jueves, 11 de abril de 2019

MADRID


Una de las secciones de este blog es “la ciudad que habito”. Mis largos años en Granada me proporcionaron vivencias y sensaciones ambivalentes. La falta de correspondencia entre las representaciones de la ciudad que se registran en los medios locales y las realidades  vividas fueron el estímulo para narrar mis perplejidades. Inmediatamente después de mi jubilación abandoné la ciudad para vivir en Madrid. La verdad es que con el paso del tiempo me invade una extraña nostalgia por Granada. No tenía intención de escribir sobre Madrid,  pero mis derivas buscando los restos enterrados de mi infancia y adolescencia, me han alentado a exponerlas.

Madrid es un gigantesco espacio en el que cabe diferenciar tres niveles diferentes que se ensamblan mutuamente. El primero es su superficie, en la que se concentran los habitáculos de sus moradores, los edificios que albergan las distintas actividades y las vías que soportan sus desplazamientos en sus cabinas móviles. El segundo se localiza en el subsuelo, en donde una red de túneles aloja las vías del metro, que facilita las idas y venidas de los cuerpos de tan activos urbanitas. Por último, el espacio aéreo que conforma la nube que hospeda la comunicación virtual de cada cual con los suyos. De esta complejidad resulta un sistema de comunicaciones que debilita la relación de proximidad física. La antaño plaza pública, que es un sistema de apoteosis de las miradas y las conversaciones, se desvanece en los espacios en los que concurren los cuerpos de aquellos que incesantemente se polarizan en sus pantallas personales comunicando con los suyos ubicados en el más allá.

En este contexto se produce la explosión del concepto antropológico de no lugar, enunciado por Marc Augé. La vida de la gran mayoría es un tránsito incesante entre no lugares. El tiempo se reapropia de una existencia dominada por trayectos entre el trabajo, el consumo y el ocio, así como las relaciones amistosas y de cuidados. El resultado es la multiplicación de lugares carentes de valor alguno. De este modo la ciudad se convierte en facilitadora de desarraigos múltiples. Los lugares que adquieren valor en cuanto a sede de relaciones sociales son aquellos que albergan los consumos masivos, que ahora son constituidos por las industrias del ocio. Los lugares dotados de un pasado social son reconstituidos para ser explotados como actividad turística para los visitantes. Así se constituye la calle como lugar de paso de una multitud ausente y desconectada del espacio, que rota incesante y automáticamente, atenta a las exigencias de su pequeña pantalla individual.

La ciudad vigente es una extraña a aquella que recuerda  mi memoria. El viejo Madrid de mi adolescencia era una ciudad con una vida considerable en las calles. Ahora es un espacio determinado por la nueva deidad del mercado del trabajo y del consumo,  lo que se ha denominado como consumópolis. Los espacios urbanos son monopolizados por las gentes en eterna rotación. En los últimos cuarenta años ha operado un proceso profundo y sólido de reestructuración mercantil, en la que el valor de los suelos ha convertido a estos en una mercancía camaleónica. La segmentación del territorio tiene como consecuencia la divinización de la movilidad, que privilegia a las máquinas mecánicas en las que los urbanitas transitan entre suelos especializados, así como facilitadoras de las huidas al exterior en las pausas de los fines de semana.  

El proceso de transformación de la ciudad se ha caracterizado por su opacidad radical. Tras los discursos del complejo de expertos que conforman eso que llaman “urbanismo” ocultan el dominio absoluto de la razón mercantil. En este sentido este es un proceso marcadamente autoritario, en el que los distintos agentes involucrados actúan condicionados por el déficit esencial de información. Lo que se constituye es un proyecto subordinado a los intereses de los señores del suelo. Así la red de edificios, vías e infraestructuras que articula el territorio y lo segmenta, según la ley de hierro del valor de los suelos, está subordinada a un proceso de decisiones ubicado en el más allá de las instituciones supuestamente representativas.

La ciudad actual es un espacio por el que transitan distintas multitudes que se hacen y deshacen incesantemente, en las que cada uno es indiferente a los demás, en tanto que es portador de su sistema de relaciones personales. En el interior de esta extraña masificación proliferan las reservas especializadas de buena vida. Estas son las configuraciones sociales formadas por personas que comparten prácticas de vivir. Estas son múltiples y son las que hacen gratificante la ciudad para muchos de sus pobladores. Aquí radica el punto fuerte de Madrid, la existencia de múltiples mundos sociales que tienen lugar para públicos con afinidades y en espacios no accesibles para los rotantes. Una formidable red de bares, restaurantes, cines, teatros, edificios que albergan actividades sociales y culturales de distinta índole, así como espacios privados. La vida social intensa de los protagonistas de las reservas de buena vida contrasta con la mecanización de la vida de la mayoría de los rotantes, devorados por sus conminaciones cronógrafas y sus limitaciones sociales. Los mundos sociales vivos son invisibles para la gran mayoría. En este sentido la ciudad es un laberinto de efervescencias y secretos.  

Pero el Madrid del presente es una ciudad más que paradójica. La estructura sistémica que se sobrepone a todo lo demás es el sacrosanto mercado de trabajo. Este es el factor de atracción principal. Su naturaleza actual determina que una gran parte de sus devotos súbditos rotan por sus puestos disponibles. De este modo se implementa la gran rotación laboral que mueve la ciudad según el principio enunciado por Mateo de “muchos los llamados pero pocos los escogidos”. La multitud que puebla el metro se corresponde con las vicisitudes de esta misteriosa institución del mercado del trabajo. En ella confluyen los que ocupan trabajos fijos; los temporales precarizados de todas las condiciones; los buscadores de empleo que pasan la vida haciendo méritos; la galaxia de la formación permanente; los estudiantes eternos;   las poblaciones múltiples del trabajo coaccionado; los desechados que no se han rendido definitivamente y los numerosos ocupados en los cuidados. Un vagón del metro es un verdadero experimento social que sintetiza la heterogeneidad inducida por el mercado de trabajo.

La constricción de esta divinidad convierte en una quimera a los acumulados en espera de su ubicación y también a los que se encuentran en situaciones provisionales. Así se conforma un malestar sordo que se expresa sutilmente en todos los escenarios urbanos. Los inmovilizados por esta estructura sistémica esperan pacientemente, compensando ese estado de prórroga mediante un rico repertorio de evasiones y fugas. La ciudad deviene en un contenedor de pacientes candidatos a ocupar una posición estable.  Así se conforma una ensoñación colectiva de baja intensidad que remite al azar como factor de éxito. Quizás el auge espectacular del juego se relacione con esta cuestión.



La gran multitud acumulada en la antesala y circulación del mercado de trabajo deviene en una masa  habitacional que es expoliada por el complejo de los mercaderes del suelo. Así se conforma un ejército de reserva habitacional que ampara la escalada de los precios de las viviendas. El mercado de la vivienda se articula con el del trabajo para reconfigurar la ciudad mediante el desplazamiento de las poblaciones frágiles hacia las periferias a favor de los turistas que se asientan sobre la los espacios que configuran la imago turística de la ciudad.

De estos procesos resulta la explosión de dos factores que en el caso de Madrid son especialmente relevantes: El afán de lucro monumental y la expansión prodigiosa de la seguritización. Cada metro cuadrado es objeto de múltiples proyectos pilotados por el complejo del lucro. Y todos los factores considerados hasta aquí generan miedos colectivos que se resuelven en la divinización de la seguridad. Estos temores invaden toda la vida colectiva, y sumados a la severa individualización derivada de los móviles producen un espacio urbano entendido como lugar de encuentros entre extraños, ahora convertidos en sujetos peligrosos. Aquí radica una de las involuciones más radicales asociadas al tiempo presente.

En mis tiempos mozos, en las noches calurosas de junio me despedía de Carmen en Colón. Desde allí cada uno regresaba a casa caminando. Nunca sucedió nada. En mis paseos nocturnos me impresiona mucho encontrarme con alguna mujer que cambia de acera al sentirse amenazada por mi presencia. Lo más fuerte que me ha sucedido fue en una de mis incursiones a las periferias. Una mañana luminosa de otoño salí de la estación de metro “Rivas Futura”, en Rivas Vaciamadrid. Mi intención era explorar caminando a pie la zona. Al salir me encontré con el paisaje de periferia. Grandes bloques de viviendas aisladas, nudos de carretera pobladas de automóviles, distintos enlaces y pasarelas adornados por simulaciones de jardines y carriles bici. En las aceras no había ninguna persona.

Mi estrategia en estos paseos es ponerme un objetivo para construir un camino. En este caso fue una tienda de muebles “Conforama”. En unos minutos me encontré con una mujer joven que venía por la acera con un coche de niño en el que se encontraba su bebé. Me dirigí a ella preguntando por la tienda. En ese momento, comenzó a correr con el coche del niño sin contestarme. Seguí mi camino mascullando palabrotas contra los medios y las apoteosis de la seguridad. Me decía a mí mismo: Juan no puedes aceptar ser un sospechoso, no. Pero, al mismo tiempo, este acontecimiento expresa nítidamente el espíritu de la ciudad en este tiempo. Invoqué a Richard Sennett varias veces.

Solo en el interior de las configuraciones  sociales de la vida buena es posible la relación cordial cotidiana. En el exterior de estas, en el nuevo espacio urbano del mercado de trabajo y los consumos estandarizados rige la razón de las multitudes rotantes y sus desiertos comunicativos. En este espacio público no es posible ninguna relación amable. Cuando llegué a Conforama confirmé que se encontraba inserta en un complejo comercial que se configuraba en torno a un centro que se llamaba Plaza. Por él deambulaban seres ausentes concentrados en sus smartphones. La jornada terminó con mi regreso al Retiro y mi zona de refugio que he construido laboriosamente. Madrid.







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