Vuelvo a
publicar esta entrada, escrita en 2016, en tanto que le atribuyo un valor
ampliado en este tiempo del comienzo del año 19. En los dos últimos años avanza
impetuosamente la reestructuración de los servicios sanitarios en un entorno
que se aproxima al modelo del neoliberalismo maduro. En tanto que los
profesionales que se inscriben en el modelo de neoliberalismo progresista,
posición en la que se encuentra la gran mayoría de los profesionales con los
que me relaciono, exponen sus fantasías acerca del empoderamiento de los
pacientes, los pacientes activos y otras formulaciones similares, está
ocurriendo un terremoto en el sentido contrario. Una parte muy importante de la
población es severamente desempoderada por efecto de la gran reestructuración.
Me pregunto
cómo es posible mantener esos discursos neoliberales progresistas cuando el
mismo sistema en el que se encuentran inmersos está siendo desestabilizado
sísmicamente. Las piadosas protestas acerca de la sobrecarga asistencial son
simultáneas a la gran desposesión, que avanza a saltos y que en los servicios
sanitarios implica una desinversión que hace imposible cualquier buena
práctica. En este tiempo se evidencia que la calidad ha sido una quimera con
vocación de instalarse en los mercados opulentos.
He vivido un
proceso similar en la universidad. Allí se impusieron metodologías activas
imposibles de cumplir en grupos numerosos. He llegado a tener grupos de más de
ochenta estudiantes con el modelo de metodología basado en competencias. Cuando
leo quejas de médicos que tienen que ver a más de setenta pacientes diarios me
conmuevo. Pero lo peor estriba en no comprender que esta no es una situación
transitoria, sino que se inscribe en la lógica de una sociedad neoliberal
avanzada, caracterizada por la preponderancia del mercado, la emergencia de un
estado subsidiario y el incremento de las desigualdades sociales.
Por esta
razón mantengo el texto, que supone una crítica sustentada a la asistencia en
la era de las fantasías algorítmicas,
pero que ahora deviene en ensoñaciones cercenadas. La perspectiva de los
pacientes es inquietante, pero no solo por la restricción acumulada de la
atención, sino también por la semántica de la humanización y la calidad. En
verdad, en verdad os digo, que este encuentro con gentes tan emancipadas del
contexto en el que ejercen es una verdadera afrenta. No puedo evitar enfadarme un poco con
vosotros. Sed realistas y regresad a la tierra ya, porque si vosotros mismos estáis siendo desempoderados, ¿cómo podéis propugnar el empoderamiento de los pacientes desempoderados socialmente? Basta ya de mística, os pido que no hagáis magia con las palabras y los discursos.
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La consulta
médica es un territorio rigurosamente algoritmizado. El encuentro entre el
médico y el paciente se encuentra determinado por un algoritmo constituido
desde el exterior, que determina los contenidos de la relación entre los
participantes, que son inscritos en un paradigma algebraico. Este conforma los
supuestos subyacentes en los protocolos. La relación médico-paciente queda
encerrada en este sistema programado. La comunicación se subordina a la lógica
del paradigma, que es la exactitud, que requiere la modelación cibernética.
Así, el ordenador adquiere un protagonismo incuestionable, en tanto que
digitaliza la conversación para hacerla adecuada a los fines establecidos.
De este modo
el paciente queda convertido en un sujeto portador de los datos que definen el
problema, que se especifica en un diagnóstico, al cual es homologado. Los
diagnósticos se encuentran rigurosamente definidos como problemas, cuyas
soluciones son determinadas con exactitud y precisión. Cada diagnóstico tiene
su tratamiento prescrito. El paciente, entendido como el cuerpo portador de la
enfermedad es reconvertido a una entidad física en espera de la solución del
problema patológico. Así su subjetividad es evacuada de la relación.
Clauss en
1965 define un algoritmo como “Un ordenamiento exacto, aprehensible y
reproducible con cuya ayuda se puede resolver paso a paso tareas de un
determinado tipo”. Un algoritmo implica la subdivisión de las relaciones y el
ordenamiento de estas para la solución del problema. Sus componentes son
inequívocos, elementales y generales, aplicables a todos los casos. La
algoritmización de la asistencia médica se ha intensificado en los últimos
treinta años. Cada problema tiene su solución estandarizada, mediante un
proceso de acciones y operaciones diferenciadas y secuenciadas. La intensa
protocolización destierra las dudas de los profesionales convertidos en
ejecutores de las acciones programadas.
El problema
de los algoritmos aplicados al campo de la clínica médica radica en que los
fenómenos patológicos no siempre presentan regularidades que se atengan a la
exactitud de los objetos materiales. Pero el aspecto más problemático radica en
que una vez constituido el algoritmo que se materializa en un protocolo, su
aplicación es tan sencilla que no requiere una cualificación especial. La
actividad profesional deviene en ejecución de automatismos programados que
sostienen las certezas. El sueño subyacente de cualquier algoritmo es que sea
tan exacto y preciso que pueda ser ejecutado por las máquinas. Me gusta
designar en mi intimidad a los médicos del presente como las máquinas blancas,
aunque ciertamente existen algunas
excepciones a la maquinización de la profesión.
La
algoritmización de la asistencia contribuye al mejor resultado en el
tratamiento de muchas enfermedades y dolencias pero su reverso es la
multiplicación de la baja eficacia en múltiples problemas y categorías de pacientes.
Los resultados ambivalentes se encuentran determinados por la inflexible
subordinación de los procesos asistenciales a los datos biológicos positivos en
detrimento de las condiciones sociales y culturales. Estos no pueden ser
definidos con la exactitud y regularidad de lo biológico. De este modo son
desplazados al estatuto de lo prescindible. Un sistema fundado en maquinarias
formidables de extracción de datos de los cuerpos, es compatible con el intenso
desconocimiento de los mundos sociales, las prácticas y las mentes de aquellos
que ponen sus cuerpos a disposición para la extracción de muestras.
Soy un
paciente diabético que transita por este sistema maquínico que me solicita
mediante la multiplicación de los pinchazos para obtener muestras que son tratadas
en los laboratorios para definir mi estado. Cuando los resultados difieren de
los estándares homologados soy requerido para modificar mi tratamiento. En esta
secuencia sin final se hace patente que el ruido y la niebla envuelven mi vida,
haciéndose invisible a la mirada de las máquinas y sus ejecutores. En mi
devenir por los compartimentos del sistema, por los que fluyen los datos a una
velocidad vertiginosa que desborda el movimiento de mi cuerpo, soy brutalmente
homologado con los pacientes que comparten mi etiqueta diagnóstica. La palabra
brutalmente, designa la situación de certeza total que tienen los intérpretes
de los resultados acerca de mi tratamiento.
La situación
patológica de la etiqueta “diabetes” se encuentra rigurosamente especificada.
Conforma un territorio patológico en el que están predefinidas las
trayectorias, los problemas, los vínculos, las asociaciones y los finales. De
este modo mi especificidad es negada. La mirada del profesional se dirige a mi
etiqueta diagnóstica. En sus límites precisos termino yo. En los encuentros con
este sistema siento los preconceptos, los prejuicios y las regularidades
algebraicas. Estos se sobreponen a aquello que pueda aportar mediante mi
palabra. Esto queda relegado al ser integrado en las preguntas derivadas de los
datos.
Los
prejuicios y estereotipos de los que soy víctima, que reducen mi vida a un
sospechoso de transgresión de normas, son mayúsculos. En algunos casos soy
tratado con condescendencia paternalista. En otros con presunción de culpabilidad.
Pero en todos los casos subyace una descalificación. Porque los algoritmos
clínicos que rigen mi enfermedad transgreden el supuesto algebraico de que el
problema tiene una solución. Y efectivamente no la tiene. De ahí resulta una
descalificación implícita que se expresa en múltiples detalles. En la vivencia
de la asistencia sanitaria se hacen presentes con distintos grados de
explicitación.
Dice una
persona que tanto admiro como José Bergamín que “Si me hubieran hecho objeto,
sería objetivo. Pero como me han hecho sujeto, soy subjetivo”. En la relación
asistencial automatizada soy reducido a un cuerpo del que se registra la evolución de los parámetros seleccionados
y protocolizados. Pero mi cuerpo diabético es inseparable de mi persona y del
contexto físico y social en el que vivo. El resto de mi persona que acompaña a
mi cuerpo, condenado a ser perforado por las agujas hasta el desenlace final,
es mucho más densa de lo que el sistema maquínico médico registra. Las
variables edad, estado civil, residencia y profesión son una parte muy reducida
de la totalidad de mi persona. Sobre estas constantes se sobreponen distintos
ciclos en mi vida.
Así, mi
estado personal no puede derivarse solo del estado de la enfermedad. La
respuesta a la enfermedad y los acontecimientos que se presentan en mi vida son
lo que define mi verdadero estado personal. Todo esto es, en el mejor de los
casos, trasladado a los márgenes en el encuentro de la consulta. El “resto de
mi vida” es subordinado a la evolución de la enfermedad derivado de los
dictámenes de las máquinas que analizan mi sangre y mi orina. Así soy
estandarizado como los productos industriales en una de las grandes series. La
asistencia médica no ha registrado todavía la llegada de la gama.
En estas
condiciones la personalización es una quimera. Hay excepciones en algunos
médicos referenciados en otras antropologías profesionales, así como gentes
dotadas de intuición y corazón. Pero no se trata tanto de que te traten bien,
sino que no te consideren como a una cosa material que es preciso resolver. El
desencuentro entre los diabéticos y el sistema asistencial referenciado en lo
algebraico solo puede ser superado mediante un paradigma que recupere el resto
de mi persona y de mi vida más allá de la patología.
Cuando salgo
del espacio de la consulta atravieso la sala de espera, en la que se congregan
las personas chequeadas por sus máquinas en busca de una solución, para salir
al espacio abierto en el que se desenvuelve mi vida, en la que la exactitud y
la precisión son marginales, tanto como lo es el resto de mi vida en la
consulta. Allí reina el azar combinado con mis actuaciones y mis circunstancias
siempre cambiantes. Allí lo algebraico toma la forma de fantasías logarítmicas.
En este espacio no puedo evitar la añoranza por médicos de los de antes, los
prealgorítmicos, cuyas miradas tenían una tasa menor de distorsión, teniendo la
posibilidad de recuperar la relación entre persona, ambiente, vida y
enfermedad.
2 comentarios:
Mirar a la enfermedad exclusivamente desde la enfermedad sigue constituyendo en la actualidad el paradigma médico dominante. No sólo eso, desde las más “modernas tendencias” hay una debilidad a propugnar jubilosamente el empoderamiento de los pacientes, por supuesto también desde la enfermedad. Es esta una situación en la que unos y otros parecemos encontrarnos especialmente cómodos. De ahí a la mercantilización, con y sin comillas, de la salud (enfermedad) hay un paso, tan pequeño como el que desfocaliza cualquier posición critica del paciente desde lo social. La buena noticia es que son muchos los movimientos en la comunidad desde los que se está entendiendo el empoderamiento como algo no parcial, que no se presta ni regala, sino que se consigue.
Gracias Rafa. El empoderamiento es un concepto que se funda en la modificación de una relación de poder en el ámbito micro. Pero se está convirtiendo en una falacia, en tanto que a nivel macro se consolida un desempoderamiento estructural. La precarización del trabajo y la vida, la aparición del nuevo estado postbienestar desuniversalizador, la individuación y la acción concertada de las instituciones del mercado total, componen un marco que cerca a lo micro y limita severamente cualquier empoderamiento local.
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