El conflicto
catalán es especialmente doloroso desde mi perspectiva personal. Cataluña se
encuentra presente en mi memoria. En los años setenta, el lema de “Libertad,
Amnistía, Estatut de Autonomía” sintetizaba los anhelos de toda una generación
crítica con el franquismo. Al mismo tiempo, Barcelona se constituyó en el
emblema de una modernidad alternativa al atraso político y cultural vivida en
este tiempo. Con el paso de los años, las instituciones políticas del
postfranquismo, que parecían haber contribuido a la solución de la diferencia
catalana, han mostrado su paulatino
deterioro, transfiriéndolo al conjunto de la sociedad. La explosión del
conflicto abierto culmina un período de declive en todos los órdenes, que a día
de hoy, adquiere rasgos verdaderamente patéticos.
En los
últimos días el congreso de los diputados ha sido el escenario de un reality
político insuperable. La vida de esta instancia ofrece un espectáculo a las
cámaras, que es congruente con las instituciones-partidos y los actores que se
encuentran instalados en él. La trifulca no es un hecho aislado, sino la
continuación de la escenificación de un conflicto creciente entre los que pujan
por el gobierno. El problema de fondo radica en la apoteosis de la cultura que convierte
al gobierno en el premio, asignando a la oposición de un papel de vencidos, que
tiene como consecuencia la negación de facto de su función. Lo que se
escenifica transversalmente allí es la burla de los vencedores y la rabia de
los vencidos.
Decía la
presidenta del Congreso que esta es la “casa de la palabra”. Esta piadosa
definición oculta la verdad. Esta es una instancia en la que concurren
distintas facciones en pugna por el gobierno. Estas se referencian en el éxito,
que es ganar las elecciones, y toda la inteligencia se agota en planificar las
jugadas para conservarlo y renovarlo. Esta contienda adquiere formas que
privilegian las tácticas y las representaciones dirigidas a los votantes, que
constituyen la referencia de la videopolítica. Desde esta perspectiva se puede
comprender la progresiva infantilización a la que conduce el juego de “yo gano,
tú pierdes”. La comparecencia de los malos modos y las pasiones es inevitable.
En las situaciones donde los ganadores detentan la mayoría absoluta, comparece
fatalmente el comportamiento sádico. Así, la institución produce una
patologización de las relaciones.
El guion de
esta contienda se solapa con los proyectos de cada facción en competencia. La
confrontación en torno a alternativas y juegos de intereses es desplazada por
la preeminencia de los juegos entre los actores, que se fundamentan en la
perversidad del imperativo del ganar-ganar. En el curso del tiempo, se acumulan
las humillaciones, las burlas, las rivalidades personales, las traiciones y las
contiendas no resueltas que dejan su impronta. Perder una votación implica ser
negado y avasallado.
En este
mundo esperpéntico, la palabra es televisada en directo, de modo que deviene en
imagen teatralizada. Por esta razón adquieren protagonismo creciente los
matoncillos, los echados para adelante, los artistas de la ofensa y de la
injuria, los superdotados en teatralizar sentimientos, así como otras especies
acomodadas a este ecosistema tóxico. Al mismo tiempo, los diputados dotados de
capacidades de elaborar proyectos, de concebir estrategias, de enfrentarse con
realidades complejas o afrontar distintas clases de dilemas, van siendo
desplazados por los mejor dotados para la videopolítica y el juego del ganar-ganar.
El resultado
es que las instituciones representativas no son la sede de la inteligencia y de
la representación de intereses. La inteligencia experimenta un proceso de
devaluación y reconversión en inteligencia tacticista concentrada en jugadas en
plazo inmediato. La consecuencia es la degradación de la vida en la cámara por
acumulación de tensiones entre los protagonistas de los juegos sucesivos, que
multiplican las ofensas a los perdedores. Pero, lo más grave es la emigración
de la inteligencia sólida. En las listas electorales van disminuyendo
significativamente aquellos dotados de capacidades profesionales, de conducir
empresas o representar intereses sociales, para ceder este espacio a los nuevos
jugadores de la videopolítica. Así, el caso de los máster, que destapa irregularidades
en múltiples congresistas y senadores, cuya creatividad se agota en el arte de
fabricar su propio currículum corregido y aumentado.
En
consecuencia con estas premisas, los conflictos de intereses que se hacen
presentes en las instituciones representativas de la videopolítica vigente,
terminan por humillar a los intereses minoritarios, que, en este juego,
devienen en derrotados. En el caso de los conflictos históricos como el caso de
Cataluña, la decrepitud institucional refuerza las heridas derivadas de la
agudización de este conflicto. Este termina por especificarse confiriendo un
protagonismo inusitado a actores como Rafael Hernando, Gabriel Rufián o Toni
Cantó. Cada episodio ahonda las heridas psicológicas entre los contendientes.
La inteligencia concentrada en encontrar una salida que no signifique la
derrota total del contendiente cede el paso a las actuaciones dirigidas a
estimular los sentimientos de los espectadores. Se trata de producir escenas
que satisfagan las necesidades psicológicas del pueblo convertido en
espectadores, que el progreso les otorga, mediante Youtube, la posibilidad de
visionar varias veces sus efímeras victorias.
En una
democracia dotada de instituciones que alberguen una inteligencia colectiva
considerable, cada votación no es el final para los perdedores. Lo importante
es que la cuestión queda abierta al futuro, de modo que es factible que pueda
ser revisada y modificada. Los equilibrios son susceptibles de ser corregidos,
inscribiéndose así en una secuencia abierta al futuro. No es este el caso que
nos ocupa, en el que las partes tratan de obtener una victoria contundente que
concluya mediante la subordinación total de la otra parte.
El conflicto
catalán se encuentra definido por su multifactorialidad. Se trata de una
situación en la que se combina un problema de identidad nacional con una
división de la población que no se expresa nítidamente, por la preponderancia
de los soberanistas en las instituciones. Para completar este laberinto, el
estado detenta toda la fuerza frente a una nacionalidad “desarmada”. El
nacionalismo catalán no puede imponer una solución, pero, al mismo tiempo, no puede ser vencido, debido a su fuerte
arraigo. Esta es una extraña potencia aparentemente débil, pero dotada de una
capacidad de movilización permanente muy importante.
El conflicto
experimenta un salto debido al ensayo de una ruptura unilateral ejecutada por
los soberanistas. El resultado es la creación de un estado de impotencia
política cuyas consecuencias son letales. En la sociedad catalana se abre paso
un proceso que genera un estado que concentra los sentimientos de frustración.
Es inevitable la aparición de proyecciones concentradas en la estimulación de
los enemigos. En una situación así es muy problemático movilizar la
inteligencia colectiva. Las élites soberanistas, así como las instituciones
autonómicas se encuentran afectadas por procesos similares a las estatales.
Un conflicto
de esta envergadura y complejidad desborda a las élites y las instituciones,
poniendo de manifiesto la emigración de la inteligencia. La tentación catalana
de la sacralización de la impotencia política se contrapone a la tentación
española del síndrome de la ocupación. En este escenario histórico tiene lugar
una confrontación que construye un atasco imposible en el presente. En este
contexto pueden comprenderse las contiendas institucionales y las mediatizadas.
Con un suspenso en inteligencia colectiva es arriesgado el futuro inmediato. Es
un tiempo en el que los chanceros, los jaraneros y los bufones detentan un
protagonismo inusitado.
Me advierte un amigo del riesgo de que este texto sea percibido como deficitario en la crítica a los nacionalistas catalanes. Por esta razón lo aclaro. Ambas partes se encuentran afectadas de los mismos problemas. Esta es una extraña confrontación entre operadores que recurren a los yacimientos de sentimientos de identidad que detenta cada uno. De este modo, el conflicto se ha encastillado y deteriorado. En ambos casos, las poblaciones que respaldan las posiciones, son mucho más sólidas que las élites protagonistas. Para la satisfacción de mi amigo, pienso que Puigdemont, Torra y otros acompañantes, se encuentran muy lejos de la capacidad de representar a las gentes que los respaldan. En cualquier caso, confieso cierto pudor a la hora de criticar públicamente a las autoridades catalanas, debido a lo que que cuento en el comienzo de este texto, así como parte más débil en este conflicto, sobre el que pesa el espectro del fantasma originario de la victoria "nacional" en 1939. Es inevitable mi tendencia a distanciarme de los poseedores de fuerza, ¡militar por supuesto¡
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