar visitarlos para contemplar el
espectáculo producido por este conglomerado humano, congregado en torno a sus bicis, y en el que
cada cual es una entidad rigurosamente individual pendiente de su pantalla, en
espera de una señal que anticipe la realización de un servicio a un enclaustrado
videoespectador doméstico.
Las calles
de la ciudad experimentan un vaciamiento progresivo según avanza la tarde,
cuando declinan los desplazamientos de sus industriosos moradores, ocupados en
tareas requeridas por el sacrosanto mercado de trabajo y de las múltiples
actividades informalizadas que lo acompañan. Al caer la noche, en las calles
solo reina la excepción de los bares, que también acusan el impacto de la gran
reclusión doméstica en los hogares, transformados en sedes de ocio claustrofilico
en torno a una variedad de pantallas y sistemas de comunicación. Los bares
constituyen la sede de la resistencia al encierro doméstico, facilitando la
relación entre los cuerpos de los presentes en este espacio.
El consumo
de productos audiovisuales conforma un mercado gigantesco que se ha
desmasificado integralmente, de modo que cada cual dispone de un menú de
productos que le segmentan de sus próximos domésticos. Así se cierra la
tradicional pugna familiar por el mando a distancia, último elemento de
cohesión parental. Ahora cada cual se recluye en su rincón focalizado en su
pantalla individual para satisfacer sus necesidades audiovisuales y
relacionales. El hogar informatizado de la era Netflix representa un salto
prodigioso en la individuación. Su espacio es la suma de los rincones donde
cada cual puede ejercer su autonomía comunicacional con sus proveedores, sus
redes personales y sus mundos sociales.
Los relatos
audiovisuales adquieren una centralidad absoluta en las comunicaciones y las
relaciones sociales. Así devienen en una obligación que comporta exigencias de
tiempo muy considerables. Para cumplir con estos quehaceres es preciso generar
un tiempo disponible que solo puede ser logrado mediante la transferencia de otras
actividades. En este caso la alimentación es el espacio susceptible de ser
liberado de las tareas de compra, cocina, consumo y limpieza de los utensilios.
El sujeto encerrado en su palacio de comunicaciones deviene en comprador de
comida rápida y barata que le libera del ciclo temporal de la cocina. Así hace
factible el cumplimiento de sus obligaciones en las redes sociales y el consumo
de series, videos, películas, retransmisiones deportivas y otros relatos
audiovisuales.
El resultado
es la conformación de un próspero mercado de sujetos encerrados en sus
domicilios consumidores compulsivos de productos audiovisuales, acompañados por
las comunicaciones que se derivan de estos. Este es el espacio sobre el que se
asientan Glovo, Deliveroo y sus socios, que ofertan un servicio barato y
fundado en el cumplimiento estricto del tiempo de respuesta a la demanda. El
enclaustramiento doméstico para el consumo audiovisual y de intercambio de
mensajes, se hace factible por la liberación de las obligaciones culinarias,
así como de las búsquedas de productos de consumo mediante el desplazamiento
físico a pie por los comercios. Amazon tiende a reemplazar esta función y
redimir a los sujetos de la misma, generando tiempo disponible para el sagrado
deber del consumo audiovisual en la sociedad postmediática.
Esta galaxia
de empresas emergentes liberadoras de tiempo para los compulsivos cumplidores de los nuevos deberes
audiovisuales, altera sustancialmente la relación laboral, instituyendo una
precarización que alcanza la plenitud. Los esforzados ciclistas que hacen
factible el cumplimiento del servicio en el tiempo requerido por el cliente, se
encuentran en el exterior de las instituciones de aquello que fue denominado
como la “seguridad social”. Cada cual se conforma como un ente individual que
ejecuta un servicio low cost, cuyos costes son necesariamente bajos. La gran
crisis del trabajo ubicada en la transición al postfordismo, genera un
excedente de sujetos predispuestos a ganarse la vida mediante la obtención de
unos ingresos parcos.
Me ha
conmovido el accidente de Barcelona, en el que murió un ciclista de Glovo,
destapando una tenebrosa historia de subcontratación. El fallecido no era el
titular del servicio, sino un arrendatario que cobraba una parte del menguado
precio de este, no más de dos euros. Así se destapa el oscuro mundo de
sobrevivencia de grandes contingentes de jóvenes, involucrados en transacciones
de una economía miserable, y obligados a sumar cantidades de dinero ínfimas
para sobrevivir, que proceden de distintas fuentes y actividades. Este es uno
de los muchos submundos que habitan aquellos que tienen la imperativa necesidad
de sumar algo, como ocurre con el mundo de los cuidados semimonetarizados y
otras actividades informalizadas. Estos se encuentran fuera de las estadísticas
y de los supuestos que conforman los saberes oficiales, que alcanzan su máxima
distorsión cuando se refieren al mercado de trabajo.
Me gusta
conversar con estos habitantes de un mundo completamente ajeno al mío. Me
llaman la atención sus cuerpos cuidados, muchos de ellos esculpidos en otro de
los mercados gigantes de la época, los gimnasios. También sus estéticas
personales y sus modos de estar. Muchos proceden de la gran selección derivada de la multiplicación de las titulaciones,
que expulsa de su campo a muchos de los candidatos. En la mayoría de los casos
la espera a la llamada que anticipa el servicio se hace en silencio, sin
comunicarse con los próximos. En esta ocupación el concepto de compañero se
encuentra difuminado, siguiendo la pauta principal que inspira el tránsito a
una sociedad neoliberal avanzada: Cada cual a lo suyo.
En mis
conversaciones con los riders confirmo su lucidez. En general son plenamente
conscientes de la naturaleza de su trabajo, de las relaciones que comporta y de
los beneficiarios del mismo. Esta comprensión se acompaña de una alta dosis de
fatalismo, en tanto que la desconfianza en que sea factible un cambio es plena.
Nadie piensa en un futuro colectivo mejor y cada cual se apresta a construirse
una fuga de su realidad laboral en términos de prácticas de vida lo más
gratificantes que sean posibles.
Cuando en
una de estas conversaciones se suscita la idea del futuro aparece un rechazo
absoluto. Todos descartan pensar en el futuro, en la esperanza difusa de que el
azar salvará a cada cual, generando una alternativa cuyo origen se encuentra
fuera del propio mundo vivido. En alguna ocasión se ha generado tensión cuando
les he preguntado si es factible continuar así después de los cuarenta años. El
distanciamiento de su propia realidad se erige en una defensa psicológica de
gran consistencia. Así se controla el malestar derivado necesariamente de
ocupar una posición social de esta naturaleza.
Me pregunto
acerca del dolor que puede emanar de la posición social rider. El mecanismo de
distanciamiento de su propia situación es un poderoso antídoto para el dolor.
Así las personas se evaden de su propia situación y el dolor se difumina,
transformándose en un malestar difuso que emerge cuando un acontecimiento lo
activa. La muerte del ciclista de Barcelona es uno de esos eventos que
transforma estos entes individuales en seres sociales en un tiempo fugaz,
compartiendo el sentimiento de rabia e indignación por su propio universo
cotidiano.
Mientras
tanto, la galaxia del estado sigue conociendo el mundo mediante sus propios
esquemas cognitivos que ignoran lo emergente. Los discursos de las élites
políticas son manifiestamente distorsionados y disparatados y excluyen
múltiples situaciones de la vida social. La disminución drástica de los productores
se acompaña de la explosión de los repartidores a domicilio, convertido en sede
de la actividad social que tiende a acaparar un tiempo desmesurado en las vidas
de tan avanzados súbditos-ciudadanos. La pregunta más estúpida que se puede
formular hoy a una persona es la convencional ¿estudias o trabajas? Ese dislate
solo lo hacen los ejecutores de la encuesta de la población activa.