Una de las
secciones de este blog es “la ciudad que habito”. Mis largos años en Granada me
proporcionaron vivencias y sensaciones ambivalentes. La falta de
correspondencia entre las representaciones de la ciudad que se registran en los
medios locales y las realidades vividas
fueron el estímulo para narrar mis perplejidades. Inmediatamente después de mi
jubilación abandoné la ciudad para vivir en Madrid. La verdad es que con el
paso del tiempo me invade una extraña nostalgia por Granada. No tenía intención
de escribir sobre Madrid, pero mis
derivas buscando los restos enterrados de mi infancia y adolescencia, me han
alentado a exponerlas.
Madrid es un
gigantesco espacio en el que cabe diferenciar tres niveles diferentes que se
ensamblan mutuamente. El primero es su superficie, en la que se concentran los
habitáculos de sus moradores, los edificios que albergan las distintas
actividades y las vías que soportan sus desplazamientos en sus cabinas móviles.
El segundo se localiza en el subsuelo, en donde una red de túneles aloja las
vías del metro, que facilita las idas y venidas de los cuerpos de tan activos urbanitas.
Por último, el espacio aéreo que conforma la nube que hospeda la comunicación
virtual de cada cual con los suyos. De esta complejidad resulta un sistema de
comunicaciones que debilita la relación de proximidad física. La antaño plaza
pública, que es un sistema de apoteosis de las miradas y las conversaciones, se
desvanece en los espacios en los que concurren los cuerpos de aquellos que incesantemente
se polarizan en sus pantallas personales comunicando con los suyos ubicados en
el más allá.
En este contexto
se produce la explosión del concepto antropológico de no lugar, enunciado por
Marc Augé. La vida de la gran mayoría es un tránsito incesante entre no
lugares. El tiempo se reapropia de una existencia dominada por trayectos entre
el trabajo, el consumo y el ocio, así como las relaciones amistosas y de
cuidados. El resultado es la multiplicación de lugares carentes de valor
alguno. De este modo la ciudad se convierte en facilitadora de desarraigos
múltiples. Los lugares que adquieren valor en cuanto a sede de relaciones
sociales son aquellos que albergan los consumos masivos, que ahora son
constituidos por las industrias del ocio. Los lugares dotados de un pasado
social son reconstituidos para ser explotados como actividad turística para los
visitantes. Así se constituye la calle como lugar de paso de una multitud
ausente y desconectada del espacio, que rota incesante y automáticamente, atenta
a las exigencias de su pequeña pantalla individual.
La ciudad
vigente es una extraña a aquella que recuerda mi memoria. El viejo Madrid de mi adolescencia
era una ciudad con una vida considerable en las calles. Ahora es un espacio
determinado por la nueva deidad del mercado del trabajo y del consumo, lo que se ha denominado como consumópolis. Los
espacios urbanos son monopolizados por las gentes en eterna rotación. En los
últimos cuarenta años ha operado un proceso profundo y sólido de reestructuración
mercantil, en la que el valor de los suelos ha convertido a estos en una
mercancía camaleónica. La segmentación del territorio tiene como consecuencia
la divinización de la movilidad, que privilegia a las máquinas mecánicas en las
que los urbanitas transitan entre suelos especializados, así como facilitadoras
de las huidas al exterior en las pausas de los fines de semana.
El proceso
de transformación de la ciudad se ha caracterizado por su opacidad radical.
Tras los discursos del complejo de expertos que conforman eso que llaman “urbanismo”
ocultan el dominio absoluto de la razón mercantil. En este sentido este es un
proceso marcadamente autoritario, en el que los distintos agentes involucrados
actúan condicionados por el déficit esencial de información. Lo que se
constituye es un proyecto subordinado a los intereses de los señores del suelo.
Así la red de edificios, vías e infraestructuras que articula el territorio y
lo segmenta, según la ley de hierro del valor de los suelos, está subordinada a
un proceso de decisiones ubicado en el más allá de las instituciones
supuestamente representativas.
La ciudad
actual es un espacio por el que transitan distintas multitudes que se hacen y
deshacen incesantemente, en las que cada uno es indiferente a los demás, en
tanto que es portador de su sistema de relaciones personales. En el interior de
esta extraña masificación proliferan las reservas especializadas de buena vida.
Estas son las configuraciones sociales formadas por personas que comparten
prácticas de vivir. Estas son múltiples y son las que hacen gratificante la
ciudad para muchos de sus pobladores. Aquí radica el punto fuerte de Madrid, la
existencia de múltiples mundos sociales que tienen lugar para públicos con
afinidades y en espacios no accesibles para los rotantes. Una formidable red de
bares, restaurantes, cines, teatros, edificios que albergan actividades
sociales y culturales de distinta índole, así como espacios privados. La vida
social intensa de los protagonistas de las reservas de buena vida contrasta con
la mecanización de la vida de la mayoría de los rotantes, devorados por sus
conminaciones cronógrafas y sus limitaciones sociales. Los mundos sociales
vivos son invisibles para la gran mayoría. En este sentido la ciudad es un
laberinto de efervescencias y secretos.
Pero el
Madrid del presente es una ciudad más que paradójica. La estructura sistémica
que se sobrepone a todo lo demás es el sacrosanto mercado de trabajo. Este es
el factor de atracción principal. Su naturaleza actual determina que una gran
parte de sus devotos súbditos rotan por sus puestos disponibles. De este modo
se implementa la gran rotación laboral que mueve la ciudad según el principio
enunciado por Mateo de “muchos los llamados pero pocos los escogidos”. La multitud
que puebla el metro se corresponde con las vicisitudes de esta misteriosa
institución del mercado del trabajo. En ella confluyen los que ocupan trabajos
fijos; los temporales precarizados de todas las condiciones; los buscadores de
empleo que pasan la vida haciendo méritos; la galaxia de la formación
permanente; los estudiantes eternos;
las poblaciones múltiples del trabajo coaccionado; los desechados que no
se han rendido definitivamente y los numerosos ocupados en los cuidados. Un
vagón del metro es un verdadero experimento social que sintetiza la
heterogeneidad inducida por el mercado de trabajo.
La
constricción de esta divinidad convierte en una quimera a los acumulados en
espera de su ubicación y también a los que se encuentran en situaciones provisionales.
Así se conforma un malestar sordo que se expresa sutilmente en todos los
escenarios urbanos. Los inmovilizados por esta estructura sistémica esperan
pacientemente, compensando ese estado de prórroga mediante un rico repertorio
de evasiones y fugas. La ciudad deviene en un contenedor de pacientes
candidatos a ocupar una posición estable.
Así se conforma una ensoñación colectiva de baja intensidad que remite
al azar como factor de éxito. Quizás el auge espectacular del juego se
relacione con esta cuestión.
La gran
multitud acumulada en la antesala y circulación del mercado de trabajo deviene
en una masa habitacional que es
expoliada por el complejo de los mercaderes del suelo. Así se conforma un
ejército de reserva habitacional que ampara la escalada de los precios de las
viviendas. El mercado de la vivienda se articula con el del trabajo para
reconfigurar la ciudad mediante el desplazamiento de las poblaciones frágiles
hacia las periferias a favor de los turistas que se asientan sobre la los espacios
que configuran la imago turística de la ciudad.
De estos
procesos resulta la explosión de dos factores que en el caso de Madrid son
especialmente relevantes: El afán de lucro monumental y la expansión prodigiosa
de la seguritización. Cada metro cuadrado es objeto de múltiples proyectos
pilotados por el complejo del lucro. Y todos los factores considerados hasta
aquí generan miedos colectivos que se resuelven en la divinización de la
seguridad. Estos temores invaden toda la vida colectiva, y sumados a la severa
individualización derivada de los móviles producen un espacio urbano entendido
como lugar de encuentros entre extraños, ahora convertidos en sujetos
peligrosos. Aquí radica una de las involuciones más radicales asociadas al
tiempo presente.
En mis tiempos
mozos, en las noches calurosas de junio me despedía de Carmen en Colón. Desde
allí cada uno regresaba a casa caminando. Nunca sucedió nada. En mis paseos
nocturnos me impresiona mucho encontrarme con alguna mujer que cambia de acera
al sentirse amenazada por mi presencia. Lo más fuerte que me ha sucedido fue en
una de mis incursiones a las periferias. Una mañana luminosa de otoño salí de
la estación de metro “Rivas Futura”, en Rivas Vaciamadrid. Mi intención era
explorar caminando a pie la zona. Al salir me encontré con el paisaje de
periferia. Grandes bloques de viviendas aisladas, nudos de carretera pobladas
de automóviles, distintos enlaces y pasarelas adornados por simulaciones de
jardines y carriles bici. En las aceras no había ninguna persona.
Mi
estrategia en estos paseos es ponerme un objetivo para construir un camino. En
este caso fue una tienda de muebles “Conforama”. En unos minutos me encontré
con una mujer joven que venía por la acera con un coche de niño en el que se
encontraba su bebé. Me dirigí a ella preguntando por la tienda. En ese momento,
comenzó a correr con el coche del niño sin contestarme. Seguí mi camino
mascullando palabrotas contra los medios y las apoteosis de la seguridad. Me
decía a mí mismo: Juan no puedes aceptar ser un sospechoso, no. Pero, al mismo
tiempo, este acontecimiento expresa nítidamente el espíritu de la ciudad en
este tiempo. Invoqué a Richard Sennett varias veces.
Solo en el
interior de las configuraciones sociales
de la vida buena es posible la relación cordial cotidiana. En el exterior de
estas, en el nuevo espacio urbano del mercado de trabajo y los consumos
estandarizados rige la razón de las multitudes rotantes y sus desiertos
comunicativos. En este espacio público no es posible ninguna relación amable.
Cuando llegué a Conforama confirmé que se encontraba inserta en un complejo
comercial que se configuraba en torno a un centro que se llamaba Plaza. Por él
deambulaban seres ausentes concentrados en sus smartphones. La jornada terminó
con mi regreso al Retiro y mi zona de refugio que he construido laboriosamente.
Madrid.
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