Yo soy el único
espectador de esta calle;
Si dejara de verla se
moriría.
Jorge Luis Borges
Bajo este
título voy a activar mis recuerdos de las personas que han estado presentes en
las clases que he impartido durante tantos años en la facultad de Sociología de
Granada. La clase es una instancia social extraña, en tanto que sus códigos
remiten a un pasado en el que la relación entre los estudios y el entorno
social se definía por sus coherencias. Pero la venerable institución de la
docencia se desestabiliza aceleradamente por efecto del conjunto de cambios que
se producen desde los años sesenta del pasado siglo. En los largos años que he
ejercido como profesor la institución ha declinado inexorablemente. Su desfallecimiento
ha sido acumulativo, alcanzando su cénit tras los primeros años de la reforma
de Bolonia.
El resultado
de la crisis ineluctable de la docencia determina que el aula se configure como
un espacio social inhóspito, en el que la colisión de todas las ondas de cambio
social desencadena una sucesión de sinsentidos. En este medio extraño parece
inevitable que sus pobladores desarrollen estrategias de supervivencia. Esta es
la única forma de vivir el colapso general de la institución. De este modo, los
actores que habitan en el aula inventan un conjunto de prácticas que tienen
como objetivo aliviar la situación de extrañamiento general. La principal
táctica, en la que convergen profesores y alumnos, es la huida, que se
convierte en una forma de arte que denota la creatividad de las personas en
todas las situaciones, pero aún más en aquellas presididas por el absurdo.
Tras las
reformas universitarias de última generación, los antaño maestros y discípulos
son desalojados del aula convencional para ser reubicados en un espacio
controlado rigurosamente por la nueva tecnoburocacia providencial, que adquiere
en este tiempo el modo de agencia. En nombre de una reforma que promete
recuperar la conexión entre la educación extraviada y el mercado de trabajo,
los contingentes de tecnócratas que habitan las agencias programan las
actividades minuciosamente articuladas en el horizonte mitológico de las
competencias.
En el nombre
de tan aparentemente pragmática referencia se procede al desmontaje de los
viejos saberes, así como de los arcaicos métodos docentes erosionados
severamente por la masificación de las aulas. Las agencias instituyen un nuevo
orden académico fundado en el despiece de los saberes y la introducción de lo
que se denomina como “prácticas”. En todas las áreas de ciencias humanas y
sociales el resultado es catastrófico. Implementar reformas manteniendo los
grupos numerosos y la fragmentación en múltiples asignaturas, desborda la
capacidad del sistema y la docencia se asienta sobre un error de cálculo monumental.
De esta reforma resulta un desorden destructivo derivado de la disolución de
las referencias teóricas y el vaciamiento de las prácticas, que en esas
condiciones devienen en actividades simuladas.
Así se
constituye la era de la gran trivialización, que reconcilia la nueva
institución con la incuestionable hegemonía de los medios audiovisuales. Las
pantallas múltiples terminan por presentarse en el aula, instaurando el imperio
ocular del ppt. El vaciado de las clases
propicia su reconversión en una instancia psi de expansión del ego. La única
energía que recibe la nueva aula se ubica en las presentaciones públicas de
microtrabajos, que estimulan las necesidades de expresión de los egos allí
concentrados, así como de la competencia con los demás, que es asumida
subjetivamente por las nuevas generaciones de estudiantes socializados en el
proyecto de la nueva empresa postfordista. Todos experimentan gozosamente su
minuto de gloria en la presentación de un trabajo, en el que emulan a los
nuevos héroes: los presentadores de la televisión, dotados de la capacidad de
sintetizar visualmente los acontecimientos arrancados de los contextos en que
se producen.
El aula es
una situación social irreal, en la que sus habitantes construyen un pacto
mediante el cual la desactivan. Carmen, mi compañera en todos estos años de
aula, se reía cuando la denominaba como un refugio
antiaéreo, en el que se concentran las gentes para protegerse del exterior,
en espera de salir y volver a la vida. Una vez que la clase es neutralizada por
el compromiso tácito de sus inquilinos, el pasotismo ilustrado alcanza
proporciones extraordinarias. Asimismo, reverdece el ritualismo académico que
deviene en un factor destructivo de gran capacidad. Todos piden que se
especifiquen rigurosamente los detalles de rigen las actividades desustanciadas,
para ajustar sus comportamientos haciéndolos mecánicos. Así se excluye
cualquier situación espontánea. Todo termina siendo como las misas de mi infancia,
rigurosamente programadas en torno a sus rituales y liturgias. La clase se
configura como lo inverso a una experiencia.
En el caso
de las ciencias humanas y sociales, esta situación se agrava considerablemente,
en tanto que el entorno sociohistórico presente desborda la mayor parte de las
conceptualizaciones. La afirmación canónica de Luhmann, que define la época
como “expansión de la contingencia”, parece cumplirse estrictamente. Los
acontecimientos se liberan de los esquemas perceptivos derivados de las
teorizaciones y el mundo parece definido por una crisis de inteligibilidad. En
un contexto así, las ciencias sociales se repliegan a las certezas de la
teoría, tomando distancia con las realidades emancipadas de las etiquetas, que
irrumpen estrepitosamente en la superficie.
En esta
situación me he desempeñado largos años como profesor. Paradójicamente, el aula
era el último territorio en donde podía ejercer mi disidencia con respecto a la
academia. Mi situación personal, en la que convergen la marginación y la
automarginación, configuran el aula como el último límite. Por esta razón
siempre he ejercido resueltamente mi papel. Mi presencia no se restringía a los
rituales académicos y presentaba un discurso de autor. Tenía el privilegio de
poder escenificar mi distanciamiento respecto a la teoría vaciada y
descomprometida, así como presentar lo que Wallraff denomina como “expediciones
al interior” de la sociedad, que representa el nivel donde se incuban los
acontecimientos. Era inevitable que la certeza se encontrase en cuarentena
frente a la duda, la paradoja y la ironía.
Esta forma
de oficiar la docencia en el contexto académico-litúrgico ha generado
tensiones, en tanto que representaba un modo de ejercicioque colisionaba con el
conservadurismo característico de las diversas generaciones que han desfilado
por el aula. La fe encomiable en la institución, en el mercado de trabajo y la
sociedad de los estudiantes, propiciaba la activación de las defensas frente a los
cuestionamientos de las etiquetas aceptadas. El discurso de la sociología se
puede definir como un elogio piadoso a la modernidad, una comprensión de la
modernización como la última epopeya, así como la consideración de que el
sistema-mundo termina en los países prósperos. En estas condiciones, mis
intervenciones eran percibidas como corrosivas por la gran mayoría, así como
las formas que se ubicaban más allá de los rituales.
Muchos
estudiantes se sentían incómodos. Así se creaban las condiciones que favorecían
la huida. Siempre he repetido desde el primer día a la perversión de los culos.
Los pobladores de esta misteriosa instancia asientan sus posaderas y aguantan
estoicamente la clase en espera de reciprocidad en la evaluación. La ruptura de
esta pauta adquirió formas dramáticas en muchos casos. Mi estrategia estaba
dirigida a las cabezas. En todas las sesiones enviaba ideas fuertes con el
propósito de producir un choque con los esquemas referenciales angelicales de
la mayoría. La preponderancia de las cabezas sobre los culos suscitó conflictos
que en muchas ocasiones no podían ser gestionados por la intermitencia temporal
de la clase.
En el
desierto afectivo y comunicacional del aula, algunos estudiantes se han sentido
estimulados por mis clases. La desafección de la mayoría propiciaba unas
relaciones de cierta intensidad con aquellos que se sentían interpelados en las
sesiones. La dualización ha presidido inexorablemente el seguimiento de las
mismas. Así se han configurado filias y fobias caracterizadas por la apoteosis
de lo extraño. Porque muchos de los seguidores de estas, que en muchas
ocasiones tenían posicionamientos críticos con respecto a las sociedades del
presente, tenían diferencias de gran envergadura con respecto a mis posiciones.
Así se generaba un extraño y fascinante juego de descubrimientos,
redescubrimientos, identificaciones y decepciones. Las mentes de no pocos de
los críticos estaban esculpidas en el monolitismo, así como por un aldeanismo
defensivo se erigía como una barrera perceptiva y cognitiva de gran
envergadura.
En el
descenso al subsuelo de las sociedades, desvelaba realidades que tenían un
impacto negativo en muchos de los estudiantes críticos. Un analista tan
admirado por mí como el Roto, dice en una viñeta que No te mezcles con la verdad, que siempre anda metida en líos.
Ciertamente, en la universidad, los contenidos que afectan a instituciones
centrales son tratados evitando el análisis en profundidad, al estilo de los
medios de comunicación. Cualquiera que traspase la frontera de las definiciones
oficiales era castigado severamente mediante el mecanismo universal de la no
respuesta, que siempre es el principio del aislamiento.
Pero el
aspecto más problemático estriba en la cuestión del futuro. Los estudiantes
estaban socializados en la anestesia dura en la valoración del presente y las
virtudes del progreso inexorable. Sus expectativas se inscribían en la
irrealidad que acompaña a la mística de la modernización. En esta situación mi
perspectiva tenía los efectos de un bombardeo en el mismo refugio antiaéreo del
aula. La afirmación de El Roto en una de sus viñetas ¡pero cómo vamos a mirar hacia adelante, si no hay quién sepa dónde está
eso¡ es todo un manifiesto sobre las ciencias sociales y su enseñanza en la
universidad de estos años. El repliegue al pasado parecía inevitable.
En este
contexto tiene lugar la comparecencia de estudiantes que habitan esta aula
mediante una extraña relación conmigo, que adopta distintas formas y siempre
tiene lugar conservando las distancias. En el páramo intelectual, afectivo y
anestesiado de la clase nacen unas relaciones difíciles de definir. Es por esta
razón por la que entiendo que estos estudiantes han habitado el aula rompiendo
con la presencia espectral de la mayoría, que se encuentra en estado de cuerpo
presente. Siempre me he sentido estimulado por su presencia y sus respuestas.
En muchos casos su recuerdo me suscita emociones que estimulan a mi memoria.
Hablar de ellos es una forma de contar la historia de ese mundo hermético.
En muchos de
los casos he perdido la pista a estos héroes de mis rememoraciones. Espero que
mi memoria no amplifique las inevitables distorsiones. También soy consciente
de que se ha producido la versión académica de la inevitable muerte del padre.
Cada cual vive su mundo y nos hemos encontrado en una encrucijada de caminos,
como es la universidad. Por mi parte sigo conservando la misma consideración y
afecto para todos ellos. El paso del tiempo no la ha erosionado. El principal
problema es seleccionar a los habitantes del aula que van a aparecer aquí. Solo
son una pequeña parte de los mismos.
En cualquier
caso quiero afirmar que mi posicionamiento se encuentra muy influido por mi
locus. Treinta años viendo transitar a muchas personas inteligentes que, en
muchos casos, no alcanzan posiciones equivalentes a sus capacidades, genera una
herida crónica. La miseria de las organizaciones públicas y privadas
característica de España, capaces de eludir con éxito la manida modernización,
y de conservar por ende sus rasgos más caciquiles, se hace patente. Un profesor
cercano a mí decía que los departamentos universitarios se asemejan a los
feudos agrarios, fundados en la propiedad de las tierras. Se encuentran regidos
por autoridades modeladas por un imaginario agrario, que prioriza la propiedad
territorial y define las relaciones en torno a esta cuestión.
En estos
contextos se inscriben los héroes de mi memoria. No puedo evitar la presencia
en mi interior de un dolor cronificado, en tanto que testigo de una
dilapidación de la inteligencia de proporciones macroscópicas. Las
instituciones españolas son depredadoras de las cualidades de las personas que
se incorporan a ellas. Así se constituye el eterno retorno del atraso español. La
verdad es que el sistema no necesita de mucha inteligencia aplicada a lo
político y lo social. De este modo el aula es un espacio de tratamiento de
sujetos superfluos y en tránsito. En esta extraña situación fronteriza me he
encontrado con estas fantásticas personas. Entre las filas y las columnas de
los allí concentrados han tenido lugar unas relaciones intensas, pero difíciles
de definir.
Yo habité aquellas aulas, hace 30 años.
ResponderEliminarTu aproximación era cruda, pero considerada.
Tus clases me ayudaron a ponerle nombre al desasosiego que sentía: Weg von hier, das ist mem Ziel.
Cuando vuelvo a mi ciudad natal, recuerdo las palabras de Brenan en su retorno: “Granada era una ciudad que había matado a su poeta”.
O como escribes en tu blog, una ciudad con una enorme distancia entre el prestigio del que goza y la experiencia de vivirla.
Lo que podría aplicarse también a la universidad, si le quedara algún prestigio.